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.Luis Pardo
J.I.J.U.N.A
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Autor : José Diez Canseco
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I
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Tambo    de La Buena Mano. Llantenes chiquitos festonan los zócalos de paja y    barro que emanan úricos miasmas de chicheros. Tambo de La Buena  Mano.    Damajuanas señoronas de preñados vientres y delgadas botellas    empolvadas. Anaqueles medio desnudos, y, entre un marco de madera  negra,    un buque que naufraga en un mar tempestuoso. Encima de un  ventano, el    escudo del Perú con banderas flamígeras. Vuela una sombra gigante de    mariposas nocturnas. En el tambo se alza un vaho lento de humazos    imposibles, y los ojos del propietario —Antonio Lang— se  entreabren    cuando alza el vuelo un tanto enérgico y peruano: 
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— Jijuna...
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Alrededor    de una vasta mesa florecen ponchos bajo el candil de querosén. La    noche  se ha derramado, lo mismo que la chicha de Huarmey, por las    arenas  todavía calientes del sol costeño. Lejos, zumba el mar. Fuera    del tambo  relinchan caballos próceres. Pero alto, enhiesto, levantisco,    camorrista, un zaino se sacude el relente resonando el apero:
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— Jijuna... 
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La    voz no tiene una inflexión colérica. Modula cacha zafia y   crudelísima.   De rato en rato, los gruesos vasos resuenan sobre el   tablero de la  mesa  en brindis mudos. Las candelas de los cigarros   agudizan las  aristas del  bronce cholo de los rostros. El chino Lang   destapa la  cuarta botella de  chicha. Unas moscas rebullen sobre los   restos de la  cena.
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Por    aquellos lares andaba don Santos. Era, don Santos, el dueño del  zaino    pleitista. Zaino de paso llano y anca redonda, para asentar a  la que    quiera arrunzarse con uno. Resuena el apero del potranco, con  tintines    de plata. Allí, en la noche, las hebillas de las riendas,  los cantos  de   los estribos, relucen como los ojos húmedos del Cura.  Cura, así se   llama  el potro, por irreverencia de don Santos y porque  se lo hurtara   al  señor párroco de Casma. Y todavía tenía, el muy  indino, la   insolencia de  pasear por la plaza del puerto a lomos del  cuerpo del   delito. Cholo  bandolero de esas tierras, sin más ley que  su pistola,   sin más amigo que  su potro. A él cantaba, en las lentas  peregrinaciones   de los arenales,  las más mimosas coplas querendonas.  Para su Cura  eran  las rudas caricias  de sus manos asesinas y sus  consejos de  baquiano  sabihondo porque por  las patas del potro salvara muchas veces  de tanto  gendarme sinvergüenza.  
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Se lo están contando:
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— Jijuna...
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Pues,    sí, era cierto. Fue después del almuerzo que el sub-prefecto le     ofreciera a don Ramón Santisteban, hacendado de muchas tierras de     sembrío y pastos. Don Ramón había desenfundado la pistola y roto unas    botellas.
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— Menos mal q’estaban vacidas... 
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Y después, contaba el chismoso, don Ramón había prometido: 
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—     ¡Cómo quisiera encontrármelo! ¡En la frente le meto su jazmín, mi    subprefecto! ¿Ha visto cómo tiro? ¡Y yo no teng’un pelo! ¡Lo adelanto!    Palabra, Autoridá...
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Era    en aquel tambo la charla chismosa. El amigo, compañero de    barrabasadas,  le confiaba a don Santos estas cosas. ¿Don Santos? Sí,    hombre, sí;  Santos Rivas, ése del incendio de Molino Grande; ése de la   muerte de don  Eustaquio Santisteban, el hermano de don Ramón; ese de   las quinientas  cabezas de ganado de la hacienda de Paso Grande; ése  de   la mujer del  doctor Jiménez, después de la fiesta del 28; ése del  tren  a  Recuay; ése  del duelo con don Miguel Páucar y del festejo con  tanta  y  tanta botella  de pisco; ése de... ¿quién se va a acordar de  todos  esos  líos?
