miércoles, 23 de marzo de 2016

EL CRUCIFIJO DE MI ABUELITO Y LA SEMANA SANTA EN CHIQUIÁN - POR JUAN JOSÉ ALVA VALVERDE (PEPE)



EL CRUCIFIJO DE MI ABUELITO Y LA SEMANA SANTA EN CHIQUIÁN

“Yo te adoro mi Santa Cruz,  
y venero tu madero,  
por que tú representas, 
 a mi Cristo por mí muerto”.

Por Juan José Alva Valverde (Pepe)

Hoy, en Semana Santa, al rezar frente a la Cruz, viene a mi mente esta canción doliente, que escuché allá en mi terruño, en mi Chiquián querido, cuando mi abuelito me llevaba a la misa, y unas señoras vestidas de luto riguroso entonaban esta canción, con tanta melancolía que varias personas lloraban en silencio; recuerdo el crucifijo en la pared del dormitorio, en la cabecera de la cama de mi querido viejo; rememoro la bondad que tuvo conmigo; yo, hijo de su única hija, de aquella hija que se esfumó como un día de lluvia y que en el atardecer, la oscuridad pausadamente nos envolvía; de aquella mi madre del que sólo me quedó el aroma de su pecho, que al lactarlo acariciaba con mis manitas tiernas; no recuerdo su rostro, he tratado innumerables veces hacerme una idea de sus facciones, asociándolas con las mías, o con las de mi querido viejo, y no he podido; en mis momentos de agonía, de tristeza, en esos momentos que me siento extraviado, solo y huérfano, cerrando los ojos la busco en el subconsciente de mis recuerdos; mi alma se desgarra de dolor, mi ser se estremece; no la encuentro.
 
Cuando dejé mi terruño, Chiquián, no sé si en ese entonces lo quería como hoy; fue una mañana opaca, sin color de diciembre; cumpliría 14 años el 8 de enero, y había culminado mis estudios primarios en mi escuelita de barrio arriba; la casita de mi viejito estaba ubicada al borde de la población en barrio arriba, en Racrán, el camino hacia Putu y otros parajes, recorridos por acémilas y peones, distraían mis juegos infantiles; días antes de la Navidad, llegó de Lima la hermana menor de mi abuelito; estábamos dentro de la ramadita alrededor del fogón, y el mate de Cedrón endulzada con azúcar negra, estaba deliciosa; mi tía había traído panetones como los que elaboraba don Pascual Palacios, pero en una cajita celeste donde se leía, D’onofrio; el rostro de mi abuelito denotaba tristeza, y de rato en rato se le escuchaba un suspiro que trataba de disimular; había empezado la llovizna y los Pichuychancas con sus trinos rezaban despidiendo el día, acurrucándose en sus niditos.

=Hijo; dijo mi abuelito; dentro de pocos días cumplirás 14 años, y en abril debes iniciar tus estudios secundarios; tu sabes, que eso es diferente a la Primaria, allí van con uniforme comando, y todos compran varios libros; como tú sabes acá en la casa nos bandeamos con lo que sembramos en la huertita y los trabajitos que me encarga don Germán, el sastre; tu tía Eulalia, ha venido a llevarte a Lima, le ayudarás y ella te dará estudios; pasado mañana viajarán con el señor Landauro; yo te escribiré siempre.

Mientras mi abuelito hablaba, con esa pausa que siempre lo hacía, yo iba sacando conclusiones desde que me acordaba, hasta ese día; en las actuaciones y desfiles de Fiestas Patrias, el que me esperaba era él; en las clausuras en la escuela, cuando me entregaban mi libreta con mis notas siempre azul, estaba él; en las noches cuando la fiebre quemaba mi frente hasta no poder abrir los ojos, escuchaba rezar a él; recuerdo que una tarde llegué molesto de la escuela por una riña con alguien; y al notarme así me preguntó que tenía; le dije que todos mis compañeros de clase tenían papá y mamá y yo no; ¡tu mamá, mi hija, se llamaba Aurora y falleció cuando tú tenías dos años; tu padre no te merece, no supo asumir su responsabilidad; para ti y para mí también murió!; me tienes a mí y eso es suficiente; comprendí su enojo sobre aquello, y nunca más tocamos ese tema; hoy al escucharlo, comprendí que ya no podía ayudarme más.

-Papacito, si tú crees que es lo mejor, yo te obedezco; tú me has enseñado todo, tú eres todo lo que tengo; siento tristeza por no acompañarte cuando tengas más edad, y hacerme cargo de la huertita y otros trabajitos, pero no puedo causarte disgusto al no obedecerte; ojalá que mi tía me permita venir a verte siempre. Quise abrazarme a él; esa pared infranqueable de que los hombres no deben llorar, ni ser débiles, me mantuvo sentado en mi banquito de tronco de Aliso.

