Chiquián - Foto: Alex Milla Curi
BLANCO, SHAPUCO Y AZULEJO
Por: Javier Cerrate Núñez (Puncupa Surin)
Desde Argentina, por Año Nuevo
La bajada hacia la casa fue con algo de cansancio, pero mucha alegría, había llegado a tiempo para hacer lo planificado, salir de Cielito temprano fue la clave, ahora hablar con Erasmo para que le juntara la leña, sería lo inmediato por hacer, luego ver donde estaban los susodichos, pero eso todavía podía esperar; desensillar rápidamente la mula y buscar los útiles para la “trucheada” era lo principal en ese momento, pues la tarde corría rápidamente, revisó los trebejos de pesca, estaba todo en orden. Se dirigió hacía Quero a buscar a Erasmo.
–Hola Erasmo, buenas tardes, te estoy buscando porque tengo que llevar leña mañana a Cielito.
– ¿Cuántas cargas llevarás?
–Solamente tres, pero ….. ¿Cómo para mis burros?.
–No te preocupes esta mañana, terminé de cortar los alisos que había tumbado en “Hatun Monte”, están bien secos y no pesarán mucho.
Se dirigió hacia la placita del pueblo, en una de sus entradas se cruzó con una bella chica, no la había visto nunca, además no parecía ser de allí, ¿Quién sería? Con esa idea revoloteando en su cabeza, bajó hacía el río. Ya lo esperaban, estaba sentado sobre la gran piedra, que como altar de sacrificio presidía el centro del patio, lo había visto llegar desde la otra banda, Lagus su amigo de siempre; los momentos agradables en estos bellos parajes, la mayoría, habían sido en su compañía, desde niños compartiendo los juego propios de su edad y luego los días de pesca, los dos tenían gran predilección por los anzuelos.
–Hola Lagus, antes que me olvide ¿Quién es esa chica, alta y muy linda que vi en la plazuela, hace un rato?
–Será la Lola, la hija de “Chihuico” hace dos día llegó de Lima. De seguro que te gusta, por eso me preguntarás…. –Esto último lo dijo con la picardía típica de los andinos, acompañado de un pequeño gesto de satisfacción, por estarle tomando el pelo.
Juvenal no dijo nada, pero no le gusto que Lagus le remarcara el “….me preguntarás”. Ese cholito le estaba agarrando ya el brazo, lo tendría que poner en su sitio. Apresuró el paso, el sol se estaba ocultando, las truchas lo estaban esperando.
La noche caía con la rapidez propia de esos sitios, regresaban llevando una gran sarta de truchas, la pesca había sido fructífera para ser época de sequía, lo suyo era un gran éxito pues, casi ni lo contaba a Lagus, solo le había servido de “capachero”.
Se despertó sobresaltado a eso de las cuatro de la madrugada, su preocupación no eran los burros sino el de quedarse dormido, esa noche los había encerrado en el potrero de Cajón, a la vera del río. Se levantó, la luna plena estaba alta, lo que proyectaba grandes sombras en el patio de la casa, el gran montículo que conformaban los tres fardos de leña, asemejaban en el claroscuro del alero un monstruo antediluviano, cosa que al principio le había alterado el pulso, eso que a sus catorce años se creía un hombre hecho y derecho, sin un lugar para esos miedos. Pero bueno, todavía podía tomarse esas libertades estando solo.
Se dirigió raudamente por atrás de la casa, hacía el sendero que conducía a Cajón, se llegaba allí faldeando el cerro, por lo que se hacía muy rápido y sin cansancio, al llegar a la gran pirca que amurallaba el alfalfar, se subió sobre ella para divisar a los burros, grande fue su sorpresa al encontrar el potrero vacio, no lo podía creer, se habían evaporado como por arte de magia, pues otra explicación no había, el potrero de Cajón era un cuadrado cercado por tres muros perimetrales y el alto talud inferior que daba al río. ¿Se habrían desbarrancado por el talud, para ganar la libertad? Era posible pero improbable, el agua les fastidiaba sobremanera, cruzar el río de noche, lo hacía un escape por ese lado imposible, eran burros pero no tontos, ya los tenía muy bien catalogados.
Me dirigí a la puerta del potrero, revisé su estado para ver si alguien había movido la gran mata de “Caruacasha” de grandes espinas que lo cerraba, pero no, todo estaba en orden, ¿Qué había sucedido con ellos? Ya las primeras luces del amanecer llegaban, con lo que crecía mi furia e inquietud, había planificado todo para llegar muy temprano a Cielito, ahora ya no sabía a qué hora llegaría, los tendría que buscar por sus rastros, cosa que no pude hacer al principio por la oscuridad, la luna era buena pero no para los pequeños detalles.
