UNA NOCHE EXTREMA
EN LA IGLESIA DE CHIQUIÁN
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Por Agustín Zúñiga Gamarra
En los pequeños pueblos del interior de nuestro Perú, las iglesias son ambientes henchidos de historias. Entre las más usuales está aquella que dice que fueron cementerios, pero sólo para personalidades destacadas de la localidad, y también para algunos párrocos, por eso sus almas dejaban sus ataúdes por las noches, para penar por las calles del pueblo, de ahí que muchos pobladores aseguran haber visto ingresar a la iglesia fantasmas con hábitos que les cubría hasta la cabeza, y se desplazaban con mucha rapidez casi como si no pisaran el suelo, prácticamente levitaban dejando en su recorrido olor a azufre. También se dice que en ellas enterraban a niños abortados por religiosas, o por jóvenes embarazadas por los párrocos. Sus pequeños espíritus se manifestaban en llantos tenebrosos, con gritos desgarradores, clamando ayuda, esos lamentos se oían saliendo desde dentro de la iglesia, por eso nuestras madres nos aconsejaban no caminar en la noche por la vereda de la iglesia, sino alejarse.
Esas
tétricas historias encajaban en las inmensas construcciones de
las iglesias, que eran de paredes anchísimas, techos elevados, sin ventanas, con
poco acceso de luz y aire. Un entorno favorable para que en las noches
salieran a merodear a sus víctimas en vuelos rasantes y calculados los
murciélagos. En sus paredes generalmente estaban los santos, para todas
las ocasiones, los estelares tenían grutas especiales, vitrinas con
candado, tal es el caso del Santo Sepulcro o de la Virgen María
Dolorosa, estas imágenes tenían muchas joyas, regalos de fieles
agradecidos por algún hecho milagroso.
No
dejaban de haber confesionarios uno a cada lado de la iglesia, el aroma
era a flores de procesiones y velorios. Ese era el ambiente de la
iglesia de mi pueblo de Chiquián, una antigua construcción tal vez de
inicios del siglo pasado, se mantenía erguida a pesar de los sismos.
Cuando asistía a las misas veía como era su distribución, para qué
servía cada cosa, al fondo casi pegado a la pared estaba el altar, donde
el párroco hacía la misa dándole la espalda al público, ahí en cada
lado estaban las imágenes de los patronos de Chiquián: Santa Rosa de
Lima, y San Francisco de Asís, al centro la Eucaristía, y sobre ellos se
mostraban adornos de yeso en color dorado de ángeles, que subían al
cielo.
Cerca
del altar, y a los costados habían 2 puertas de tamaño intermedio que
daban a habitaciones de diferentes usos, el de la derecha entrando por
la puerta principal, se utilizaba como sacristía, allí estaban las ropas
del padre que se vestía según la ocasión, estolas, guantes, también
estaban las que usaban los acólitos, blanco y negro o rojo para los
menores, también habían utensilios, para acompañar la misa: el cáliz,
agua, vino, campanillas, incienciarios, báculo, biblias, misales y
otros. Este cuarto tenía internamente otra puerta, más grande que daba
hacia un patio, que no se usaba para nada, podría haber sido jardín,
pero estaba casi abandonado, sus paredes inmensas solo servían de
tragaluz, y en el mes de mayo estaba copado de cebadilla y trébol.
Usualmente paraba cerrada con un candado y una piedra inmensa en la
parte baja, como un seguro adicional.
Simétricamente
en el lado izquierdo, también había otra habitación similar, incluso en
tamaño, pero se usaba para guardar las estatuas de santos, y apóstoles
que se sacaban en la Última Cena, entre ellas las de dos mujeres que
tenían los brazos extendidos sujetando un plato, simbolizaban la
atención en la mesa.
En
la amplia nave estaban las bancas que se distribuían en dos columnas,
dejando por el centro un espacio para el tránsito en caso de fiesta,
suficientemente amplia para cuando las autoridades ingresaran. Entre el
altar y la puerta de entrada había unos 70 metros. En la pared del lado
derecho, destacaba un pequeño altar hecho para el Santo Sepulcro, que
siempre permanecía iluminado, y era Jesucristo echado, era inmenso y
solo dejaba este reposo en la Semana Santa, cuando el Viernes Santo lo
subían a la cruz y luego en la procesión de la madrugada del viernes.
