CHIQUIÁN:  
VIAJANDO AL PASADO
por Javier Cerrate Núñez (Púncupa Surín)
por Javier Cerrate Núñez (Púncupa Surín)
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Estoy
  tratando de encontrar las palabras justas para volcar mis emociones 
al  papel, evocar el pasado algunas veces es un trabajo alegre, otras no
  tanto, pareciera que la memoria tiene salidas muy bien montadas para  
desechar lo no creíble, otras para resaltarlas y hacerlas más dolorosas 
 aún, como si nos dijera: nunca te olvides de esto, lo que les voy a  
contar, creo que pertenece a lo último.
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Eran
  las épocas de los buenos alfalfares, esos solo de ensueño hoy, de  
veinte años o más de uso, cuando los “cortes” se hacían más o menos cada
  cuatro meses y la altura de los tallos maduros, casi tapaba a las  
reses, meterse entre esas hermosas plantas en época de lluvias  
significaba salir totalmente bañado de entre ellas. Como todo niño  
apegado a los animales, con los cuales convivía a diario, tenía mis  
debilidades por alguno de ellos, esa convivencia nos daba la posibilidad
  de identificarnos, los animalitos también tenían sus preferencias, y  
cuando tenían su oportunidad, nos hacían saber de eso, algunas veces de 
 manera contundente, en ese entonces, los sesentas, criábamos algunos  
burros y caballos, que nos ayudaban en el traslado de todas las cosas  
que hacen al manejo del campo, pero lo que realmente nos creaban muchas 
 obligaciones era la crianza de nuestras vacas, había que estar con 
todas  las necesidades que exigían, los trescientos sesentaicinco días 
del  año, la necesidad de buenos pastos, sus enfermedades, el manejo de 
la  producción de leche, el nacimiento de los becerros, etc. Algunas 
veces  sucedían acontecimientos con ellos, en los momentos menos 
propicios,  pero era parte de la aventura, recuerdo aún cuando mi abuela
 durante la  cena, con la “petromax” que nos iluminaba, fruncía el ceño 
mientras  miraba el revoloteo de alguna mariposita nocturna, que al 
influjo de la  luz se acercaba, “Seguro que esta noche pare «la mocha»”,
 para nosotros  era palabra santa, casi ni dormíamos pensando en ese 
acontecimiento,  efectivamente, al día siguiente al llegar a la chacra, 
estaba el recién  nacido, que lindo nos parecía, nuestro trabajo por 
buscarle nombre,  tenía un final abrupto, por mucho que nos 
esforzáramos, casi nunca era  del agrado de mi hermana mayor, el nombre 
que le habíamos encontrado,  entonces ella, que nos había escuchado 
hablar de eso, durante todo el  día, daba su opinión, es decir ponía el 
nombre y era asunto concluido,  pero esa vez no fue así, me emperrechiné
 en que se llamaría “campeón” ya  que era un becerrito macho, casi no me
 hablé con ella en varios días,  ella cortó por lo más sano, cosa que 
hice después yo, le puso el nombre  que quería, entonces el becerrito 
tuvo por un tiempo dos nombres, el  haberle encontrado un nombre, fue 
para mi un detonante, desde ese  momento pasó a ser mi protegido, cuando
 de mi dependía, tenía el doble  de ración de leche, los pastos más 
jugosos y rozagantes eran buscados  por mi de manera exclusiva, tanto 
fue mi afán, que hasta mi hermana optó  por llamarlo “campeón”, a 
regañadientes al principio, pero luego con  entusiasmo, ya que el 
animalito, seguramente estimulado por el trato que  se le dispensaba, 
devolvía, amor con amor, era un “dulce”, siempre a la  espera de las 
muestras de cariño, que le pudieran prodigar, rascarle el  testuz era 
uno de ellos, con la ingenua esperanza de que se volviera  “bravo”, y 
como complemento las ventajas que obtenía por mi intermedio,  si había 
una “pelea”, él tenía mi ayuda, si alguno de los becerros más  grandes 
trataba de hacer valer su fuerza con él, estando cerca yo, eso  no 
sucedía, lo que lo envalentonaba y lo hacía más confiado de sus  
fuerzas.
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Así
  iba creciendo “campeón”, bajo mi mirada siempre expectante, cuando  
estaba cerca, siguió pasando el tiempo, ya se estaba convirtiendo en un 
 hermoso torete, su figura resaltaba nítidamente, contrastaba con la de 
 los demás becerros, su buen aspecto tenía que ver no solo con su mejor 
 ración, sino también con la figura de su madre, que era además muy 
buena  lechera; ni bien me podía visualizar, cuando yo llegaba a la 
chacra, ya  estaba corriendo a mi alcance, algunas veces haciéndose el  
desentendido, como sabiendo de mi cariño tan especial por él, otras como
  pidiéndome explicaciones por mi retrazo, en fin nuestra relación cada 
 día que pasaba se hacía más fuerte.
