UN GIGANTE: EL JILGUERO DEL HUASCARÁN
Por: Jorge Rendón Vásquez
Por: Jorge Rendón Vásquez
Lo vi por primera vez en el Coliseo Nacional, una carpa circense alquilada por el empresario César Gallegos para la presentación de artistas folklóricos, levantada en la esquina de los jirones Bolívar y Cangallo, de La Victoria. Era un domingo otoñal de 1961.
El Jilguero del Huascarán vestía un atuendo semejante al de Luis Pardo, el Robin Hood de Chiquián: sombrero de paja de anchas alas, camisa blanca cerrada con un pañolón rojo, poncho tejido marrón, pantalón de montar y botas abrochadas. Inició su número con el huayno de su autoría “Soy ancashino, señor …”, acompañándose con su guitarra. Era una voz clara, de altos tonos y desbordante de autenticidad y alegría, realzada por esa rara simpatía natural que se llama “ángel”.
Los miles de provincianos instalados en las graderías lo escucharon arrobados y, cuando terminó, estallaron en aplausos interminables, contemplándolo con admiración y agradecimiento.
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Fue mi hermano Roberto, amigo de los folkloristas —a quienes había llevado a la Casona de la Universidad de San Marcos a actuar en sus patios, desterrando así para siempre el rancio acartonamiento oligárquico que aún infestaba sus claustros— quien me presentó a Ernesto Sánchez Fajardo, que tal era el nombre del Jilguero del Huascarán. Unas semanas después, un domingo por la mañana a comienzos de 1962, él vino a mi pequeño departamento en uno de los bloques de El Porvenir, para hacerme una consulta jurídica. Tenía entonces treinta y cuatro años. Me llamó la atención su mirada intensa, inteligente y limpia.
Vestía traje con corbata y su trato era amigable y de una cortesía nada afectada. Simpatizamos en el acto. ¿Qué le había sucedido? El empresario del Coliseo del Puente del Ejército lo había hecho firmar fraudulentamente un contrato que se renovaba año tras año a voluntad de éste con el mismo estipendio. Resolví el caso, apretándole las clavijas al aprovechado empresario (lo que en el caso quería decir hacerle saber que podía denunciarlo por estafa) seguido de un acuerdo dejando sin efecto ese contrato. Y así comenzó mi amistad con este gran hombre.
Solíamos conversar de la música y la letra de las tonadas que componía. Una de las mejores había sido el hermoso huayno: Marujita, por el que en 1960 le otorgaron el Disco de Oro. Lo había grabado en la serie que integraba el long play Carrito del gobierno, editado por el sello Odeón. Con él había ganado el corazón de una linda joven cantante cusqueña de ese nombre con la que se casó.
—¿Sabe la canción Granada? —le pregunté cierta vez—. Al responderme afirmativamente le pedí que la cantara. Lo hizo. Su voz, con un registro altísimo, vibró de maravilla. Pero no era su género. Seguimos conversando. Ernesto Sánchez Fajardo demostró ser un rebelde con causa. Sus pensamientos tenían la factura y el realismo de las piedras preciosas en bruto, trabajadas por la vida dura que había llevado desde niño en Bambas, distrito de la provincia de Corongo, donde había nacido, y luego como vendedor ambulante de La Parada, mientras alternaba sus ofertas a viva voz con sus huaynos cantados ante ruedas de curiosos oyentes. Le dije sin ambages que debía mejorar la construcción de sus versos, y él me respondió con un gesto de gratitud. De mi pequeña biblioteca extraje una gramática de Andrés Bello y se la ofrecí. La recibió con naturalidad, aunque no sin sorpresa. Era un enorme volumen con una terminología no tan simple, pero él se la llevó contentísimo.
Continuamos viéndonos. Hacía mucho que había dejado el comercio. Ganaba bien con su trabajo de artista, en presentaciones personales y con la edición de discos que se vendían por cientos de miles. A veces me resultaba difícil creer que este hombre tan sencillo y afable fuese el gigante de la canción folklórica peruana a quien las multitudes provincianas aclamaban como un semidiós en los coliseos de Lima y en las plazas, salas y estadios de los pueblos.
Pero él no sólo las transportaba con sus canciones al maravilloso ámbito de la ensoñación y las raíces nunca olvidadas; también les transmitía el mensaje de la reflexión y la protesta social. Fue tal vez el primer compositor de música popular peruano que transitó decididamente por este camino.