La puerta de la entrada de la iglesia, era inmensa de unos 4 a 5 metros
de alto, por unos 3 de ancho, lo necesario como para que saliera e
ingresara con comodidad las inmensas andas de las procesiones.
Encima
de la puerta de entrada se erguía la torre donde se ubicaban las
campanas, el campanario, de 3 niveles de torres, tenía 3 a 4 tipos de
campanas, la grande y más grave, y otros pequeñas más agudas. Para
llegar a este campanario, se usaba una escalera que no era de pisos
fijos, sino una común sencilla que se sujetaba al muro del segundo piso,
con una soga, los usaban solo los especialistas, o el sacristán.
El
templo no solía estar abierto por las noches, salvo durante los rezos
que terminaban generalmente a las 7 de la noche, y se extendía a más
cuando se estaba en los tiempos de cuaresma. La administración del
templo corría a cuenta del sacristán, quien llegaba antes que todos y
también era el último en salir, luego de cerciorarse que todo estaba
cerrado.
En
mis años de infancia el sacristan era don Julio, y vivía a la salida del
pueblo, cerca de la hacienda de don Raúl Espejo en el bello paraje de
Husgor, andaba siempre solo, callado, y rápido, sus llanques parecían
patines en el hielo.
Esa
añeja iglesia derrochaba alegría y elegancia en las fiestas de
agosto, y también extrema tristeza y recogimiento en la Semana Santa.
Los niños íbamos a las actividades religiosas acompañados de nuestras
madres. A los 10 a 12 años de edad hacíamos actividades de
preparación para la Primera Comunión. El pueblo era muy
creyente, y a los santos los consideraban muy milagrosos,
particularmente a los patronos, Santa Rosa y San Francisco. Los niños,
naturalmente, seguíamos ese mismo comportamiento, copiamos todas las
costumbres que veíamos.
Así,
cuando tenía unos 7 años, corría el mes de mayo de 1962, casi las 5 pm,
hora en que leía mis favoritos cuentos del tesoro de la juventud,
las fabulas de Esopo, o construía cosas siguiendo la sección de juegos y
pasatiempos. Habrían transcurrido casi una hora, la oscuridad ya se
había iniciado, mi madre había estado en cama todo el día, se encontraba
mal. Cuando alguien se enfermaba venía Miguelina, a
apoyar en la casa todo lo que significaba la cocina y la atención dell
enfermo, era muy estricta y de tez muy blanca, le teníamos mucho miedo.
Mientras realizaba mis actividades noté que ingresaban más personas
desconocidas al dormitorio de mamá, traían inmensos pañolones, con
sombreros
blancos y cinta negra, solo dejaban ver sus ojos misteriosos.
Había
notado que Miqui, entraba y salía del dormitorio con más frecuencia, me
percaté que sus ojos pardos estaban rojos y cargados de lágrimas,
concluí que algo andaba mal, o peor de lo que estaba, así que
aprovechando las ocupaciones de Miqui, quien me había advertido que no
ingrese, me escabullí y entré al dormitorio, allí dentro, mis ojos
vieron lo inimaginado y doloroso para un niño, vi a mi madre casi
desfalleciente en los brazos de una señora, la curandera, que le pasaba
paños humedecidos en un recipiente, por la frente y el estómago, observé
claramente que sus esfuerzos parecían infructuosos, miré el rostro de
las otras tres señoras que la acompañaban, y en todas percibí que decían
que todo estaba perdido.
Así
que, sin esperar más tiempo, decidí ir a la iglesia para pedirle a Santa
Rosita un milagro, curar a mi madre. Subido sobre una silla alcancé a
coger una vela del estante del comedor, corrí hacia la cocina y tomé los
fósforos, y con todo eso en el bolsillo, salí desesperado hacia la calle
Comercio, rumbo a la iglesia, temía que estuviera cerrada. Así que me
dio mucha alegría y alivio cuando vi que estaba abierta, sin perder
tiempo y ni percatarme si había gente o no, avancé directo hacia la
imagen de Santa Rosita, allá en el otro extremo en la parte alta del
altar, había iluminación eléctrica en toda la iglesia, tenue pero se
veía lo necesario.
