"Dicen  que la globalización extinguirá la magia y la fantasía de la Tierra, y  que los sueños se esfumarán dando paso a la cruda realidad". Creo que es  un decir, pues el Hombre no es de carne, hueso y pellejo solamente,  sino mucho más... Tenemos sentimientos, tenemos el Sol, la Luna, los  pájaros, las flores, la lluvia... Tenemos la noche para descansar y el  alba para renacer con el canto del pichuichanca. Tenemos a la Madre  Naturaleza y al Cosmos; es cuestión de amarlos para que nos sigan  nutriendo el cuerpo, la mente y el alma con alegría plena. Tenemos esa  inocencia de pueblo que nunca debemos perder... Tenemos la Biblia al  alcance de la mirada, donde están todas las preguntas y repuestas para  seguir andando de la Mano del Creador ..." Nalo, 01 ENE 2000.

Mis  visitas a los “zoológicos” chiquianos de Shulu, Cruz del Olvido y  Tranca, eran permanentes en mi infancia. De todos ellos, Shulu fue el  lugar preferido por los chiuchis para cazar tinyacos (familia de las  abejas). Allí ingresábamos con Ancha y Arti, encontrando casi siempre a  Tocho y Hualín, clavados como estacas humanas entre la vegetación,  esperando el sonoro aterrizaje de sus víctimas para  atraparlas con sus manos. Los tinyacos machos tienen un aguijón y sus  ojos son retintos, los de las hembras son plomizos.
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En ocasiones asomaban al lugar niños inexpertos en este tipo de caza. Si atrapaban una  hembra en el primer intento, todo iba bien, mas si el tinyaco era  macho, no se dejaba esperar un lamento por el aguijón, mientras el alado  se ponía a salvo volando a gran altura. Al escuchar los sollozos, los  más diestros corrían a socorrer con un barnizado de saliva en la mano  afectada.
A estos sufridos  himenópteros les enlazábamos en el cuello un hilo 'Canuto' de cinco  metros de largo. Luego los soltábamos y a “volar se ha dicho”, hasta que  mi tía María Balarezo, "administradora del parque de diversiones" nos corriera a palazos. 
Los  mejores tinyaqueros de Shulu fueron: Ishico Samamé, Gonzalo Calderón,  Lucho Aldave, Coqui Alarcón, Javier y Diógenes Bolarte, Leo Lastra,  Adrián Abarca, Lucho Rueda, Wili Barba, Acucho Zúñiga, Javier y Edgar  Barrenechea, Abchu Chávez, Chanti Gamarra, Enrique Jara, Felipe  Alvarado, Lalo Dextre; Carlos, Alberto y Oshva Reyes, Chiflo Espinoza,  Iván Damián, Alfonso Aranda, Ecush Ñato, Lucho Santos y Martín Robles.  Por su corta edad: Lucho Barrenechea, Rogelio Ibarra, Oshca Santos,  Miguel Balarezo, Milton Gamarra, Edgar Carrillo, Nando Alarcón, Ulises  Zúñiga, Vladi Reyes y pishuquito Díaz, integraban el confitado grupo de  los “observadores con pañal”.
En  el descampado solar de Cruz del Olvido, la competencia era cosa seria,  ya que estaba frecuentado por un batallón de niños que vivían en  Huarampay, Jircán, por el mercado de abastos, Puente Cantucho,  Capulipata y junto al Coso (recinto de encierro de reses y burros  dañeros). Los más afamados  tinyaqueros de este parque fueron: Carlos y Guillermo Palacios, Chanti  Yabar, Lloqui Allauca, Achena Gamarra, Rodolfo Jara, Lucho y Chechi  Alva, Nica y Yoga Rivera, Wilber Padilla, Pedro Miranda, Añico  Carhuachín, Lucio Castillo; Jaime y Marco Chirinos; Carlos y César  Ramírez; Gelacio y Rodi Valderrama, Papi Robles, Rodolfo Minaya; Juvilio  y Paco Alvarado, Javi Zubieta, Lucho y Loli Romero, Eusebio Calixto  Huerta, Elías Conde y el famoso Miguel “cuye” Ramírez, quien hacía volar  hasta diez tinyacos al mismo tiempo, sujetándolos como marionetas  voladoras en las falanges de sus pispados dedos.
