LA AUSENCIA
Por Juan Rodríguez Jara
Por Juan Rodríguez Jara
Don Juan Bautista Rodríguez cariñosamente llamado don Juancho, era un abuelo de noventa años que se mantenía cordial y amoroso, vivía muy cerca de uno de sus hijos y sus tres nietos quienes tenían una hermosa casa en medio de la chacra. Con frecuencia los visitaba, en su casa encontraba un sano esparcimiento para su edad con la conjugación de juegos, bromas y adivinanzas que compartía con sus nietos que ya conociendo de su llegada, se concentraban expectantes.
Después del saludo protocolar de acuerdo a las reglas tradicionales de educación y la cortesía, el abuelo, siempre amoroso abraza a sus tres nietos.
- ¿Cómo están? No pude venir antes por estar enfermo.
- ¿Qué enfermedad tenías abuelito? - pregunta el mayor de los nietos.
- La gripe, es muy contagiosa, pero olvidemos eso y veamos que les traje – saca de sus bolsillos pequeños caramelos que llaman “confites” y los reparte, por otro lado le dice al menor de los nietos, Alberto, que entregue a su mamá una bolsa de papel conteniendo: chocolates, pan, leche y azúcar.
Terminados los confites, el abuelo pregunta a los nietos:
- ¿Qué jugamos ahora? O tal vez vamos a sacar leche a la vaquita.
- La leche ya la sacaron temprano, ahora están haciendo queso – dice Julio.
- Vamos a jugar con el trompo - propone Jesús.
- Acepto, – dice el abuelo – recuerdo que cuando era joven me fui a Cerro de Pasco, allí habían muchos trabajadores de diversos países, en las minas y el ferrocarril central; la mayoría eran solteros, todos vivían solos, los casados no llevaban a sus esposas ni a los hijos porque hacía mucho frío. Los días de descanso nos dedicábamos a jugar fútbol, casino, bolitas o cualquier otro juego. A vuestra edad aprendí a jugar bien al trompo, era el campeón, entonces comencé a jugar con los trabajadores y siempre ganaba. Yo, que había ido buscar trabajo terminé ganando mucha platita con las apuestas, me fue bien y poco después regresé a mi pueblo.
- Pero abuelito, yo no tengo plata para apostar – dice Jesús.
- No vamos apostar, voy a dirigirles y ustedes tres van a jugar - dice el abuelo y toma un trompo enseñándoles a ensartar y lanzar. Era un verdadero maestro, hasta en la mano o en la mesa las hacía bailar. Así pasaron tres horas con el trompo y los nietos aprendieron felices.
Desde la cocina su mamá, doña Laura, indica que ya está listo el almuerzo y que deben lavarse las manos mientras prepara la mesa.
Todos pasaron a la mesa del comedor donde estaba puesto un tazón con cancha de maíz, panes y queso en tajadas cuadradas como era costumbre; luego comienza a servir doña Laura, invitando a su suegro que se siente en la silla de su hijo Rodrigo, quien en ese momento estaba trabajando en Cerro de Pasco, como jefe de estación.
El almuerzo fue un estofado de carnero con papas y una sopa de arvejas que fue saboreado mezclado con los recuerdos y algunas anécdotas que contaba el abuelo, todos escuchaban con atención y masticaban la rica comida. Al terminar se sirvieron tazas con agua de cedrón.
- Abuelo, ahora después del almuerzo no te dormirás, tenemos que jugar – dice Alberto.
- No se preocupen, mi siesta lo guardo para otro día, pero antes cogeremos las frutas del huerto. Hace tiempo que no como frutos del sauco, melocotón, capulí y zarzamora que ustedes tienen aquí.
- Mi mamá siempre encarga a Pascual que venga a recolectar, no quiere que nosotros subamos a los árboles – dice Julio.
- Tiene mucha razón, con una caída pueden morir.
Salen al patio y el abuelo coge un palo que tenía un gancho e intenta recoger alguno pero no acertaba jalar una, porque no tenía práctica.
- Abuelo parece que no sabes, nosotros sí porque todos los días cogemos con el gancho – indica Alberto.
- Si pues, es falta de costumbre, pero cuando me casé con tu abuela Teresa vinimos a vivir aquí; mandé construir la cocina con su horno para pan y planté todos estos eucaliptos que ven; hacia trabajar todo los sembríos, controlaba la crianza de animales, también la siembra y cosecha. Desde que ella falleció fui a vivir al pueblo.
- Abuelito, ¿quién plantó el durazno, la mora y el capulí aquí junto a la casa? - pregunta Jesús.
- Esas frutas las plantó tu papá Rodrigo.
