Era una fría tarde a puertas de Navidad de 1960 en Chiquián. El viento cortaba el aire con fuerza y las nubes surcaban preñadas de agua sobre Aquia, amenazando con una mangada gris. Cerca del ocaso acompañé a mi “papá viejo” para arrear becerros, desde la hondonada de Pashpa hasta el empinado Maraurán. Todo el trayecto fue un concierto de: “arre, arre”, y “muu, muu', escoltados por pencas y eucaliptos, hasta que en el frontis del potrero, mi abuelito Hortensio revisó los bolsillos de su saco y no encontró la llave de madera para abrir el portón. En ese entonces se utilizaban candados de madera para proteger los potreros de los dueños de burros y caballos dañeros.
Cumpliendo el encargo de traer la llave retorné al pueblo. Ya en Quihuillán pude avistar a Juliancito, nuestro recordado “Mudito de Huasta”, recostado con su apachico en la pared de la familia Vicuña Valverde. De pronto una racha de viento le arrebató su sombrero y cuando lo arrastraba hacia el barrio de Alto Perú, la viejecita Automaría que pasaba por ahí, tiró al piso su atado de leña y corrió tras el sombrero hasta lograr asirlo, entregándoselo a Juliancito con una sonrisa. Todo ello, en presencia de cinco personas que estaban paradas sonrientes observando una partida de póquer, bajo el umbral de la zapatería de 'Rucu Feliciano”.
Al acercarme vi en los rostros de Juliancito y Automaría la expresión suprema de la gratitud y la satisfacción por el deber cumplido. El júbilo y el gozo de ambos fue indescifrable para mi pequeño corazón, quedando impresa en mi mente la obra de bien de aquella humilde señora, que caminaba dando la impresión de estar flotando en el aire.
Desde aquel día ha pasado mucha agua por Quihuillán borrando las huellas de mil caminantes, pero los pasos de Automaría y Juliancito quedaron grabados para siempre.
Breve comentario:
Cuando ayudamos al prójimo nos acercamos espiritualmente a sus necesidades, que también son las nuestras en el duro camino de la vida. Nuestro corazón vibra de felicidad al socorrer a quien está pasando penurias y sus bendiciones no tardan en darnos el abrazo fraterno. Sin duda, esta experiencia de vida fue mi mejor regalo navideño en Chiquián.
Con el ejemplo de la señora 'Automaría' de Quihuillán, aprendí que el ser humano nunca está demasiado atareado para ayudar, que no es demasiado pobre para dar sin esperar nada a cambio, y que en cualquier circunstancia, por más adversa que ésta sea, debemos mostrarnos serviciales.