NECESITO UN CABALLO
Por Eduardo Martin Cerrate
Hace
tres horas aproximadamente que se ha iniciado el día 1º de septiembre
del año 1982, nos encontramos en Chiquián celebrando las fiestas de
nuestra patrona y benefactora Santa Rosa de Lima; el día anterior
habíamos bailado, comido y bebido hasta muy tarde y en consecuencia las
tres de la madrugada para nosotros era momento de reposo y recuperación
de energías.
Estamos en la casa materna, en Quihuillán, calle
Comercio 2ª cuadra. La casona es antigua con un portón grande que al
abrirse las dos hojas, permite el ingreso de animales con carga e
inclusive jinetes a caballo a través de un ancho pasadizo que termina en
una sala amplia, techada, que da frente a un jardín plagado de rosales,
pensamientos multicolores, cartuchos, gladiolos variopintos, plantones
de manzanos y de blanquillos, algunos surcos donde afloran zanahorias,
cebollita china, culantro, lechugas y una que otra mata de nuestro
infaltable chinchu. A ambos lados de la sala se habían acondicionado
habitaciones para descansar; en esos momentos yo me encontraba durmiendo
en el cuarto del lado derecho. La abuela Emiliana hacía varios años que
había fallecido y mi madre no se encontraba en Chiquián, mejor dicho yo
era el único habitante en “la gran mansión”. De repente entre las
profundidades de mis sueños escucho murmullos y la puerta de mi cuarto
que se abre violentamente.
- ¡Aquí esta! ¡Aquí está¡ -grita una
voz y yo entre dormido y despierto empiezo a incorporarme en el lecho
cuando una potente luz me enceguece, los murmullos se acrecientan dentro
de la habitación y un brazo me toma por la espalda.
- ¿Qué pasa?
¿Quiénes son? Qué desean? -mis palabras salen atropelladamente y trato
de incorporarme totalmente, pero el que me abraza me retiene y saluda.
-
¡Eduardo! ¡hermanito! estamos visitándote para que nos acompañes esta
tarde en la Entrada -y me alcanza una copa con dos buenos tragos de
chinguirito bien caliente que yo ingiero rápidamente y trato de pedir
explicaciones, pero detrás de él ya está otra persona que no llego a
distinguir por la luz que me sigue alumbrando a la cara y he allí que me
alcanza otra copa con otra dosis de esta bebida tan típica en nuestra
tierra.
- Sírvete! ¡sírvete! ¡Ishcayta Nahuin! (dos son mis ojos)
-me dice alegremente y ya totalmente despierto de un sorbo seco la
copa.
- Soy Patuco, hermano y estoy viniendo a invitarte para que
nos acompañes esta tarde en la Entrada -me dice el que me tenía
abrazado y yo ya más calmado y repuesto, sólo atino a decirle:
-
Cómo han entrado si yo dejé las puertas con cerrojo –eso no me
preguntes, porque yo mismo no sé como lo han hecho mis ayudantes, pero
yo entré por la puerta del zaguán.
- ¡Chau hermano!... - y como entraron, se retiraron.
Con
cuatro buenos tragos de chinguirito, mi cuerpo, que si bien es cierto
se encontraba abrigado dentro de la habitación, empezó a calentarse mas
todavía y mi cabeza me anunciaba excesos de alcohol. Dentro de esa casi
embriaguez me puse a analizar los acontecimientos en medio de la
oscuridad en la que me dejaron. Efectivamente, el Capitán de la fiesta
don Patrocinio Allauca, que era el que me había abordado en mi propia
cama, esa madrugada al igual que el Inca y su Rumi Ñahui, estaba en el
Shogacuy y ambos, cada uno por su lado, visitaban las casas de sus
amigos y simpatizantes, para en la tarde los acompañen en la Entrada.
Esa tarde el capitán, y sus huestes tratarían de capturar al Inca, el
mismo que sería defendido por su ejército formado por el Rumi Ñahui, las
pallas y los amigos que estaban siendo visitados esa madrugada.
No
recuerdo en qué momento y cavilando no sé qué, me volví a quedar
dormido; pero ya en la mañana al despertarme y levantarme se me vinieron
de golpe los hechos ya narrados. -"Ahora que hago", me dije en
silencio, Patuco personalmente me ha invitado para acompañarlo y no
tengo caballo.
Hice mi aseo personal y como no había nadie en
casa me fui al mercado a tomarme un caldo de cabeza. En el camino me
encuentro con don Elí Castillo y preocupado le pregunto.
- Don Elí, un favor.
- Sí Cerrate -me contesta.