Esa mañana opaca, sin color de diciembre, en la plaza de armas, antes de subir al ómnibus del señor Landauro, abracé con todas mis fuerzas a mi viejito, miré su rostro para grabarlo en cada célula de mi ser, y sin pronunciar palabra alguna subí al vehículo; un dolor agudo oprimía la zona de mi corazón, un dolor que hasta ese momento no había sentido; desde Caranca miré desesperado los parajes por donde había transcurrido mi existir; un suspiro profundo fue el adiós a mi terruño querido.

Terminé la Secundaria en la nocturna de un colegio nacional; en el día ayudaba en el negocio que mi tía tenía; a mi insistencia y como voluntario ingresé al Ejercito; además de aprender a manejar vehículos motorizados, y tramitar mi licencia de conducir, estudié telecomunicaciones; junté todas las propinas que el Ejercito me daba y con algunos ahorritos más, enrumbé a mi terruño; tenía hambre de ver a mi viejito; al ocaso de un día de Abril, cuando todo era verdor y vida, en los prados; el río Aynin se muestra más plateado, y el Yerupajá se hace notar más imponente y hermoso, cuando el cielo es una acuarela de un azul incomparable, con sus dibujados copos de nubes; pude abrazar a mi viejito Alejandro; los años no habían pasado en vano; su mirada denotaba cansancio; las arrugas en su rostro se habían acentuado y sus movimientos eran lentos y casi torpes.

=Qué bueno que has venido hijo; justo en Semana Santa; iremos a misa y a la procesión; dijo abrazándome, rebosante de alegría.

Asistimos al Domingo de Ramos; donde la algarabía de la concurrencia denotaba el catolicismo del pueblo; el Jueves Santo, frente al Altar Mayor, los apóstoles y Jesús, tallados al tamaño natural en maguey, escenificaban la Última Cena; el Viernes Santo, tal vez el tiempo y el ambiente se contagió con la tristeza generalizada de la gente; el sol tenía un brillo tenue, no se escuchaba mas que el rumor lejano del Putu vozarrón, pequeña cascada al pie de Capilla Punta; cerro custodio principal coronado con la Cruz, santo y seña de la fe del pueblo; en la tarde la iglesia trataba de albergar a toda la gente que había acudido a acompañar primero, a la Procesión del Encuentro entre la Virgen Dolorosa y Cristo cargando la Cruz, camino al Gólgota; esta representación, consistía en que Cristo con la Cruz a cuestas, bajaba desde la parte alta del jirón Dos de Mayo, y la Virgen Dolorosa subía por el jirón Comercio, cubierta con una capa negra en señal de dolor; el Encuentro se realizaba en la plaza de armas, en la esquina donde hoy se ubica las oficinas del Banco de la Nación; ante las muestras de dolor de los asistentes, las venias como saludo de ambas andas, recordaban el sufrimiento de madre e hijo; luego de ello, los santos varones; hombres de diferentes estratos sociales y de diversas actividades, identificados y hermanados por la vocación y la fe, vestidos de blanco de pies a cabeza, escenificaban el horrendo sacrificio de la Crucifixión de Cristo; la gente vestida de luto, demostraba honda congoja; en el silencio reinante se escuchaba el sollozo casi imperceptible de algunas damas; en la noche cuando la procesión del Santo Sepulcro, conteniendo al Cristo Yacente surcaba las calles, se contemplaba los cirios cual cadenas iluminadas y andantes a ambos lados del venerado:

-¡Limosna para el santo entierro de Cristo y la soledad de María!

-¡Limosna para el santo entierro de Cristo y la soledad de María!

Una voz potente, dejaba escuchar la petición de limosna a los asistentes a la procesión, mientras las sahumadoras, llenaban de incienso el ambiente; el domingo en las primeras horas de la mañana, la Pascua de Resurrección era coronada con el Huerto de Judas en el campo deportivo de Jircán, donde los comuneros fieles a la tradición, simulaban huertas de diversos productos agrícolas, los que eran prontamente comprados por los asistentes.

Ha pasado el tiempo, inexorable, insensible; me duele la vida, al recordar aquel día de lluvia y viento, que en compañía de algunas personas enterré a mi viejito querido; me quedé arrodillado junto a su tumba por largo rato; le agradecí por mi vida, por los ejemplos que me dio, los valores que me inculcó, la personalidad que me forjó; le conté que a base de sacrificio me hice de una profesión, que encontré un alma gemela con la que tejimos un nidito y que Dios nos regaló una palomita de hija; le puse de nombre Aurora, el nombre de mi madre; y a veces pienso que el rostro de mi hija, es el rostro de mi madre.

Conservo como la joya más preciada, el crucifijo que en la pared del dormitorio, en la cabecera de mi viejito, veía cuando niño.

Gratamente:

Juan José Alva Valverde.

Cruz de Motupe, 22 de Abril del 2011.

juanjalva@gmail.com
 

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