Cuando
estuve a punto de prender la vela, todo se oscureció, del susto solté
la vela y el fósforo, y en seguida se oyó fuerte que la puerta se
cerraba, lancé un grito de desesperación mientras me levantaba del piso
donde había caído al saltar sin ver nada, “Estoy aquí, no cierre, estoy
aquí, no cierre”, pero mi voz estaba débil, mis lágrimas que no habían
parado desde que salí de mi casa, no me dejaron pronunciar con
claridad, corrí por el pasadizo central, lo más rápido que pude,
chocándome con las bancas, y llorando y balbuceando, alcancé la puerta,
la inmensa puerta era un muro impenetrable.
Atisbé
por las ranuras, afuera sólo divisaba parte de la plaza de armas, las
personas que pasaban de rato en rato, lo hacían lo más lejos de la
iglesia, casi por el centro de la plaza, imposible que pudieran escuchar
mi gritos y menos los puñetazos que con mi corta edad golpeaba la dura
puerta. Caí de rodillas, sentí que mis posibilidades de salir se
esfumaban, luego me senté y lloré todo lo que pude, de pronto recordé la
razón de mi venida, y reponiéndome, exclamé, “Santa Rosita estoy
aquí por mi madre, sánala, eso es todo lo que te pido”, repetí una y
otra vez, con todas mis fuerzas, muchas veces. No sé cuánto tiempo
habría transcurrido, hasta que retomé fuerzas en lugar de abandonarme,
reparé los lugares por donde podría salir, mis ojos comenzaron a ver los
contornos de los objetos, de modo que podía caminar sin problemas.
Así
que pensé: debe estar abierta la sacristía, y si es así por ahí podría
salir a la calle o al menos mirar el cielo, no había otra posibilidad,
era el único acceso hacia la luz y el aire. Caminé rápido, abrí sin
esfuerzo la puerta de la sacristía, luego me aproximé a la puerta
interna que daba a un corral, moví como pude la piedra grande, pero
cuando jalé la puerta esta tenía un candado inmenso, asegurado.
Frustrado y con el llanto casi oscurecedor, recordé la habitación
simétrica, tal vez su puerta estaría abierta, pero cuando ingresé y
avancé hacia la pared del frente, donde quedaría la puerta interna,
sorteando las estatuas de los apóstoles, sentí que alguien me brindaba
su brazo tocándome la cabeza, volteé con alegría, pensado que sería el
padre, pero fue la sirvienta de la Ultima Cena, que tenía el brazo
de yeso extendido. No pude llegar a la pared del frente, estaba repleto de
objetos, estatuas, maderas rotas... El tiempo transcurrido aumentaba mi
desesperación, y mis fuerzas desaparecían, menos mal que era tan niño
que no sabía de las historias contadas de las iglesias. En mi mente solo
estaba el querer salir como sea.
Nuevamente
volví hacia la puerta principal, miré por los intersticios hacia la
plaza y aunque veía que transitaban aún personas, muy esporádicamente,
no podía avisarles. Entonces casi abandonado, apoyé mi cabeza sobre la
puerta, y me puse a llorar en silencio. Caminé pegado a la pared como
dando vueltas, casi cayéndome, me resistía a desfallecer y echarme, en
eso sentí que me choqué con algo, lo palpé y noté que era la parte baja
de una escalera, cuyos andamios eran palos delgados, recordé que era la
escalera que llevaba al campanario por donde los ágiles campaneros
subían a la torre.
Un
soplo de salvación vino a mi mente, y me volvieron las fuerzas, palpé
el segundo nivel, luego el tercero, comencé a avanzar, pero para dar el
siguiente paso para el cuarto, me balanceé y perdí el equilibrio, caí al
piso menos mal que un poco menos de un metro. Supe que no sería fácil
avanzar en la oscuridad, pero si quería hacerlo debería tener mucho
cuidado y mantener el equilibrio, así que comencé a subir nuevamente,
con los brazos y pies más sincronizados, ni muy a la derecha ni muy a la
izquierda, siempre por el centro, me dio resultado los primeros
andamios, cuando estaba por la mitad casi pierdo el equilibrio, pero me
pude recuperar, estaba ya a casi a 2 metros de altura, de caerme habría
sido letal, el susto pasó y conforme avanzaba hacia arriba, se iba
aclarando mi visión de la escalera, ingresaba algo de luz, pues la
torre abierta, dejaba pasar algo de iluminación, entonces me permitió
observar que estaba llegando al extremo superior de la escalera, la que
se aseguraba al piso de la torre, por sogas. Cuando agarré la soga me
sujeté lo más que pude, ahora estaba seguro que así se diera vuelta la
escalera no me caería, hice mi último esfuerzo, y logré subir el último
peldaño, y alcancé el piso, me eché como pidiendo algo de descanso,
estaba a unos 4 metros sobre el suelo.