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El    mozo escuchaba en silencio. Con el rebozo del poncho se cubría  apenas    el rostro duro y sólo los ojos sonreían. De rato en rato,  pitaba su    “amarillo” y modulaba la sonrisa: 
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— Jijuna... 
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Cuando Cosme terminó el relato, apenas si sonrió Rivas: 
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— Ya l’encontraré algún día... Y solitos... En cuantito salga’e viaje, me avisas, ¿quieres?
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— Yaqu’ermano... 
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Y    como se hacía tarde se despidieron. El chino retiró las botellas y    vasos apuntando el precio. Los hombres se confundieron con la noche.  De    pronto, una voz seca: 
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— ¿Cura?
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El potro respondió en su lengua. Montó don Santos, y ambos amigos, hombre y bruto, se metieron en las sombras.
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II 
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En    el parral, un chirote silbaba largo. El viento palomilleaba entre  los    álamos altos, correteando sobre las vides que desparramaban su  verdor    más allá de las bardas desiguales. Se mecían los pámpanos como una    marejadita de la rada de Huarmey. Estaba alegre la madrugada,  pero ya    cansaba esta cuesta que Santos Rivas hacía sobre el Cura,  acortando la    distancia; tres leguas en hora y cuarto... Guapo el Cura para arrancar    arriba. Arriba...
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Arriba    esperaba la china Griselda Santisteban. Y, claro, el Cura apresuraba   el  paso trepando por el valle hacia el casal de la hacienda donde la   china  vivía. ¿Estaría fuera? A lo mejor arrancó también para la  sierra    acompañando al cholo bruto de su padre. Don Ramón no gustaba  de estos    líos y por ello ofreciera “su jazmín” para don Santos. Ese  hombre fue    quien tendió a su hermano y ahora le enamoraba a la hija.  ¡Barajo y  baso   q’era sinvergüenza el mozo! Pero mejor estaba así,  llevándose a  su   chinita para la sierra porque él ya estaba  viejo.Santos, en cambio,  era   más joven y por muy trejo que uno juera, el otro tenía más vista y  la   mano más pronta.
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Santos    comenzó a silbar con impaciencia. El Cura apresuró el paso hasta    llegar  a la ranchería de la hacienda que, a esa hora, se alumbraba a    querosén.  
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La    ranchería —paredes rojizas, estrellas mugrientas de los faroles en   las   esquinas, tambos con bullas a la sordina y un eco de guitarra—    aparecía  medio dormida. Lejos, pero bien lejos, dos quenas cantaban    tristezas  peruanas. Y el chirote bandido seguía el silbo largo,    saltando entre el  follaje que apenas susurraba como quitasueños de 28   de julio. 
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La    noche todavía estaba enterita. Ni estrellas ni luna. El río ladraba    lejos. Los cerros devolvían los foscos insultos de perros  panfletarios.    Una lechuza comenzó a despedirse de la noche con el  estribillo    consabido, y don Santos se santiguó bajo el poncho, por si acaso.
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¿Estaría Griselda? ¡Claro que estaba! Allí, en el caserón suntuoso, la lumbre de su cuarto avisaba tranquila su presencia.
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— Amos, Cura, amor juerte... 
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Pasó el portalón tuerto y arrumbó a la casa. Al pie del ventanuco largó un silbo mochuelo. La otra contestó asomada: 
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— Chino... 
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— Vine pa’despedirme, vidita... Como te vas pa la sierra...
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— Yo, no. Mi’apá que se va pa Huacho... 
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— ¿A Huacho? ¿Cuándo? 
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— Mañana, en la mañanita... 
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—     Yo también, mi vida... Me llev’una repunta’eganao... Doscientas     cabecitas y un torazo grande... ¡Ja, ja! Pa regresar pronto vidita...    ¿No bajas?
