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EL AMIGO QUE PERDÍ
Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
Amigo, tu camino y el mío se unieron en el lugar exacto, en el momento preciso... Fue un sentimiento mutuo escrito por el Altísimo, en el gran libro de la vida.
Que somos del mismo barro, y que de niños oímos cantar los mismos pájaros cuando danzábamos vestidos de abuelitos, son dos de los elementos vitales que forjaron nuestro espíritu telúrico.
También la lluvia y la escarcha templaron nuestros latidos, para amar hasta el dolor a los seres de pies cuarteados y manos encallecidas; para amar al viento frío que maceró nuestro cuerpo impúber en la soledad de los caminos; para amar al trueno que desgajó nuestra piel en cada sueño adolescente; para amar al rayo que tensó nuestros tendones todavía en botón...
Por eso amamos la meditación; por eso nos quedamos absortos cuando contemplamos todo lo creado por Dios; por eso nos sobrecogemos cada vez que vemos al ichu ondeando desesperado para evitar que la ventisca del ocaso lo arranque de la tierra amada; por eso a los ocho años de edad quedé con el corazón destrozado, cuando retornando de Corpanqui, tierra de Nobrira, vi un ave muerta en una jaula, junto a la puerta de una choza solitaria. Las barras de madera tenían manchas bermejas; las alas, pico y garras con visibles fracturas; y el plumaje embadurnado de sangre seca. Allí supe que no solamente el cóndor, sino también otras aves prefieren luchar hasta morir intentando ser libres antes que pasar el resto de su vida en cautiverio. Saqué al ave y lo sepulté en una colina de Recrec. De la jaula no quedaron ni astillas, la hice añicos chancándola contra una roca, una y otra vez, para que nunca más prive de su libertad a otra avecilla del Señor.
Ya de madrugada, en Tupucancha, desperté sobresaltado al escuchar en sueños el graznido de mi amigo corequenque, ave que bauticé con el nombre de César Vallejo, pues durante una charla con mi padre me dijo que anidan en las alturas de Santiago de Chuco, tierra amada del vate universal, también en nuestro querido Machu Picchu. La mascaipacha del Inca lleva sus vistosas plumas como símbolos de valor y destreza.
Las tardes azules el corequenque tomaba el sol en la cornisa más alta del farallón rocoso de Shajsha, después volaba para que yo gozara viéndolo batir sus alas hacia el infinito y pueda conocer paraísos mágicos a través de sus ojos claros. El ave graznaba contento, yo reía feliz, muy feliz, así nos comunicábamos en nuestro pequeño mundo andino. Después me despedía de mi amigo flameando al viento el cuaderno donde anotaba todo lo que desde la cima rocosa veía.
Tan pronto amaneció fui a Shajsha. En vano aguardé la llegada de mi amigo corequenque hasta el anochecer. Al día siguiente retorné, mi amigo no apareció más, a pesar que la lluvia amainó. Un horrible presentimiento se apoderó de mi alma. Me había quedado solo, completamente solo, en la puna fría.
En el nuevo amanecer retorné a Recrec, desenterré al ave y lavé su cuerpecito en un puquial cercano, descubriendo con hiriente dolor que tenía las mismas características de mi amigo corequenque: patitas amarillas, plumaje negro con blanco, rostro rojizo bordeando sus ojitos cerrados y un kilogramo de peso. El sol anunciaba las ocho de la mañana del 14 de febrero, Día de la Amistad.
Con el ave pegadito a mi pecho, envuelto en mi ponchito habano como mortaja franciscana, fui a Shajsha Machay, trepé el farallón, y junto a un cactus de flores celestes lo enterré abriendo un hoyo con mis manos.
Cuando oraba cabizbajo escuché un graznido en el cielo, levanté la mirada azorado, pero no había nada, ni siquiera una nube peregrina bogaba silenciosa. Es el alma de César que ha venido a despedirse, pensé, y lloré por mi amigo querido.