Similar  panorama presentaba Lirioguencha, que estaba copado por los infantes de  Umpay, Chinapila, Oropuquio, Cochapata y del Cercado. En este lugar  tuvieron mejor suerte los hermanos Alberto y Goyo Celis; Poco Valerio;  Ricardo y Rubén Jaimes, Miqui Ramírez, Santiago Yabar, Jorge Chávez;  César y Lauro Rosales; Pepe y Lucho López, Lucho Saldívar; Coro y Coti  Romero; Pancho y Miguel Durand, Rodolfo Vásquez, Pacho Díaz, Carlos  Lara, el Chino Pineda, Walter Vásquez, Raúl Márquez, Alfonso Fuentes,  Román Palacios, Edgardo Escobedo, Diego y Víctor “ trucha” Moran; Pedro y  Neptalí Cuevas, Julio Álvarez, Chanti Pardo y José Ramos; este último  fue el más requerido para aliviar a los aguijoneados.
Atrapar  tinyacos en Tranca, camino hacia Alto Perú, fue considerada “caza de  aventura”, por lo accidentado del terreno y sus elevados arbustos donde  estaban agazapadas incontables plantas de ortiga y hualancas (cactáceas  llenas de espinas). Sin embargo, los niños que vivían en los  alrededores, se las ingeniaban y capturaban por lo menos media docena  por persona cada fin de semana. Allí destacaron: Segundo “campanerito”  Palacios, Pricilio Ñato; Mañuco e Ishilin Alvarado, Queño Rosemberg,  Manuel Vía, Alejandro Toro; Nico y Carlos Cerrate; Antonio y Gelacio  Tafur; Pocholo y Dante Gamarra, Perico Rivera; Marco y Tico Ibarra,  Bruno Blas, Cashtu Rivera, Lizardo Garro, Emir Sánchez; Milo y Edgar  Alvarado, Loncho Bolarte y “Pepe” Perfecto Calderón.
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Un  espectáculo singular fue la caza de shulacos (lagartijas) en Parientana  y el Pesebre. Para lograr su cometido los cazadores debían poseer  experiencia. Una pajita verde con un lazo o una banderilla de lajtash  (tallo delgado) con punta de hualanca, no eran suficientes para  capturarlos. Se necesitaba la paciencia de Job, un buen pulso -que no  se lograba jalando cometa-, el temple de acero de Luis Pardo, “vista de  águila”, saber en qué lugar de la pirca se esconden. Sobre todo  conocer el momento preciso que salen de sus madrigueras  para sus baños de sol.
“Cholito  corazón” (Miguel Barrenechea), muy seguido andaba con dos o tres  shulacos jóvenes en el bolsillo, pero nunca lo vi con uno viejo, ya que  estos últimos salían de sus agujeros con mucho sigilo y ante el menor  movimiento o ruido desaparecían. No sé si Cholito los compró o los  capturó, lo que sí me enteré de sus labios en Buenos Aires, después de  no verlo por más de 20 años, es que su envidiable puntería lo aprendió  de su primo Milo Barrenechea Olivera, quien con el popular “Mono” Antuco  Bravo Olave, fueron los más diestros banderilleros de shulacos del  Pesebre chiquiano. 
En cuanto al  barrio de Umpay, Carlos Lara fue el más ducho. Un día de fines de abril  de los ochentas cuando comentábamos sobre sus trofeos de caza menor,  Carlos me mostró la mano donde aparecía la marca que le dejó la  mordedura del shulaco más codiciado del oconal de Umpay. Según me  comentó, éste tenía un llamativo color tornasolado y su cuerpo estaba  cubierto de brillosas escamas que lo diferenciaba de los demás.

