Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
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Cornelio Montoya nunca pensó que en una fiesta patronal terminaría estoqueado. Con el paso de los años resulta irónico imaginar, cómo unas cuantas horas pueden producir tanta dicha y quebranto a la vez. Posiblemente si a todos nos pasara lo mismo, el mundo sería un concierto de embestidas y estocadas.
Todo empezó una tarde de espontáneos, ponchos y astados. Primero una mirada de reojo, luego una mirada profunda y después: otras con guiños imantados, de palinca a palinca, hurgándose a la distancia como palla y camachico. Culminada la corrida bailaron al son de la banda hasta pasada la medianoche, acariciándose y amándose con los ojos, zapateando hasta sacarle viruta al piso: 'mi abuelito con tu abuelita toda la noche canchis, canchis'.
A las dos de la madrugada sienten necesidad de estar solos y salen a la calle ebrios de deseo. Mientras caminan, el rostro radiante de ella, ilumina las sombras que cubren la angosta vereda... va inquieta y temerosa, divisando a todos lados. Él sube los párpados y ve reflejada su sonrisa juvenil en las negras pupilas de la noche. A unos metros, oculto en la sombra, el Nunatoro aguarda espada en mano..
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Una vez en la arena, ella se emplaza en el centro del redondel como verónica en celo... sus movimientos son chicuelinas con vaivenes ondulantes... cuando de repente, el matador siente el frío acero del Nunatoro que tiñe de grana su espalda, entonces baja los párpados y en su delirio se ve caminando de puntillas hacia un ruedo real, donde la suerte suprema acecha, bajo una cruz de madera....
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