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El
  tiempo siguió transcurriendo, para mí que todavía era un niño, muy  
lentamente, llegó la época de lluvias y de buenos pastos en los cerros, 
 que habían estado secos y grises, ahora verdes y lujuriosos, una mañana
  temprano, habló la abuela:
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-
  Hijito, el pasto debe estar muy bueno en Pueblo Viejo, tenemos que  
llevar las vacas, prepárate, mañana a la madrugada, tienen que salir.
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Ese
  día nos dedicamos a llevar las vacas a la ciudad, las juntamos en  
nuestro corral, para poder salir muy temprano, ya que Pueblo Viejo  
estaba a quince kilómetros de allí, el camino era largo para llevar el  
arreo, pero además muy sinuoso, pasando por senderitos que se perdían en
  los precipicios, para nosotros, los “arrieros” no era nada nuevo, ya 
lo  habíamos hecho en muchas oportunidades, para alguien no avisado,  
parecería una “herejía”, teníamos al rededor de los diez años, pero el  
conocimiento suficiente para llevarlo a cabo sin contratiempos.
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Muy
  de madrugada, nos levantamos, los animales estaban impacientes, sus  
mugidos y pequeñas rencillas nos lo decían, comenzó el arreo, los  
animales se encolumnaron por orden de jerarquía, el toro padre al  
frente, las vacas de mayor edad con sus becerros luego, seguían los  
toretes y las vacas “secas” que les disputaban el lugar de malas  
maneras, atrás nosotros llevando el control del arreo, evitando que se  
metieran en chacras ajenas o sementeras a la vera del camino, uno que  
otro grito, seguido de una certera pedrada, eran suficientes, a eso del 
 mediodía llegábamos a la mitad del recorrido, donde encontrábamos agua 
 de manantial, que nos saciaba la sed y de que manera, entonces hacíamos
  un pequeño alto, nuestros “fiambres” envueltos en pequeños manteles,  
aparecían, la “cancha” ¡¡que dulce y aromática!! Pequeños trozos de  
queso para acompañarla, con eso tocábamos el cielo. Los animales  
mientras tanto habían seguido el camino y se habían desperdigado en el  
cerro, para ese entonces ya el camino no tenía cercos que lo limitaran, 
 solo los senderos que los surcaban, los juntábamos con premura, ya la  
tarde se dejaba caer sobre nosotros rápidamente, todavía no habíamos  
pasado la parte más peligrosa, esa donde el caminito que bajaba, hacía  
una pequeña curva, como esquivando el precipicio, que se perdía a casi  
cien metros a plomo, era allí donde teníamos que tomar las mayores  
precauciones, evitar que los animales se amontonaran, o que tuvieran  
rencillas, entre ellos, llegamos pues allí, todavía el sol se dejaba  
ver, todo se estaba desarrollando con normalidad, “campeón” se  
encontraba cerca de mí mordisqueando algunos tiernos brotes, mientras yo
  controlaba ese temible paso, el toro padre se había retrasado debido a
  su peso y gordura, pasó a mi lado cansado y de mal humor, se encaminó a
  la curva, casi bloqueando por completo el sendero con su gran vientre,
  en ese momento “campeón” no sé por qué, tomo la decisión de cruzar ese
  paso, al lado de la notable mole del toro, fue un instante, el toro  
padre giro su gran cerviz, con un pequeño golpe encontró el cuerpo de  
“campeón” y lo envió al fondo del abismo, para mi fue como si una nube  
roja hubiera bloqueado mi vista, tarde unos instantes en reaccionar,  
pero ya era muy tarde, las lágrimas aparecieron como una catarata en mis
  ojos, luego pensé que un sino trágico me perseguía, “Siempre, pierdo 
lo  que más amo”.
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No
  creo que terminar mi relato con un sabor agrio sea lo más correcto,  
pero les prometo que lo próximo que les relate será con otro final, les 
 contaré sobre mis anécdotas con nuestros tres burros, que no sé por 
qué,  nos empecinamos en llamarlos despectivamente, y cuando encontramos
 a  alguien limitado en sus actos, los estigmatizamos con el grito de  
¡burro!.
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Les demostraré que eso no es cierto, los burros tienen muy poco de eso, de burros.
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Fuente:
Página electrónica del CLUB CHIQUIÁN
Página electrónica del CLUB CHIQUIÁN
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