Una  noche de inicios de los sesentas, mi abuelita Catita me abrigó el  espíritu, narrándome este breve cuento ancestral sobre los  shulacos:
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“Cierta  vez, un viejo shulaco estaba tomando baños de sol en las praderas de  Chicchó, cuando aparecieron dos huínchus haciendo piruetas en el aire, y  se preguntó: ¿Por qué vuelan estos pajaritos si tienen seis meses de  edad, en cambio tengo 60 años reptando y nunca he volado?. Meditó  unos segundos y pidió a los dos huínchus lo ayuden a elevarse al cielo,  sugiriéndoles que sujeten con sus picos ambos extremos de una paja, y  que él, mordería el medio. Las dos aves aceptaron y el simpático trío  remontó vuelo hacia el valle del Aynín. Cuando se encontraban a la  altura del cementerio, un tinyaco levantó la mirada en pleno vuelo y al  observar este extraño cuadro aéreo grito con admiración:
- ¡Quién ha tenido esta idea, debe ser un genio!.
Al  escuchar el elogio, el viejo shulaco no pudo contener su vanidad, y  abriendo su boca de par en par exclamó a todo pulmón desde arriba:
-  ¡La idea es mía, soy un genio! –mientras hablaba, iba descendiendo en  caída libre, hasta que finalmente aterrizó de cabeza sobre una roca...”.

En  cambio la caza de ultus (renacuajo de anuro) en el corral de don  Aurelio Garro, constituía una tarea fácil y divertida. Bastaba meter lo  más rápido posible la mano a la poza de agua verdosa para agarrarlos  desprevenidos. Luego los echábamos a una minúscula “ultera” con paredes  de lodo, donde los manteníamos hasta el ocaso, en que los devolvíamos a  su hábitat natural para no ir contra la metamorforis del sapo y dañar el  ecosistema. 
Los ulteros más  promocionados fueron: Tocho Robles de Jupash, Felipe Alvarado de Jircán,  Uchucu Pedro “chico” de Alqococha, Diógenes Bolarte del 'Culto', Efra  Vásquez, Ecush Ñato y Cuco Lastra de Agocalle.
Solamente  los sábados por la tarde interrumpíamos este “pitufo hobby”, porque los  adolescentes: Antuco Bravo, Cancho Ramos, Pocho Cano, Tito Chávez,  Alcalá Garro, Milo Barrenechea y el “cura” Pogoncho Padilla, nos  obligaban a salir del corral para ponerse a torear y a montar becerros al  estilo rodeo mexicano. Los chiuchis los observábamos desde las paredes  de tapias, sentados en butacas de tierra, adornadas con hualancas,  vidrios y pencas (cabuya de hojas carnosas y espinosas). 
Durante  la faena de los novilleros, los gimnastas Roby Alva Ibarra y Carlos Alarcón Cámara,  descansaban balanceándose como quirópteros en la barra tubular instalada  para las clases de educación física del colegio 'Coronel Bolognesi'.

Dos  veces al mes iba de pesca a Quisipata con Ancha, Patuco y Felipe.  Salíamos de Jircán a las 3 de la madrugada para estar en el río a las 4 y  30. Las noches muy grises descendíamos caminando a tientas; en cambio  las de luna llena, bajábamos al galope; perdón, corriendo, a excepción  de las trochas de difícil relieve. Cuando encontrábamos a Javier Bolarte Camones regando su chacra 'La Quichua', se sumaba al grupo con sus botas de  agua que le cubrían los muslos y un poco más.

Ya  a orillas del río, preparábamos los instrumentos de pesca: carrizo,  cuerdas, plomo, corcho, anzuelo y gusano (carnada). Después arrojábamos  el bocado al agua, y entre picada y picada sacábamos truchas de 10 a 20  centímetros de longitud. Cuando resultaban muy pequeñas las devolvíamos a  la corriente hasta que alcancen el tamaño ideal para el consumo. 
Al  mediodía nos dábamos un ligero baño con unas brazadas de obsequio junto  al huaro, luego saboreábamos nuestro refrigerio e iniciábamos el  regreso con una docena de truchas por persona si la faena era regular.  Si era buena nos alcanzaba para compartir con los vecinos, pero si  resultaba pésima nos contentábamos con una porción de pescado frito en  el mercado del pueblo. 
Usualmente  si la pesca era mala, Anchita ingresaba al fundo de su papá y salía con  una alforja de olorosas limas. Ya con el ánimo en alto y la barriga  llena, efectuábamos el empinado ascenso hasta Jircán.