Con
cuidado y viendo que la luz iluminaba el piso, llegué al centro de la
torre desde donde pude ver toda la plaza de armas, estaba desolada, pero
me puse muy contento, ahora podía gritar y llamar a alguien. No sabía
el tiempo transcurrido, había perdido el sentido del tiempo. Busqué
piedras sobre las que me paré para sacar mi cabeza sobre el nivel del
muro y poder gritar con más facilidad, mi metro de talla era muy poco
para sobrepasar el muro.
Inquieto,
miraba cada centímetro cuadrado del parque y no aparecía nadie, cuando
mi desesperación comenzaba a crecer, noté que desde el sector de barrio
arriba ingresó a la plaza una señora, ella, como era costumbre, se fue
por el centro de la plaza, por la diagonal, y no por la vereda más
próxima a la iglesia, en esa diagonal demoraría lo suficiente para
escucharme, esta es mi única y última oportunidad, me dije, entonces
grité con todas mis fuerzas, “señora, señora, ayúdeme”, dos a tres
veces, en eso noté que ella quiso alejarse del sonido que salía de la
iglesia, “una llamada de auxilio desde la iglesia, eso solamente puede
de los fantasmas y aparecidos, o de almas en pena”, habría dicho.
Me
desesperé cuando noté esa acción, mas en el único segundo, que ella
giró para mirar hacia la iglesia, la identifiqué, es mi tía Amanda
Chávez dije, ella vivía cerca a mi casa. Entonces jugándome mi última
carta le lancé el grito desesperado, “tía Amanda, tía Amanda, soy
Acucho, soy Acucho”, repetí todas las veces que pude, hasta que frenó su
alejamiento, entre dudando miró hacia la iglesia, y le grité con más
seguridad, “soy acucho, tía, me han encerrado, ven tía, ven, ayúdame”.
Ella al identificar mi voz, y que era su sobrino, un niño pequeño, y no
un fantasma, se aproximó hasta cerca de la torre, y me dijo, “Acuchito,
papachito, no te desesperes, voy a buscar al sacristán, para que te
abra, ahorita vengo”.
Tan
pronto se fue comenzaron a llegar unas personas, seguro que mi tía les
contó, y venían a cerciorarse de este extraño hecho, yo arriba
desesperado notaba que no venía el sacristán, unos decían que no lo
habían encontrado en su casa de Husgor, otros me decían que bajara
mediante la cuerdas de las campanas, y que luego me suelte para que me
agarren abajo, no intenté, sin embargo otro, me dijo, “la única manera
para obligar a que venga el sacristán es tocando la campana, trata de
hacerlo Acucho, utiliza tu salto triple, como en el fútbol con pelota de pucash”. Mi tamaño
no era lo suficiente para coger las cuerdas de las campanas con
comodidad y hacer sonar, de modo que busqué unas piedras y parado sobre
ellas casi de puntas como en el ballet, cogí la cuerda de una de ellas,
la hice repicar, era la más pequeña, la más aguda. La gente de abajo me
gritaba “otra vez, otra vez”, “no te rindas Acucho, ya falta poco”. Hice
lo posible, estaba completamente exhausto, ya no daba más, así que me
senté apoyando mi espalda en la pared, y me desvanecí. Volví a la razón
cuando me despertaron unos jóvenes en el campanario, había llegado el
sacristán y ellos subieron a recuperarme del encierro involuntario,
escuchaba que le reprendían al sacristán, que a decir verdad el
responsable era yo, bajamos, en seguida me llevaron a casa donde mi
madre me esperaba muy recuperada de su salud. Nunca supe si fue un milagro de Santa
Rosita o la habilidad de las curanderas.
Fuente:
LA PLUMA DEL VIENTO