-
Quizás Ud. sepa quién me puede alquilar un caballo para esta tarde,
fíjese que esta madrugada, no sé cómo, pero Patuco entró hasta mi cuarto
para invitarme a acompañarlo en la Entrada.
- Estos muchachos
son buenos, seguro han entrado trepando la pared del corral, porque de
otra forma ¡cómo!, salvo que dejaras tu puerta sin tranca.
- No,
don Elí, yo recuerdo que puse bien el cerrojo, mas bien cuando ellos
salieron, juntaron la puerta y me quedé medio mareado ni me acordé y me
dormí ahí nomás... Bueno, pero lo que le pregunté, es que si conoce a
alguien que me pueda alquilar un caballo.
- Acá difícil, ya no
hay buenos caballos y los pocos que quedan deben estar comprometidos con
los funcionarios, mas bien en Huasta puede conseguir, allí también son
aficionados, vaya por allí y pregunte por el negro Justo Valdéz, él
tiene varios animalitos.
- Gracias don Elí, ahí nos vemos.
- Ya Cerrate -se despide.
Terminado
mi desayuno en el mercado, seguí indagando por la posibilidad de
encontrar un caballo disponible. Como la mañana avanzaba y no había nada
positivo, partí a Huasta en una camioneta con la que me movilizaba por
la zona (en esa época me encontraba trabajando la mina Aída, de
propiedad de la familia Roque, en las alturas de Pachapaqui). Al llegar a
la población me informaron que don Justo vivía en Pampam, en la parte
baja; finalmente, luego de varias averiguaciones llegué a una casita de
Pampam, en cuyo patio se encontraba ensillado un caballo alazán tostado,
tamaño medio y recién herrado.
-Don Justo! -grité, al tiempo que tocaba la puerta del zaguán.
-¿Quién? -me contesta una voz masculina desde adentro.
-¡Yo! -respondo, (mientras me pregunto a mí mismo “quien yo”)
- ¿Si? -me inquiere un hombre de mediana altura, flaco, enjuto, de piel oscura, al tiempo que abre la puerta.
- ¿Don justo?
- Sí, ¿qué desea?
- Esta tarde es la Entrada en Chiquián y necesito un caballo para poder acompañar al Capitán.
-¡Ah!,
pase, tome asiento -me invita señalando un banquito hecho con un trozo
del tronco de la Puya, hermosa planta dada a conocer al mundo por el
sabio Raimondi.
Me senté y empecé a explicarle quién era yo, de
los motivos de mi solicitud; en fin, que necesitaba uno de sus caballos,
tan mentados en la zona. Él sonriente y algo adulado me dice.
-Allí tengo algunos animalitos, y hoy tenemos que estar en la Entrada, está bien, le alquilaré uno.
-¡Gracias! -le dije entusiasmado, sobre todo por el bonito alazán tostado que tenía en el patio, no era para menos.
Acordamos
el precio del alquiler y convenimos que me llevaría el animal por la
tarde y que lo espere en la casa, que no me preocupara. Ya tranquilo,
regresé a Chiquián, guardé el carro y busqué a los amigos para
comentarles los hechos y los preparativos que estaba haciendo para
acompañar a Patuco. Como era la primera vez que iba a estar en la
Entrada, me averigüé lo que debía de hacer, cómo me tenía que prevenir;
así pasaron las horas entre la desesperación y la emoción.
A las
tres de la tarde los cohetes anuncian la salida del Capitán de su casa,
junto a su comitiva y amigos rumbo a Quihuillán, donde se iniciará la
Entrada que debe concluir con la captura del Inca en el campo de Jircán.
En
la puerta de mi casa, me encontraba tomando unas cervezas con unos
amigos, esperando la llegada del negro Valdez, cuando vemos pasar al
Capitán, don Patrocinio Allauca y demás acompañantes, sofrena al
caballo, un moro de orejitas inquietas, con enfrenadora trenzada y
adornada con piezas de plata.
-¡Qué pasa hermanito!, ¿no nos vas acompañar?.
-¡Claro
que sí Patuco!, estoy esperando el caballo que me traen desde Pampam,
para estar contigo, allá te alcanzo -le digo, mientras le doy una
botella de cerveza y brindo con él, augurando la captura del Inca.
-
¡Salud! -me contesta –y no te preocupes, el Inca de todas maneras cae -
me dice -y todos reímos de la ocurrencia -te esperamos -finaliza
devolviéndome vaso y botella, y continúa su camino seguido de la
tropilla de jinetes y la banda de músicos.