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— No puedo. Mi’apá me pilla si abajo... 
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— Sonsa... 
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—     Endeveras... Mira que l’otra noche casisito nos pesca... Y v’a a ser   un  lío si nos encuentra juntos...Rivas palanganeó una sonrisa: 
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— ¿Endeveras? ¿Lío? ¿Endeveras que tu’apá mi’ase lío? 
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La china hizo una guaragua de ternura: 
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— Mira, Santos, con mi’apá no vas a ser guapo, ¿no?.. 
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—     Sonsa... ¿Guapo? Con naides soy yo guapo, vidita... Un instante se    retiró la moza del ventano. Murió la luz. El Cura se sintió libre del    jinete que fue hasta el portalón. Chirrió el postigo y, destocándose  el    pajizo, el tarambana se perdió en la sombra casera. Y, hembra y  mozo,   se  dieron los “buenos días” con las húmedas bocas temblorosas. 
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Parece    que el sinvergüenza salió como dos horas después. El Cura se repuso   con  la gramilla del patio. El cielo se despejó un poco y comenzó el  día   por  encima del Huascarán lejano. Al despedirse acanelaron las  voces   con  criolla sandunga:
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— Ta’ pronto, Chino... 
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— Ta’ pronto, vidita... 
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III 
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¡Cholo    fresco! A don Eustaquio Santisteban lo tendió de un tiro cuando la    feria de Huayanca, y ahora venía a enamorar a la sobrina, a la hija  del    hermano. Pero quién sabe por qué encono consigo mismo, Rivas se  sentía    casi buena persona a la vera de la moza que le alocaba con la  ternura   de  sus ojos rasgados, con el aroma de sus trenzas, con sus  manitas    adornadas con piochas de plata y turquesas del norte. ¿Cómo  fue que fue?    ¡Sabe Dios! Acaso las cosas comenzaron por los tonderos  bailados una    tarde, sin conocerse, después de la procesión del Sábado de Gloria. La    chicha hizo el resto, inspirando a Santos Rivas el  floreo picante que  la   otra no rehuyó sino que, muy por el contrario,  agradeció con la  mejor   de sus sonrisas. Y ya por la noche, cuando la  guitarra comenzó  con los   tristes esos: 
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Papel de seda tuviera
Plumita de oro comprara
Palomitay...
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Ya la muchacha enrojecía de tal guisa, que la señora Cárdenas atortoló la papada mantecona: 
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— Pichoncita... 
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Y    pichoncita mansa fue para el gavilán arrogante que puso pavor en  todo    el valle del Santa, por las tierras lindas de Ancash, con sólo  el  tino   de su pistola y la perspicacia de su ojo infalible.  Pichoncita  mansa,   sí, pichoncita serrana, más dulce que todas las  hembras, con  ese mimo   del arrullo, del abandonado querer que no  resiste, de los  silencios   pequeños que en estas hembras peruanas son  la joya más  preciada, porque   callan y miran. Y allá por los valles,  cuando la luna  apunta por la   cordillera inmensa, cuando la calandria  chola comienza  el variado trino,   ese silencio y esos ojos enloquecen  hasta a los  limeños mastuerzos. Y   el mejor de los dúos —brisa y  ave—encuentra vida  en las pupilas  humildes  de las chinas mimosas del  Perú.
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Lastima    no más que tuviera que irse. Porque claro que se iba. ¿No aprovechar   el  viaje del padre, de ese don Ramón que se había atrevido a  ofrecerle    jazmines?.. No, se iba tras él, a Huacho, para hacerle ver  que  tiritos   no se meten, así no más, a los hombres. Se iba para  decirle  que, hombre  a  hombre, muy gallo tenía que ser el tipo que le  pisara el  poncho.  Cosme  también se lo había avisado al regreso:
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— Mañana, en la mañanita, don Ramón sale a las tres pa Huacho... 