– ¿Qué pensará Juvenal? Seguro que estará cada vez más malhumorado buscándonos, pero nosotros seguíamos quietitos, sin mover ni un pelo esperando que amaneciera, llevar la pesada carga a la luz del día sería distinto, de noche nos estaríamos tropezando a cada rato, encima nos estaría maltratando con su látigo mezclado con ajos y cebollas, solo nos restaba esperar su represalia cuando nos encontrara y molesto todavía, nos pusiera la carga.
Se dirigió hacía el talud, buscando pisadas, cosa que encontró al poco rato de buscarlas, un pequeño sendero bajaba al río, por detrás de unas macolladas “hierba santas”, por allí habían bajado, pero ¿Dónde estaban?
A la vera del río, una de las grandes piedras asomó sus orejas, otra se levantó y procedió a miccionar, parándose sobre sus cuatro patas y desplegando su estandarte, solo en ese momento Juvenal descubrió que a la orilla del río no solo habían piedras, sus tres burros lo habían burlado y ya entrada la mañana se hacían notar, con esas cuasisonrisas en sus caras omnipresentes, esas que tienen todos los asnos, entre inocente y socarrona, lo miraban sin mirarlo, casi como al descuido, con sus grandes ojos perdidos entre sus espesas pestañas semicerradas, sabían de su reacción violenta y la esperaban, personalizándolos diría, que a Azulejo no le importaba lo que pensara o hiciera Juvenal, era consciente de que su vida tenía límites muy precisos, que por supuesto habían sobrepasado esa noche, a Shapuco lo que lo incomodaba, era no saber donde le caería el primer golpe, mientras que a Blanco lo que le importaba sobremanera, era no perder su compostura, pasara lo que pasara, estrategia que le había redituado siempre ganancias, como mínimo apaciguaba a la persona que lo cuestionara en ese momento.
Juvenal se dio cuenta de que no obtendría nada con malgastar sus fuerzas, aplicando su dura ley sobre esos jumentos, pues si aprendieran algo bien gastadas estarían, pero nunca dieron viso de que esto fuera así, supongo que también era, porque se ceñían a sus estrategias de borricos, bien planeadas y ejecutadas al fin y al cabo.
Ya avanzada la mañana, terminó de cargar la leña sobre los burros, como acostumbraba Azulejo, tomó la delantera por el angosto sendero, imponiéndose solo con la mirada a los demás, luego Blanco y al último temiendo siempre por su integridad Shapuco, a paso firme empezaron a subir la pendiente del cerro, pasaron raudamente por las “Hierbas Santas” cercanas al estanque, bebieron del manantial que lo alimentaba, sabiendo que hasta Timpoc no habría más agua, sobre todo de esa que le gusta a los burros, es decir limpia y cristalina, en ese sentido son muy estrictos, solo beben agua de óptima calidad y esto no solo lo digo yo sino también los que supuestamente saben. Azulejo tenía una cara totalmente impropia a su esencia, cuando lo mirabas por vez primera, te causaba la impresión de ver la acémila de un santo, de quien había respirado posiblemente sus efluvios, craso error, al poco tiempo dabas cuenta de que te habías equivocado, su comportamiento era avieso, sus modos calculados, pero solo si le prestabas la atención adecuada, sacabas estas ciertas conclusiones, sino comulgando con el resto, creías que era el único que te garantizaba con su integridad, por ejemplo el traslado de tus hijos, tan es así que sólo a él se le animaban a subir sobre su lomo, de a tres chicos a la vez, pero si eras consciente de su ego, lo tenías que controlar en base al terror, es decir demostrándole constantemente que eras más ingenioso o bruto que él y que no te amilanarías ni rezagarías en nada de lo que pudiera hacer, con eso lo convertías en un asno santificado, concretamente, lo sincronizabas con su cara.
Subíamos cansadamente luego de pasar Timpoc, siempre adelante Azulejo, de pronto en un recodo del camino apareció un arriero, con una recua de burros que bajaban sin carga, serían cuatro o cinco, yo arriba de la mula controlaba su paso, enviando mensajes guturales y gestuales a mis tres burros, para que el sobrepaso fuera sin problemas, estábamos en eso cuando distingo a Azulejo en actitud amatoria, demostrándome que su carga que yo suponía pesada, era para él una mosca en su lomo, ya que ágilmente se había subido sobre su ocasional partenaire y la estaba amando a pleno, para ser sincero me quedé de una pieza, pues la susodicha se le ofreció íntegramente, como si se conocieran y hubieran pactado ese fundamental momento, desde mucho antes, para finalizar les comentaré que Azulejo era al igual que sus otros compañeros, totalmente infértil por decisión de su dueño, mi padre. Con esto aprendí, sin saber en ese entonces que lo hacía, que las personas como los burros, algunas veces perdemos los atributos pero no las mañas.