Mientras tanto el
tiempo pasa y el negro Valdez nada. Vemos pasar al Rumi Ñahui por
delante, seguido de sus pallas con sus faldas y pañuelos multicolores al
viento, rodeando al Inca que avanza sereno, más atrás el conjunto de
cuerdas y toda una multitud de paisanos que a pie lo acompañarán en esta
“guerra de caramelos”, como yo lo llamo y que anualmente se reedita en
una costumbre ancestral.
Como dije líneas arriba, era la primera
vez que participaba de esta recreación y creí necesario tomar mis
precauciones: “Dicen que tiran huevos, tomates, también tiran manzanas,
hay caramelos que pueden romperte la cabeza”. Con todos estos
comentarios, debajo de los pantalones me forré las piernas con cartones,
igualmente bajo la camisa tanto en el pecho como en la espalda, me
forré con cartones. Me conseguí un casco de esos que usan los mineros,
un abrigo largo y una bufanda que me protegía la cara y la nuca.
Ya
empieza a sentirse el movimiento de la gente, señal que va a comenzar
el evento y el negro Valdéz ¡Nada!, y yo con toda esa ropa encima,
parecía un robot que apenas podía caminar, sudando a cántaros.
De
pronto varios cohetes se elevan, ¡pum!....¡pum! ...¡pum! retumban en el
cielo dejando copitos de nube en cada lugar donde explosionan y de
donde se ven caer las varillas de carrizo que les sirviera de guía. Se
ha dado inicio a la Entrada, y la banda de músicos lanza sus melodiosas
notas al viento animando a los de a caballo a avanzar, mientras los de a
pie defendidos por largas varas de maguey atravesadas a lo ancho de la
calle impiden que la tropa del Capitán los arrolle y van retrocediendo
poco a poco, mientras el conjunto de cuerdas los anima musicalmente a
defender sus posiciones. En toda esta trifulca los caramelos y demás
elementos “de guerra”, cruzan por los aires tratando de alcanzar a los
del bando contrario.
Mientras esto acontecía, yo parecía un
atribulado padre en la maternidad esperando el nacimiento de su hijo:
entraba a la casa, salía al zaguán, "ese desgraciado ya me engañó"!,...
la masa humana avanzaba lentamente, acercándose poco a poco al portón de
la casa. De pronto por la otra bocacalle escuchamos el paso amblado de
un caballo, cuyos cascos resuenan en el empedrado de la calle, dobla la
esquina.
- Ahí llega! -me grita uno de los amigos que me
acompañaba. Efectivamente, era el negro Valdez que llegaba apurado, se
baja del zaino y se me acerca.
- Disculpe Ud., me demoré un
poquito porque no encontraba a la yegüita, se había salido del pasto,
pero de todas maneras aquí está.
Y efectivamente, me entrega “una
yegüita” de color indefinible, que apenas llegaba al metro veinte de
alzada y para colmo, preñada muy próxima a parir.
Miré al
esperpento de animal, miraba al negro Valdez, miraba a los amigos que
también me miraban; cuál sería mi expresión que señalándome con el
índice se reían, primero un tanto temerosos y luego a carcajada abierta.
- ¿Esto me vas a dar? -casi gritando me dirigí a Valdez, mientras miraba su bien ensillado alazán.
- Es lo que me queda, los demás ya los tenía alquilados.
- ¿Y ese alazán en el que vienes montado?.
- ¡No!, ese lo he preparado para pasar mi fiesta, no se lo doy a nadie.
Me
encontré en la encrucijada: ¿salgo con esto? ¿no salgo?. pero ya le
prometí a Patuco acompañarlo. Estaba en estos cavileos, cuando me vuelve
a la realidad la voz del negro Valdez:
– Págueme de una vez, y salgamos de aquí, que ya se acerca la gente.
Y
entre risas y bromas de los amigos, pagué lo acordado y subí al
animalejo. Valdez, retornando por donde vino, haciendo caracolear su
alazán, a la distancia me grita:
- En Jircán me lo entrega, al terminar la Entrada.
Yo,
montado en “la yegüita”, con casco, bufanda y abrigo, que parecía un
gnomo cuyos pies casi llegaban al suelo, al paso cansino del animal
avancé hasta la bocacalle por donde desapareció Valdez, para esperar que
pase la muchedumbre y finalmente poder acompañar al Capitán, al amigo
Patuco.
Epilogando esta experiencia, concluyo el relato con el
recuerdo de “Chico” y “Altamar”, dos potros, el primero un castaño
terciado y el segundo un alazán tostado de primer tamaño, que con el
tiempo adquirí en la costa y los llevé a Chiquián, donde por varios años
lucieron su estampa y permitieron resarcirme de los ingratos momentos,
que hoy, ya sonriente me permito dar a conocer.
Fuente:
Página Web del Club Chiquián