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— Gracias hermano, pero ya lo sabía. 
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— Y tú, ¿te vas? 
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Rivas no respondió. Encendió un «amarillo» y murmuró apenas: 
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— Jijuna... 
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IV
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De    trecho en trecho, los postes del telégrafo. Recién se les adivina en   el  medio claror de la madrugada. Las lomaditas ya estaban peladas,  con    unas cuantas matas de grama que crecen porque sí. Las arenas   comenzaban  a  invadirlo todo, aventadas por los vientos primeros del   otoño, y de  rato  en rato, fulguraba una salina perdida. Igual y   rítmico, el  cuádruple  paso trotón de unos caballos. Las siluetas se   perfilaban  envueltas en  los ponchos, como unas carpitas que los   pajizos remataban.  Eran don  Ramón Santisteban y su paje. Los hombres   marchaban en  silencio,  atisbando la lejanía, porque los encuentros   feos son  frecuentes en esta  tierra. 
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Andaban.    En Huacho tendría que feriar ganado y volverse unos días después con   el  cinturón bien gordo de billetes. Eso sí, pedirían campaña al   cuartel   del cuerpo rural, porque setecientas libras no se las pueden   alzar así   como así. Don Ramón apresuraba el paso. Una vaga desazón,   esa cosa   indefinible que se siente en los desiertos peruanos cuando se  les   atraviesa de noche; ese cantar de las paca-pacas que, por muy   templado   que uno sea, siempre molesta; ese zumbar del viento que no   tiene   barreras y que se desgarra en los tunales o en los hilos del   telégrafo,   todo eso fastidia. Y, más todavía, cuando se ha soltado la  lengua a   propósito de Santos Rivas, la cosa se empeora, porque el  tipo  ése no   entra en vainas. ¡Culpa de la chicha, por los clavos! 
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Porque    él, claro está, no iba a entenderse con ese hombre. El se habría     vengado haciéndole pegar cuatro garrotazos por los peones de su     hacienda, y el cuerpo habría ido a parar a cualquier acequia que le     cubriese de lodo. Después... ¡cualquier cosa! A él, ricachón y con esos    peones, ¿quién le iba a decir un cristo? Entonces, ¿por qué habló?   Esos   tragos demás, caramba, esos tragos... 
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Iban    en silencio. Los pajes saben que siempre que un viajero habla tiene    miedo. Por muy baquiano que uno sea, si habla en el desierto, es  porque    siente que algo se descompone. Algo que no se sabe qué es,  pero que  se   siente. Miedo a esa tremenda soledad, al despeche de la  bestia, a   quedar  desmontado por culpa del maldito calor que raja los  cascos de   las mulas  más bravas, de los potros más recios, si se tiene a mano un   poto de  aceite. 
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Las    anchas rodajas de las espuelas tintineaban en los estribos de cajón.   El  pellón sampedrano daba calor ya, y, bajo el poncho, las manos se    agarrotaban, una sobre las riendas, otra sobre la cacha fría de la    pistola que, poco a poco, iba tomando el calor de esa mano. ¡Qué vaina!    ¿Cuántas horas faltarían? Ya aclaraban las tintas de la noche con    lindos  colores cholos. Morado, rojo, verde, oro purito, como un poncho   que  tendieran desde la Cordillera Blanca, cuya nieve fulguraba    extrañamente.  Y de pronto, uno, dos, tres, cuatro cóndores pasaron    zumbando su vuelo  destemplado. Ya era día. Dentro de una horita se    vendría el sol íntegro,  y eso consuela. Pero antes que el sol se vino   un eco raro:
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— ¿Qué jué?
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— No sé, taita. 
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¡De    fijo que era el bandido! ¿Quién, si no, iba a galopar sobre sus    huellas  a las cuatro de la mañana? Y él no podía volver la cara —¡eso   nunca!—  para mirar quién le seguía: 
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— Mira, a ver... 
