Caminando por un inhóspito sendero hallé una torcaza malherida, y la llevé a casa; sané sus llagas y puse en su pico agua y trigo. Al cabo de una semana batió sus alas sin dolor, y decidí dejarla volar al rayar el alba.
Aquella noche no pude dormir pensando en su partida; ya con los primeros rayos del sol la subí al tejado, volteó y vi mucha gratitud en sus ojos pequeños. Luego buscó con la mirada su morada, y levantó vuelo.
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No sé si en el paraje que miraba estaba su nido; sólo sé que me sentí feliz viéndola volar...
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