Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
A tanta insistencia de mi padrino de quitañaqui, mis padres aceptaron que pase una semana de vacaciones en su hacienda. Había logrado 12 de nota en el Segundo de Primaria, un punto más que el año anterior, razón de más para merecer unos días de solaz, antes de viajar a la Puna, lugar de mis reflexiones escolares.
A las cuatro de la tarde del día siguiente llegamos a la casa hacienda. Mi padrino vivía solo, su joven esposa había fallecido unos años antes sin dejar descendencia. Todos los demás eran trabajadores que ocupaban cabañas a espaldas de la construcción principal.
Entrada la noche el cansancio hizo que me acueste sin ducharme. De pronto sentí que abrieron la puerta del cuarto, dibujándose la silueta de una mujer en la penumbra. Supuse que se trataba de la nana, pues horas antes mi padrino me comentó haber contratado los servicios de una vecina para que me atienda durante mi estancia. La nana no pronunció palabra alguna, hasta pensé que era muda. Encendió el lamparín y por poco me desmayo. Era una mujer hermosísima. No tenía más de 30 años, con curvas tan cerradas que hasta el legendario piloto Arnaldo Alvarado se hubiera ido de frente al abismo. El reloj marcaba las 8 de la noche. Levantó la cobija, tomó mi torso y me paró en la cama. Luego me quitó el pijama, y así, como vine al mundo me llevó cargado hasta el baño, poniéndome de pie sobre una tina de madera. Empezó a jabonarme de la cabeza a los pies, con rotaciones circulares debajo del ombligo, obligándome a morderme los labios para no reírme y despertar a mi padrino. Luego enjuagó y seco mi piel. Una vez oleado y sacramentado retorné cargado a la cama, me puso el pijama y me acostó, hizo una Señal de la Cruz en mi frente y se marchó en silencio. Este ritual de aseo se repitió las noches siguientes, pero con rotaciones circulares cada vez más prolongadas debajo de mi ombligo.
El lunes, antes del viaje a Tupucancha, fui en compañía de mi padrino a la casa de la nana, para agradecerle sus atenciones manuales en la tina de madera. Ella, pegadita a mi oído, susurró sólo cinco palabras, pero suficientes para recordarla siempre: “la próxima no te salvas”, seguido de una Señal de la Cruz y un guiño de despedida.
Fuente:
Diario de un tinyaco, de Nalo alvarado Balarezo