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El paje endureció los ojos bajo el faldón del pajizo. Medio cerró un ojo y sentenció después: 
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— Don Santitos, patrón... 
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— ¿Por aónde? 
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— Por cinco hondas, lo muy menos, patrón...
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¿Diez    cuadras? No importaba. Todavía podía apresurar el paso hasta la Cruz   de  Yerbateros y eso era ya distinto. Pero el galope proseguía igual,    reventando la cincha de la bestia, clavadas de fijo las roncadoras  en  la   panza del bruto: 
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— ¡Qué modo de reventar bestias!.. ¿Y ahora? 
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— Cuatro hondas, taita... 
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—¡Ah,    barajo y paso! ¡Que venga, sí que venga! ¡Que sepa ese canalla quién   es  don Ramón Santisteban! ¡Lo adelantaba, por diosito que lo    adelantaba! 
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— ¿Y ahora?
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— Tres, no más, tres... 
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El    galope se adelgazó un poco. Seguro era un respiro para el caballo.   Pero  el paso llano apresurado no interrumpía su son igual. Ya no    galopaba,  pero siempre le iba a alcanzar.
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— Pica un poco. 
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— Mejor corremos, patrón, mejor... 
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Las    dos bestias torcieron los hocicos con las riendas tensas. Ahora,  alta    ya la mañana, la figura del jinete se hacía nítida. Venía en el  Cura,    con su clásico poncho amarillo y rojo. El jipijapa tenía alta  la  falda,   delantera por el viento que empujaba para el norte,   descubriendo el   rostro duro y burlón de don Santitos. El potro   levantaba las arenas con   el rotundo paso farolero. Venía con la cabeza  alta, sacudiendo las   crines, cubriendo el pecho de su amo que se   inclinaba sobre la cruz   evitando el aire. 
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— ¿Y ahora? 
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— Cerquita, no más... 
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Don    Ramón no titubeó: bajo el poncho desenfundó la pistola y la tiró a  la    arena. Santos Rivas no atacaba a un hombre desarmado. Pero el  mozo,  al   pasar, advirtió el pavón de la Colt reluciendo de negro  sobre la  arena   de oro. Sin desmontar, apoyado en el estribo, recogió  del suelo  el arma  y  de un golpe se puso a la vera del hacendado: 
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— Mira, pues, don Ramón, se le cayó el canario. 
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Y con la diestra desnuda, fiera diestra de bandido, alcanzó al señorón el arma inútil. 
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Y con el inmenso desprecio de los guapos, volvió grupas y arrumbó al norte. 
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Se    fue solo, solito, como los trejos, sin volver la cara como cuando   pasa   una mujer bagre, sin temer un tiro atrasado, ondeando el poncho   como  una  bandera de valentía; no había de castigar en un cobarde la    insolencia.  Regresó aflojando el paso del Cura, que meneaba la cabeza   jugando con  las riendas. Allá volvió, hacia el valle de sus hazañas,  en   donde le  esperaba el mismo zandunguero de su china, el respeto de  los   guapos, la  admiración del mujerío. Se fue así, alto y rotundo,    sonriendo bajo el  rebozo del poncho terciado sobre los hombros fuertes:    
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— Jijuna...
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. Luis Pardo - Foto: Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
PRÓLOGO DE JIJUNA
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Por José Diez Canseco
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Lima, 06 OCT 1904 / Lima 4 MAR 1945
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....    Yo estaba, en 1931, aislado en la legación del Brasil, gentilísimo    hospedaje de Vasco Laitao de Cunha, y conmigo estaba José Leguía  Swayne,    hijo del ex presidente del “nefasto” oncenio, ambos  perseguidos por  la   zoocracia sanchezcerrista. Pepe Leguía me relató  el episodio de la   vida  de Luis Pardo, el famoso bandido norteño ,  relato absolutamente    histórico; mas no queriendo yo dar el nombre del bandido, homónimo de  un   distinguido político civilista, porque temía la suspicacia de la  gente   que habría visto una injustificada  agresión de mi parte, inventé  a   Santos Rivas y con este nombre y con  ese episodio escribí mi  “Jijuna”.
