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Barrio oropuquino, querencia de Shapra - Foto: familia Lara Márquez .
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MÁS ADELANTE LO SABRÁN (*)
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Por: Carlos Garay Veramendi
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Cuentan
que una vez iba todo el pueblo en procesión cargando en andas a un
hombre bajo, esmirriado, de frente amplia y rostro plácido. Nunca antes
se había visto por esos lugares llevar a una persona en andas acompañada
de tantísima gente de semblantes animosos y lleno de entusiasmo, ni
siquiera en la fiesta de la Patrona, Santa Rosa de Lima.
El santo que cargaban se apodaba Shapra,
un estrafalario de aspecto bonachón que andaba siempre entreverado con
la gente de la buena sociedad. Sus paisanos lo querían por muchas
razones. Era voluntarioso y comedido, en todo momento listo para ayudar a
quien se lo pedía. Así se ganaba la vida y el aprecio de los vecinos,
en especial de los mishtis a quienes les hacía siempre sus mandados.
Era
noctámbulo, ubicuo. Donde ocurrían hechos interesantes, como un
periodista de fino olfato, cauteloso aparecía ahí. Si a altas horas de
la noche llegaba un bus a la agencia se encontraba ya listo como un
cicerone, para orientar a los forasteros y conducirlos a un hotel o
simplemente para ayudar a sus paisanos con los bultos, maletas o los
paquetes.
Eso sí, era la pesadilla y a la vez cómplice de los
donjuanes, fabricantes avezados de cuernos de filigrana, quienes al
salir furtivamente del escenario de su pecadillos casi siempre lo veían
parado cerca, como a un fantasma, inmóvil, terrible, que dejaba escuchar
apenas un murmullo estremecedor de saludo. Pero Shapra era un
caballero, un hombre de bien. No era un delator. Los secretos de faldas
los preservaba con mucho celo en el cofre inviolable de su silencio.
Sabía callar cuando se trataba de guardarle la reserva a los amigos y de
salvar la honra de algunas lascivas damiselas de su ciudad. Ahí
radicaba, como depositario de secretos, la clave de su codeo con los
grandes.
Habían transcurridos treinta días desde el robo de la
corona de la Virgen. Una corona de fino acabado, con incrustaciones de
diamantes y ópalos. Ese día infeliz del hurto, la noticia había causado
el mismo efecto del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki: Desconcierto,
indignación y dolor.
El deseo unánime y ferviente de los vecinos
era descubrir al autor del robo y recuperar la corona cuanto antes y a
cualquier costo. Ya hacía un mes que venía investigando autoridades y
ciudadanos sin ningún resultado positivo. Cuando los ánimos parecían
achicarse pinchados por la espina del desaliento, una voz conocida se
dejó escuchar: “Yo sé quien robó la corona de la Virgen.” Esta frase fue
como una ráfaga de viento fresco, vivificante, que oxigenó a un pueblo
en asfixia en la enrarecida atmósfera de la desesperanza por falta de
rastros del caco.
Después de tantos desvelos habían encontrado al
fin la EUREKA que afanosamente buscaban. Nadie dudaba de la veracidad
de esas palabras, más bien se lamentaron el no haber pensado en Shapra desde un comienzo.
La
noticia relumbró en todos los hogares del pueblo como relámpago en
noche oscura. Y en menos de lo que canta un gallo, se vio rodeado por
mucha gente preguntándole a viva voz: ¿Quién robó la corona de la
Virgen, Shapra? El pesquisidor, como un auténtico líder que no pierde
los papeles ante la multitud enfervorizada, tranquilo y complacido por
la importancia que le daban, levantó la mano derecha para pedirles que
callen. Cuando hubo llegado el silencio intrigante, preguntó con su voz
gangosa y su dejo entre serrano y costeño, jalando palabras para acá y
para allá:
-Quieren saber, ¿quién robó la corona de la Virgen?
-Síiiiiiiii...- retumbó el ambiente con el clamor unísono de los concurrentes.
-Bueno,
bueno, bueno. Yo se los voy a decir, pero antes ustedes tienen que
hacer algo por mí, tienen que darme gusto en un deseo que tengo.
-¿Cuál es ese deseo? – exclamó una voz estentórea.
-Quiero
que me paseen en procesión por las principales calles y me acompañe
todo el pueblo, repito, tooodo el pueblo. Al final sabrán quien robó la
corona - a pesar de la extraña petición, ante la inminencia de recuperar
la preciada alhaja y la posibilidad de aplicarle un ejemplar castigo al
pillo sacrílego, aceptó la muchedumbre sin regateos para el día
siguiente sábado en horas de la mañana.
Amaneció sábado con la
gente inquieta y a la vez con mucha expectativa. Muy temprano habían
sacado el andas grande junto a la puerta de la iglesia para limpiarlo y
adornarlo con flores que ya estaban amontonadas allí.
Once de la
mañana, a campanadas, la Plaza de Armas era un hervidero de gente bien
emperifollada y con aureolas de felicidad e intriga. Ya nadie faltaba:
niños, jóvenes, adultos, ancianos, pobres, ricos y todos presentes. No
era para menos, estaban de plácemes, de fiesta, pues se acercaba la hora
de la verdad. Al fin se sabría quien o quienes son los autores del
latrocinio y, lo más importante, recuperarían la corona de oro.