Cuando  la pesca no resultaba favorable en Quisipata, avanzábamos río abajo  hasta el paraje de Conay donde nos poníamos a truchar, pero si en el  lugar hallábamos al pirata Lucho Castillo de Ninán o al gato César  Barrenechea de Pancal, teníamos que retornar con las manos en los  bolsillos, previa señal de la cruz como reverencia a ambos “titanes de  agua dulce”, amos de este dominio. El último de los citados, fácilmente  sacaba cinco docenas de truchas por jornada, con lo que a falta de  sardinas, solucionaba su felina dieta con trucha, leyendo Simbad el  Marino.

Si  la estación mostraba las chacras de Capulipata, Macpúm y Rumichaca  cargadas de muchqui, shuplac, ñupu, capulí cimarrón y purojsha, los  “menudos” hacíamos "nuestra plaza, de la chacra a la boca”. En épocas de  “vacas flacas” los solidarios hermanos “oso” de Matara nos abastecían  de estos manjares, previa entrega de un par de bizcochos, como trueque. 
Si  queríamos saborear manzanas, limas y llacones (yacones), el punto de  llegada era el aromático Chinchupuquio, huerto florido donde la buena  señora Liuca Gálvez nos permitía “pañar” de sus árboles frutales hasta  llenar nuestros bolsillos, más el espacio entre la camisa y la barriga.


Internarnos  "sin permiso" en los sembríos de habas y maíz que floreaban en las  chacras de Pampa, Umpay Cuta, Pashpa, Común, Hualpash, Pacra, Cochapata,  Chicchó, Huaytapacana, Chivis, Cucuna, Ninán, Huarampatay, Sunoc,  Picupicu y Uyu, era el goce de grandes y chicos en las noches sin luna. 
Normalmente  los pequeños depredadores abastecíamos nuestros bolsillos con habas y  un manojo de caña dulce para consumir durante el retorno. Inclusive  algunos más osados escondían debajo de sus ropas una calabaza  aparentando un embarazo. 
Pero no  solamente los humanos hacíamos este “safari” sino también las reses,  caballos y burros “dañeros”, que al ser sorprendidos por los dueños de  los sembríos, caminaban jalados de las orejas hasta al Coso para que  cumplan corta penitencia.
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Pasé cinco vacaciones escolares con mis amigos Ancha Núñez y Carlos Navarro, mis  primos Patuco Allauca y Pablín Calderón y mi hermano Felipe, en la  manada Tupucancha, cercana a la laguna de Conococha (CHIQUIÁN), a donde acudíamos  los fines de semana para cazar patos silvestres, caza nada fácil debido  al agua helada que calaba hasta los huesos, pues para sacar las aves que  sucumbían ante los disparos de hondilla teníamos que introducirnos  hasta la cintura. 
Si la caza de  patos no resultaba satisfactoria, truchábamos hasta obtener por lo menos  una docena de salmónidos, ante la mirada de las parejas de huachuas.

La  caza de vizcachas en el bosque de roquedales de Shajsha, colindante a  la manada de los esposos Calderón Pardo, la realizábamos con hondilla de  buena calapa u honda de lana de carnero maltón, aprovechando las horas  en que los roedores salían de sus galerías a tomar el sol del mediodía  sobre los peñascos. 
En ocasiones  llovía o granizaba tan fuerte cuando estábamos cazando, que teníamos  que guarecernos hasta entrada la noche en la cueva de Luis Pardo,  contemplando los diseños gráficos (arte rupestre) de aves, culebras,  ranas, toros, etc, y abundantes hoyos en la pared rocosa.