Mis amigos, mis compañeros de letras, todos me hablaron unánimemente mal de ese cuento. Lo menos que me dijeron fue que yo había plagiado escandalosamente a Ventura García Calderón, por quien mi admiración ha sido y es superlativa, que el cuento parecía un “parte policial”, que era un mal argumento de cinema y no recuerdo cuántas cosas más.
Yo, desconfiando de mi capacidad de escritor, fui un día a almorzar a casa de Alberto Ostria Gutiérrez, ministro de Bolivia en el Perú y fraternal amigo, cuyo juicio literario, por ser él el gran escritor que es, tuve siempre en gran estima, y leí ante él y ante Jorge O´Connor d´Arlach mi “Jijuna”. Ambos se entusiasmaron y tan sincero vi el entusiasmo que, a pesar de lo que me decían los otros, lo publiqué. Nadie por su puesto, se dio cuenta de que yo había publicado aquella estampa.
Alentar… Desde entonces y hasta este momento, en que la suerte y mi esfuerzo me han dado una situación preponderante en la literatura y en el periodismo de mi país, no he hecho otra cosa que alentar a quienes comienzan porque conozco el dolor que es escribir.
- Eso no sirve… Haga otra cosa…
Aquello que no servía, que era un plagio, un “parte policial” y un cursi argumento de cinema, me llevaba después a algo extraordinario entre los escritores peruanos: ninguno que yo sepa ha ganado un concurso entre trece mil aspirantes y tres mil escritores seleccionados, honor que sí me enorgullece no contribuye en nada a mi vanidad que, por otra parte, creo no tener.
Pues bien: Felipe Cossío me pidió aquel cuento para ilustrarlo, lo que no llegó a hacer nunca porque tuvo que viajar rápidamente a Buenos Aires, llevándose el original de mi cuento. Le dije entonces que viera el modo de colocarlo en una revista para conseguirme una colaboración. Cossío del Pomar, -un pintor que según los pintores debe escribir y un escritor que según los escritores debe pintar-, vio el concurso en “La Prensa” y envió los originales de “Jijuna”. Naturalmente, yo no sabía nada.
Pasaron los días, ignorando yo la suerte del cuento, y una mañana recibí en mi correo una carta del pintor viajero, quien me felicitaba por el triunfo y me pedía que bebiese un “cocktail” a su salud. Me bebí varios porque jamás necesite pretexto para ello, pero me dije:
- ¡Claro! Este no tiene costumbre de frecuentar el dry martini y esta carta es la consecuencia de esa abstención…
Mas subiendo una tarde de la Plaza de la Concordia hacia la Magdalena, en Paris, pasé delante de la oficina de “La Prensa”, en la rue Royale. Allí, en la última vitrina, mi cuento y mi nombre y mi retrato y… ¡la alegría más grande que yo había tenido! No, estoy seguro: no fue vanidad. Fue una emoción distinta, algo así como la ternura y una profunda gratitud a la “Prensa”, a Cossío, a Buenos Aires y hasta al presidente de la república, cuyo nombre naturalmente he olvidado. Desaladamente eché a correr por el boulevard de la Madeleine pero… no tenía a quien contar este triunfo. No recuerdo bien, pero creo que fue en la terraza del Viel en donde se me humedecieron los ojos tontamente y pedí un Whisky triple, allá estaba, con mi gloria pequeñita, mi alegría inmensa y solo, y a una “poule” que en una mesa cercana a la mía, contemplaba cómo bebía el whisky, la llamé para invitarla y contarla:
- ¿Vous savez? Je viens de gagner le concours literaire de “La Prensa”, a Buenos Aires… ¿Quelle chance, n`est-ce pas?...
Ella sonrió y volvióse a su amiga:
- ¡Le blagueur!...
