YANA ÑAHUI
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Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo
No
recuerdo con exactitud cuándo
vi por primera vez a la dueña de aquellos ojos negros, tan negros y
bellos como el silencio de una noche oscura bajo la luna. Lo que sí
recuerdo es que la veía seguido al finalizar las clases del día, mas
no me
acercaba a ella, solamente la contemplaba, sobre todo los
sábados en horas de la tarde cuando hacía compras en las tiendas del pueblo.
En cambio los
domingos no aparecía por ningún lado; y ese día,
rojo en el calendario, se tornaba gris para mí.
Así, poco a poco
se fue convirtiendo en el aire que necesitaba para respirar, al extremo
que ni bien finalizaba las clases en mi escuelita Primaria, salía
corriendo como venado para verla salir del colegio donde estudiaba.
Yana Ñahui ni
cuenta se daba de mi presencia en la esquina, quizá porque era mayor que
yo, y los muñecos de trapo habían
dejado de interesarle al ingresar a la Secundaria.
La última vez que vi su rostro en el pueblo fue el domingo 31 de diciembre de 1910. Estaba observando a unos niños campesinos que ingresaban a la iglesia, cuando algo me hizo voltear, hallándola parada a unos metros de distancia. Haciendo de tripas corazón caminé decidido a saludarla, y de paso despedirme de ella, pues el martes salía de viaje por tiempo indefinido. A medida que me acercaba mis latidos aumentaban, lástima que se escuchó un silbido, ella volvió la vista: era su papá, se le acercó e ingresaron al templo. Yo me quedé como un monolito en el centro de la plaza. Dos días después emprendí viajé con unos arrieros hasta Paramonga, y de ahí por diferentes medios hasta Lima. No existía la Panamericana Norte en ese entonces.
En Lima, con el paso de los años y las preocupaciones por el porvenir, su imagen se desvaneció de mi mente y no pregunté más por ella; mis vacaciones las pasaba lejos del pueblo, y se perdieron en las olas del tiempo las oportunidades de volverla a ver.
La última vez que vi su rostro en el pueblo fue el domingo 31 de diciembre de 1910. Estaba observando a unos niños campesinos que ingresaban a la iglesia, cuando algo me hizo voltear, hallándola parada a unos metros de distancia. Haciendo de tripas corazón caminé decidido a saludarla, y de paso despedirme de ella, pues el martes salía de viaje por tiempo indefinido. A medida que me acercaba mis latidos aumentaban, lástima que se escuchó un silbido, ella volvió la vista: era su papá, se le acercó e ingresaron al templo. Yo me quedé como un monolito en el centro de la plaza. Dos días después emprendí viajé con unos arrieros hasta Paramonga, y de ahí por diferentes medios hasta Lima. No existía la Panamericana Norte en ese entonces.
En Lima, con el paso de los años y las preocupaciones por el porvenir, su imagen se desvaneció de mi mente y no pregunté más por ella; mis vacaciones las pasaba lejos del pueblo, y se perdieron en las olas del tiempo las oportunidades de volverla a ver.
* * *
Después
de varios
quinquenios tuve que radicar en la Sierra. Llega
a mi memoria un fresco día de agosto. La tarde
iba madurando más allá de mis sueños que rozaban la Cordillera Blanca, y el sol se marchaba de puntillas del Callejón de
Huaylas, cuando
apareció como un espejismo caminando por la calle principal de Huaraz, empedrada en aquellos años.
Para mi
sorpresa me saludó con una sonrisa, y detuvo su andar de gacela frente a mí, que
por poco me da un vahído. Estaba bellísima, luciendo sus hermosos ojos
negros. Había venido por unos trámites.