Cierta  vez, escuchamos comentar en Tupucancha al señor Carlos Olave, uno de  los más diestros cazadores de venados y zorros de la región, que si las  vizcachas comían cáscaras de plátano se quedaban aletargadas y que en  ese estado su caza era inminente. Así lo hicimos y dejamos esparcidos  por las peñolerías las cáscaras de cinco manos de plátanos, pero ¡oh  sorpresa!, los que se quedaron aletargados junto a los farallones  pétreos, de tanta espera, fuimos nosotros. En una ocasión posterior le  comenté a dicho 'señor' cuando visitó nuestra casa de Chiquián sobre lo  ocurrido, y me preguntó:
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- ¿Qué tipo de plátanos emplearon?.
- De la isla don Carlos...
-  Ah muchachos inexpertos, con razón fallaron, ese tipo es para cazar  conejos silvestres, en cambio para las vizcachas han debido emplear el  de seda -y se rieron en trío con mi papá y mi tío Pablo Calderón.

Cazar  chacuas (perdiz) en horas de la tarde, constituía un excelente  ejercicio de paciencia y tino. Se tenía que esperar en silencio hasta  que salgan de la paja al pasto adyacente a los corrales de las ovejas.  Una vez ubicada en la mira de la hondilla, se daba vueltas y vueltas  alrededor hasta estar lo más cerca y no errar el tiro. Pero si la perdiz  volvía a internarse en los manojos de paja, era casi imposible  localizarla. Ocasionalmente cuando caminábamos serpenteando huargos  (cactus de la puna) y matas de ichu, irrumpía volando con su canto fuerte y  aleteo persistente que erizaba la piel. De esta experiencia y unos relatos escuchados junto al fogón, salíó este  garabato:

CHACUITA
Airosa, temerosa y esquiva
atraviesas ágil el rudo pajonal;
hundes el pico en olorosa tierra
buscando ansiosa tu alimento.
Serpeas manojos de ichu,
huagoros y escorzoneras;
caminado vas a la laguna
para calmar tu sed de altura.
Deliciosa carne tu piel esconde
camuflada en grisáceo plumaje,
que la sabia Naturaleza hizo:
de barro, cobre y ceniza.
Yergues tu cerviz vigilante
y hurgando tu cuello estiras
para visualizar en tus retinas
al cazador oculto en la neblina.
Si percibes riesgo distante,
huyes cortando el viento
y te acurrucas en la paja brava,
ocultando tu infeliz tormento.
Pero si el peligro es latente,
rauda abres tus alas al cielo;
trinas fuerte un trémulo canto
y emprendes corto vuelo.
Nalo AB - DIC 1982
Los  días de neblina en Tupucancha significaban pronósticos de buena caza  del tupuc (ave parecida a la tórtola). Era cuestión de que la neblina  esté casi transparente para observarlos comiendo en grupos y bastaba un  hondillazo y luego otro y otro hasta cazar media docena, quedando  garantizado un suculento tallarín con pichones para los escuálidos  comensales, a excepción del gordito Patuco que sancochaba medio kilo de  papas para tranquilizar a su engreída 'solitaria'. También cazábamos  cerguillitos, quillicshas, liclish, ácacas, huaychos y otras aves  pequeñas que abundan en el páramo chiquiano.
A  fines de febrero de 1962, aprovechando que mi abuelita salió con los  pastores en busca de nuevos pastizales por la meseta de Recrec (4250  m.s.n.m.), nos apoderamos de una docena de conos de hilo para ponchos y  polleras que guardaba en un armario rojo.
Después  de plantar decenas de carrizos a lo largo de uno de los corrales, los  unimos con hilos formando una inmensa malla. Una vez fabricado el  gigante pentagrama, espantamos a las torcazas que estaban comiendo en el  interior del corral, logrando que algunas cayeran atrapadas. 
Lo  agridulce llegó veloz. Al retornar mi abuelita se quedó atónita, al ver  a cierta distancia, varios pájaros “sentados en el aire”. Se acercó  para bendecir el “milagro”, pero para su sorpresa descubrió que no  estaban sentados en el aire, sino en la ingeniosa trampa de hilos. 
Entrada  la noche nos dio de merendar y se despidió con una sonrisa. Nosotros  hicimos lo propio sin presagiar nada. Ya al rayar la aurora nos  despertó, había tomado la decisión de expulsarnos del paraíso con una  solemne carta dirigida a mi madre...