Trascripción literal por: Armando Alvarado Balarezo (Nalo )
Mis amigos, mis compañeros de letras, todos me hablaron unánimemente mal de ese cuento. Lo menos que me dijeron fue que yo había plagiado escandalosamente a Ventura García Calderón, por quien mi admiración ha sido y es superlativa, que el cuento parecía un “parte policial”, que era un mal argumento de cinema y no recuerdo cuántas cosas más.
Yo, desconfiando de mi capacidad de escritor, fui un día a almorzar a casa de Alberto Ostria Gutiérrez, ministro de Bolivia en el Perú y fraternal amigo, cuyo juicio literario, por ser él el gran escritor que es, tuve siempre en gran estima, y leí ante él y ante Jorge O´Connor d´Arlach mi “Jijuna”. Ambos se entusiasmaron y tan sincero vi el entusiasmo que, a pesar de lo que me decían los otros, lo publiqué. Nadie por su puesto, se dio cuenta de que yo había publicado aquella estampa.
Alentar… Desde entonces y hasta este momento, en que la suerte y mi esfuerzo me han dado una situación preponderante en la literatura y en el periodismo de mi país, no he hecho otra cosa que alentar a quienes comienzan porque conozco el dolor que es escribir.
- Eso no sirve… Haga otra cosa…
Aquello que no servía, que era un plagio, un “parte policial” y un cursi argumento de cinema, me llevaba después a algo extraordinario entre los escritores peruanos: ninguno que yo sepa ha ganado un concurso entre trece mil aspirantes y tres mil escritores seleccionados, honor que sí me enorgullece no contribuye en nada a mi vanidad que, por otra parte, creo no tener.
Pues bien: Felipe Cossío me pidió aquel cuento para ilustrarlo, lo que no llegó a hacer nunca porque tuvo que viajar rápidamente a Buenos Aires, llevándose el original de mi cuento. Le dije entonces que viera el modo de colocarlo en una revista para conseguirme una colaboración. Cossío del Pomar, -un pintor que según los pintores debe escribir y un escritor que según los escritores debe pintar-, vio el concurso en “La Prensa” y envió los originales de “Jijuna”. Naturalmente, yo no sabía nada.
Pasaron los días, ignorando yo la suerte del cuento, y una mañana recibí en mi correo una carta del pintor viajero, quien me felicitaba por el triunfo y me pedía que bebiese un “cocktail” a su salud. Me bebí varios porque jamás necesite pretexto para ello, pero me dije:
- ¡Claro! Este no tiene costumbre de frecuentar el dry martini y esta carta es la consecuencia de esa abstención…
Mas subiendo una tarde de la Plaza de la Concordia hacia la Magdalena, en Paris, pasé delante de la oficina de “La Prensa”, en la rue Royale. Allí, en la última vitrina, mi cuento y mi nombre y mi retrato y… ¡la alegría más grande que yo había tenido! No, estoy seguro: no fue vanidad. Fue una emoción distinta, algo así como la ternura y una profunda gratitud a la “Prensa”, a Cossío, a Buenos Aires y hasta al presidente de la república, cuyo nombre naturalmente he olvidado. Desaladamente eché a correr por el boulevard de la Madeleine pero… no tenía a quien contar este triunfo. No recuerdo bien, pero creo que fue en la terraza del Viel en donde se me humedecieron los ojos tontamente y pedí un Whisky triple, allá estaba, con mi gloria pequeñita, mi alegría inmensa y solo, y a una “poule” que en una mesa cercana a la mía, contemplaba cómo bebía el whisky, la llamé para invitarla y contarla:
- ¿Vous savez? Je viens de gagner le concours literaire de “La Prensa”, a Buenos Aires… ¿Quelle chance, n`est-ce pas?...
Ella sonrió y volvióse a su amiga:
- ¡Le blagueur!...
Trascripción literal por: Armando Alvarado Balarezo (Nalo )