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Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
Amigo, tu camino y el mío se unieron en el lugar exacto, en el momento preciso... Fue un sentimiento mutuo escrito por el Altísimo, en el gran libro de la vida.
Que somos del mismo barro, y que de niños oímos cantar los mismos pájaros cuando danzábamos vestidos de abuelitos, son dos de los elementos vitales que forjaron nuestro espíritu telúrico.
También la lluvia y la escarcha templaron nuestros latidos, para amar hasta el dolor a los seres de pies cuarteados y manos encallecidas; para amar al viento frío que maceró nuestro cuerpo impúber en la soledad de los caminos; para amar al trueno que desgajó nuestra piel en cada sueño adolescente; para amar al rayo que tensó nuestros tendones todavía en botón...
Por eso amamos la meditación; por eso nos quedamos absortos cuando contemplamos todo lo creado por Dios; por eso nos sobrecogemos cada vez que vemos al ichu ondeando desesperado para evitar que la ventisca del ocaso lo arranque de la tierra amada; por eso a los ocho años de edad quedé con el corazón destrozado, cuando retornando de Corpanqui, tierra de Nobrira, vi un ave muerta en una jaula, junto a la puerta de una choza solitaria. Las barras de madera tenían manchas bermejas; las alas, pico y garras con visibles fracturas; y el plumaje embadurnado de sangre seca. Allí supe que no solamente el cóndor, sino también otras aves prefieren luchar hasta morir intentando ser libres antes que pasar el resto de su vida en cautiverio. Saqué al ave y lo sepulté en una colina de Recrec. De la jaula no quedaron ni astillas, la hice añicos chancándola contra una roca, una y otra vez, para que nunca más prive de su libertad a otra avecilla del Señor.
Ya de madrugada, en Tupucancha, desperté sobresaltado al escuchar en sueños el graznido de mi amigo corequenque, ave que bauticé con el nombre de César Vallejo, pues durante una charla con mi padre me dijo que anidan en las alturas de Santiago de Chuco, tierra amada del vate universal, también en nuestro querido Machu Picchu. La mascaipacha del Inca lleva sus vistosas plumas como símbolos de valor y destreza.
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Las tardes azules el corequenque tomaba el sol en la cornisa más alta del farallón rocoso de Shajsha, después volaba para que yo gozara viéndolo batir sus alas hacia el infinito y pueda conocer paraísos mágicos a través de sus ojos claros. El ave graznaba contento, yo reía feliz, muy feliz, así nos comunicábamos en nuestro pequeño mundo andino. Después me despedía de mi amigo flameando al viento el cuaderno donde anotaba todo lo que desde la cima rocosa veía.
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Tan pronto amaneció fui a Shajsha. En vano aguardé la llegada de mi amigo corequenque hasta el anochecer. Al día siguiente retorné, mi amigo no apareció más, a pesar que la lluvia amainó. Un horrible presentimiento se apoderó de mi alma. Me había quedado solo, completamente solo, en la puna fría.
En el nuevo amanecer retorné a Recrec, desenterré al ave y lavé su cuerpecito en un puquial cercano, descubriendo con hiriente dolor que tenía las mismas características de mi amigo corequenque: patitas amarillas, plumaje negro con blanco, rostro rojizo bordeando sus ojitos cerrados y un kilogramo de peso. El sol anunciaba las ocho de la mañana del 14 de febrero, Día de la Amistad.
Con el ave pegadito a mi pecho, envuelto en mi ponchito habano como mortaja franciscana, fui a Shajsha Machay, trepé el farallón, y junto a un cactus de flores celestes lo enterré abriendo un hoyo con mis manos.
Cuando oraba cabizbajo escuché un graznido en el cielo, levanté la mirada azorado, pero no había nada, ni siquiera una nube peregrina bogaba silenciosa. Es el alma de César que ha venido a despedirse, pensé, y lloré por mi amigo querido.
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