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Minutos después los rayos de luna que entraban por la pequeña ventana pusieron al descubierto sus contornos junto a mi cuerpo. Ni corto ni perezoso aproveché la mágica visión que me brindaba el destino y acaricié su cáliz; por fortuna, sin reproche alguno. De pronto el sonido de herrajes en el empedrado de la calle ahogó su gemido, y exclamó:
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BAJO LA LLUVIA
Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
De niño,
como una manera de relajarme de la tensión escolar, visitaba el
arroyuelo de Shapash para caminar por la orilla tiritando de frío, sintiendo las
piedrecillas bajo mis pies desnudos.
La tarde del sábado 8 de diciembre de 1962, cuando estaba haciendo un mini
safari entre los abrojos y las sacuaras del escarpado retumbó el trueno, levanté la
vista, y el cielo que minutos antes era azul, se tornó gris y empezó a
llover con relámpagos iluminando la blanca silueta del Huayhuash.
Me puse los zapatos e inicié el retorno al pueblo.
No
sé cuántas veces caí durante el pedregoso ascenso, lo cierto es que llegué empapado al
barrio periférico de Tranca. Allí me
cobijé bajo un umbral, quedándome dormido. Una
samaritana que caminaba por ahí se apiadó de mí e ingresó a mi sueño. Aquí, el episodio onírico:
Era una mujer de 35 abriles, rostro
ovalado, labios carnosos y dientes perfectos. Me invitó a su casa
para que mi ropa se seque al calor del fogón. Acepté complacido, y caminamos por el
sendero que va a la plazoleta de Quihuillán. En su cocina puso mi
ropa cerca del fuego y abrigó mi desnudez con su pañolón. Luego
ingresamos a su cuarto, se quitó el faldellín y se metió a la cama,
diciéndome:
- Siéntate en ese quncu hasta que tu ropa esté seca, y te vas a tu casa. No te olvides de cerrar la puerta del zaguán.
Como a los quince minutos de estar sentado en el qunqu me quedé dormido, perdí el equilibrio y rodé al piso. Al oír
el ruido se levantó y me recostó en su cama.
Minutos después los rayos de luna que entraban por la pequeña ventana pusieron al descubierto sus contornos junto a mi cuerpo. Ni corto ni perezoso aproveché la mágica visión que me brindaba el destino y acaricié su cáliz; por fortuna, sin reproche alguno. De pronto el sonido de herrajes en el empedrado de la calle ahogó su gemido, y exclamó:
- Es el caballo de mi marido, agarra tus cosas y vete por la chacra del costado.
En
un santiamén salté del tálamo, trepé la pirca y corrí hacia la
plazoleta con la ropa en la mano, mientras la lluvia seguía cayendo...
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