Lo poco que quedaba de la tarde y parte de la noche conversamos sobre mi infancia y su adolescencia, como si lo hubiéramos hecho toda la vida, a pesar de ser la primera vez que dialogábamos. Dijo que yo era un niño muy curioso, pues me veía observándola cerca de su colegio; inclusive recordó haberme visto mientras se tomaba fotografías en la plaza junto al tieso caballito de un fotógrafo de feria, y que en su próxima visita a Huaraz me regalaría la foto. A las 11 de la noche, cuando la tierra de Atusparia dormía mecida por el viento de Marián, nos despedimos en la puerta de su alojamiento. Ni siquiera un beso en la mejilla le di, demostrándole así mi respeto inmaculado.
Los meses fueron pasando uno a uno, y los paseos nocturnos se hicieron frecuentes cada vez que Yana Ñahui visitaba Huaraz. Me hice su confidente, pero siempre dominando mis impulsos como el primer día, en tanto Eros jugaba sus cartas a orillas del Quillcay.
Pasaron raudos tres calendarios, yo continuaba despidiéndome con extrema cortesía; hasta que llegó fin de año, y se acercaba inexorable la fecha de mi partida defintiva a Lima. El 27 de diciembre de 1933 vino a Huaraz. Sentados en una banca de la plaza le conté sobre mi viaje sin retorno. Sus bellos ojos negros se humedecieron. Para animarla la llevé a la esquina donde vendían caliche; fue miércoles, lo recuerdo bien, víspera del Día de los Inocentes, y entre risa y llanto nos tomamos dos ruedas. Luego de unas horas llegó la medianoche y le ofrecí dejarla en su alojamiento. Me pidió quedarnos una hora más, que al final se duplicó, como se duplicaron las ruedas de caliche trepador. Entrada la madrugada llegamos a la puerta de su alojamiento con las mejillas ardiendo y el corazón latiendo deprisa. Me despedí como de costumbre, pero esta vez sin fecha para volvernos a ver, se acercó, me susurró al oído, las palabras sobraron y Eros hizo el resto hasta despuntar el alba.
Lo poco que quedaba de la tarde y parte de la noche conversamos sobre mi infancia y su adolescencia, como si lo hubiéramos hecho toda la vida, a pesar de ser la primera vez que dialogábamos. Dijo que yo era un niño muy curioso, pues me veía observándola cerca de su colegio; inclusive recordó haberme visto mientras se tomaba fotografías en la plaza junto al tieso caballito de un fotógrafo de feria, y que en su próxima visita a Huaraz me regalaría la foto. A las 11 de la noche, cuando la tierra de Atusparia dormía mecida por el viento de Marián, nos despedimos en la puerta de su alojamiento. Ni siquiera un beso en la mejilla le di, demostrándole así mi respeto inmaculado.
Los meses fueron pasando uno a uno, y los paseos nocturnos se hicieron frecuentes cada vez que Yana Ñahui visitaba Huaraz. Me hice su confidente, pero siempre dominando mis impulsos como el primer día, en tanto Eros jugaba sus cartas a orillas del Quillcay.
Pasaron raudos tres calendarios, yo continuaba despidiéndome con extrema cortesía; hasta que llegó fin de año, y se acercaba inexorable la fecha de mi partida defintiva a Lima. El 27 de diciembre de 1933 vino a Huaraz. Sentados en una banca de la plaza le conté sobre mi viaje sin retorno. Sus bellos ojos negros se humedecieron. Para animarla la llevé a la esquina donde vendían caliche; fue miércoles, lo recuerdo bien, víspera del Día de los Inocentes, y entre risa y llanto nos tomamos dos ruedas. Luego de unas horas llegó la medianoche y le ofrecí dejarla en su alojamiento. Me pidió quedarnos una hora más, que al final se duplicó, como se duplicaron las ruedas de caliche trepador. Entrada la madrugada llegamos a la puerta de su alojamiento con las mejillas ardiendo y el corazón latiendo deprisa. Me despedí como de costumbre, pero esta vez sin fecha para volvernos a ver, se acercó, me susurró al oído, las palabras sobraron y Eros hizo el resto hasta despuntar el alba.
Fuente:
CHIQUIÁN: Sentimientos.
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