- Conversando hemos cosechado suficientes frutas – dice Julio.
- Falta una hora más para marcharme, ya de noche no puedo caminar bien; antes juguemos ludo, quien gana se come mi último caramelo - agrega el abuelo.
Fueron a la mesa y los menores de rodillas sobre las sillas se acomodaron. Empieza el menor, saca seis y repite, los otros festejan, así va girando las suertes. El abuelo se esfuerza y no sabe cómo llega a ganar el primer partido.
- ¡Gané y el caramelo es mío! Ya me voy niños, he jugado hasta cansarme. Regresaré el próximo domingo, ese día vamos a plantar diferentes plantas medicinales en el huerto, los traeré del pueblo.
- Ya tenemos varias aquí abuelo – dice Julio.
- Traes plantas que curan el hambre – dice Alberto.
- No se cura el hambre, se come – agrega Jesús.
- Bueno niños, cuídense y coman bien hasta mi vuelta – los abraza y ellos acarician su blanca barba que baja al pecho, Julio le prepara una bolsita con las frutas que habían cogido.
- Toma abuelo, llévalas con cuidado.
Mientras la tarde iba jalando la noche y el sol se alistaba a ocultarse, los niños lo acompañaron hasta la puerta y en coro se despiden:
- ¡Adiós abuelito!
El abuelo bastón en mano avanza por el camino de herradura, parece que contara sus pasos o señalara cada huella de sus andares y se pierde de la vista de los menores que guardan la esperanza de volverlo a ver.
Los días pasan, los nietos se preparan para recibir el domingo al abuelo, también podría llegar su papá; mientras riegan las plantas de la huerta y cogen algunas frutas silvestres para invitar al abuelo. Vino la noche y ninguno llegó, seguirán mirando el camino por donde piensan que aparecerán para ir a su encuentro, llegarán alguna mañana, piensan…
A los dos días, los niños vieron por la ventana que el abuelo venía con cierta dificultad.
- Es él, vamos a darle alcance – dice Julio.
En efecto, los tres van a su encuentro, se abrazan y le preguntan:
- ¿Abuelo, qué te ha pasado?
- Estuve enfermo, recién logré mejorarme y vine a verlos.
Los cuatro caminan a la casa y al llegar le hacen sentar en el sillón de madera. Se le nota demacrado y con la mirada perdida. Después de almorzar y descansar le proponen jugar como siempre. El abuelo les dice:
- Me siento un poco mal, todo el cuerpo ya me está fallando, lo que siento es dolor por todas partes, el ojo derecho también me está fastidiando. Esta vez les contaré sobre algunos juegos que practicábamos cuando yo era joven, hace muchos años. Recuerdo que mi padre me traía pelotas de jebe de todo tamaño, trompos con sus pitas, animalitos, gallitos, tejos, con todo eso, junto a mis hermanos y vecinos jugábamos todas las tardes.
Durante las siguientes horas el abuelo siguió contando sus anécdotas y recuerdos, los niños lo miraban atentos y admirados. Al atardecer, el abuelo les dijo:
- Ya es tarde, mejor me voy, porque camino muy despacio, ya vendré otro día.
Los nietos alistan algunas frutas y hierbas medicinales para que se lleve el abuelo y lo despachan después de despedirse. A la mirada de los tres hermanos el abuelo iba avanzando paso a paso como si subiera una escalera afianzándose en su bastón; se notaba su encorvada espalda y así desapareció de los ojos de los infantes.
Después de este episodio, por más que miraban el camino no aparecía el abuelo, pareciera que ya no quería venir a jugar. Rodrigo había llegado del lejano trabajo, saludó a su esposa e hijos y luego fue a visitar al abuelo al pueblo, volvió en la noche y habló en secreto con su esposa, les dijo a los niños que el abuelo estaba enfermo y nuevamente se ausentó, fue al pueblo por cuatro días. Cuando llegó, los menores preguntaron por su abuelo y la respuesta era que continuaba enfermo; pero notaron que su papá llevaba una cinta negra en el brazo, al ser preguntado les dijo que el sastre lo coció al hacer la camisa. No quiso avisar a sus hijos del fallecimiento de su padre Juancho.
Los niños siempre preguntaban por el abuelo que no venía, pasaron muchos domingos y seguían esperando, pero el abuelo nunca más llegó. Los nietos fueron con su padre a la casa del abuelo, allí, el anciano había sembrado un durazno, una mora y un capulí, cada uno llevaba el nombre de sus nietos queridos. Entonces supieron la verdad: que ya se hallaba en el cielo donde algún día volvería a jugar con ellos.