Shapra
se aparecía a esa hora por la calle lateral izquierda del templo,
ataviado con su saco grande y raído, su infaltable corbata arrugada de
color indefinible y pantalón saltacharcos que dejaban ver sus viejas
medias de pares diferentes. Lo escoltaban el presidente de la comunidad
campesina don Agapito; el alcalde, don Liberato y otros notables. Se
escucharon al momento cohetes, tronadas de aplausos y hurras, como
bombardas en honor del adulado sabueso. ¡Algarabía general!
Lo
acompañaron hasta el andas, subió con cuidado por una escalera chica con
ayuda de expertos. Se acomodó con toda calma dándose aires de
importancia como era su costumbre. Luego separó sus pies para su mayor
estabilidad y quedó expedito. Visto desde abajo por entre las flores:
solemne, con su cara chaposa, barba negra, cabello crecido y desgreñado,
parecía un santo de verdad.
Las ocho personas de la primera
cuadrilla se colocaron en sus ubicaciones y a la voz de tres levantaron
el andas con cuidado para que el santo de carne y hueso no se cayera. De
inmediato inició la procesión al compás de la banda de músicos: Selección Estrellas del Cielo, con pasos lentos y el balanceo característico de un lado para otro. Shapra acompañado
por tantísima gente iba con olor a santo, con las manos juntas como un
niño en su primera comunión, con mirada dulce y respirando harto olor a
incienso. Mientras que los cargadores a medida que avanzaban, en un día
de sol abrasador, sentían encorvarse por el peso como si sus hombros
llevaran a toda la humanidad pecadora, y segregaban abundante sudor de
culpas por todos los poros enjuagando de esa manera, sus negreadas almas
en largos años de pecados.
El descanso y cambio de cargadores
era obligatorio en cada esquina. Al final de la primera cuadra, cuando
se hubo silenciado la banda, el pueblo preguntó en coro a modo de
responso:
-¡Shaaaapraaaaa! ¿Quién robó la corona de la Viiiirgeeeeennnnn)
-¡Más adelante lo saaaabráaaannnn! - respondió con el mismo tono.
En
las sucesivas esquinas hubo cambios y recambios de cuadrillas de
cargadores para proseguir con la procesión y la letanía, cada vez con
mayor ansiedad, de ¿Quién robó...) y ¡más adelante lo sabrán! Bajo el
estruendo de cohetes de trecho en trecho que les agrandaba en
entusiasmo.
Después de recorrer de ida y vuelta las dos largas y
principales calles, ya de retorno en la puerta de la iglesia, dejó de
tocar la banda de músicos con un golpazo final al bombo, pero aún
seguían los murmullos cual rezos de ángeles que se difuminaban en el
aire para dar paso a la última y la más sonora pregunta de los
acompañantes:
-¡Shaaaapraaaaa, quién robó la corona de la Viiiiirgeeeennnnn!
Después
de un silencio expectante –por las ganas de escuchar los nombres de los
cacos- con los brazos extendidos hacia el público y muy satisfecho de
haber cumplido su loca fantasía, contesta con potente voz:
-¡EL
LAAAADRÓOOOONNNNN! - la respuesta, la misma bomba atómica en explosión,
cuyas ondas expansivas de indignación porracearon almas por todas
partes, mientras sus cuerpos en pie, lívidos, estupefactos, enmudecidos.
Pasado los instantes del fuerte impacto, cada cual reincorporó su alma
golpeada y maltrecha como pudo. Enseguida vinieron las reacciones:
insultos airados, destemplados griteríos, voces pidiendo quemarlo vivo
al chalado como en los tiempos crueles de la Santa Inquisición. Pero los
más sensatos, que era la mayoría, sólo sonreían con sarcasmo de sí
mismos por haber sido burlados con la ocurrencia candorosa del inefable
Shapra.
Pero fue en esos momentos que salió de la iglesia el sacristán Uyllu
con ojos desorbitados, gritando desaforadamente: ¡Milagrooooo!
¡Milagrooooo! ¡Milag....! Dio la vuelta trotando su grito por el
contorno de la Plaza de Armas, con los brazos levantados por entre la
gente aún agestada. Las autoridades intrigadas entraron de inmediato y
vieron algo extraordinario. Al momento hicieron abrir la gran puerta de
par en par cuando el sacristán ya terminaba la vuelta y la gente en
avalancha ya avanzaba para entrar en la iglesia.
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Adentro
vieron a la Virgen radiante en su hornacina con la corona en la cabeza.
La gente muy emocionada, ante todo, maravillada. Unos se arrodillaban
para rezar, otros se abrazaban y las viejas cucufatas lloraban de
emoción.
Al salir la primera oleada de vecinos, después de la feliz constatación del milagro, se dirigieron donde el santo Shapra,
muy complacidos, para agradecer y pedirle disculpas por los insultos y
agravios injustos. No estaba. Sólo encontraron el andas grande adornado
con flores y el vacío indescifrable de su ausencia. ¿Quién lo bajó?
¿Adónde se fue arreando su humanidad de ciudadano “importante”, pero
ahora afrentada? ¿A un escondite o voló al cielo? Ni rastros de Shapra.
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___* Cuento
recopilado en Chiquián. Los hechos y los personajes son ficiticios,
cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia
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Plaza de Armas de Chiquián - Foto: ANI
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Fuente:
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Cuentos y Crónicas de San Marcos, Paraíso de las Magnolias; y de Chiquián, Espejito del cielo.