Quería que las mujeres y los hombres del pueblo emergiesen de la ignorancia de su condición social y de la desesperanza hacia la claridad de la liberación. El preludio visual a esa didáctica era su atuendo de Luis Pardo. En su chuscada “Verdades que amargan”, por ejemplo, los llamaba a reflexionar con él, con mayor elocuencia y eficacia que los más inspirados panfletos. En cada verso suyo latía la indignación, la cólera y las ganas de lanzarse a la acción, largamente incubadas. “Al que roba cuatro reales / la Justicia lo estrangula / pero al que roba millones / la Justicia más lo adula.”
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Fue mi hermano Roberto, amigo de los folkloristas —a quienes había llevado a la Casona de la Universidad de San Marcos a actuar en sus patios, desterrando así para siempre el rancio acartonamiento oligárquico que aún infestaba sus claustros— quien me presentó a Ernesto Sánchez Fajardo, que tal era el nombre del Jilguero del Huascarán. Unas semanas después, un domingo por la mañana a comienzos de 1962, él vino a mi pequeño departamento en uno de los bloques de El Porvenir, para hacerme una consulta jurídica. Tenía entonces treinta y cuatro años. Me llamó la atención su mirada intensa, inteligente y limpia.
Vestía traje con corbata y su trato era amigable y de una cortesía nada afectada. Simpatizamos en el acto. ¿Qué le había sucedido? El empresario del Coliseo del Puente del Ejército lo había hecho firmar fraudulentamente un contrato que se renovaba año tras año a voluntad de éste con el mismo estipendio. Resolví el caso, apretándole las clavijas al aprovechado empresario (lo que en el caso quería decir hacerle saber que podía denunciarlo por estafa) seguido de un acuerdo dejando sin efecto ese contrato. Y así comenzó mi amistad con este gran hombre.
Solíamos conversar de la música y la letra de las tonadas que componía. Una de las mejores había sido el hermoso huayno: Marujita, por el que en 1960 le otorgaron el Disco de Oro. Lo había grabado en la serie que integraba el long play Carrito del gobierno, editado por el sello Odeón. Con él había ganado el corazón de una linda joven cantante cusqueña de ese nombre con la que se casó.
—¿Sabe la canción Granada? —le pregunté cierta vez—. Al responderme afirmativamente le pedí que la cantara. Lo hizo. Su voz, con un registro altísimo, vibró de maravilla. Pero no era su género. Seguimos conversando. Ernesto Sánchez Fajardo demostró ser un rebelde con causa. Sus pensamientos tenían la factura y el realismo de las piedras preciosas en bruto, trabajadas por la vida dura que había llevado desde niño en Bambas, distrito de la provincia de Corongo, donde había nacido, y luego como vendedor ambulante de La Parada, mientras alternaba sus ofertas a viva voz con sus huaynos cantados ante ruedas de curiosos oyentes. Le dije sin ambages que debía mejorar la construcción de sus versos, y él me respondió con un gesto de gratitud. De mi pequeña biblioteca extraje una gramática de Andrés Bello y se la ofrecí. La recibió con naturalidad, aunque no sin sorpresa. Era un enorme volumen con una terminología no tan simple, pero él se la llevó contentísimo.
Continuamos viéndonos. Hacía mucho que había dejado el comercio. Ganaba bien con su trabajo de artista, en presentaciones personales y con la edición de discos que se vendían por cientos de miles. A veces me resultaba difícil creer que este hombre tan sencillo y afable fuese el gigante de la canción folklórica peruana a quien las multitudes provincianas aclamaban como un semidiós en los coliseos de Lima y en las plazas, salas y estadios de los pueblos.
Pero él no sólo las transportaba con sus canciones al maravilloso ámbito de la ensoñación y las raíces nunca olvidadas; también les transmitía el mensaje de la reflexión y la protesta social. Fue tal vez el primer compositor de música popular peruano que transitó decididamente por este camino.
Quería que las mujeres y los hombres del pueblo emergiesen de la ignorancia de su condición social y de la desesperanza hacia la claridad de la liberación. El preludio visual a esa didáctica era su atuendo de Luis Pardo. En su chuscada “Verdades que amargan”, por ejemplo, los llamaba a reflexionar con él, con mayor elocuencia y eficacia que los más inspirados panfletos. En cada verso suyo latía la indignación, la cólera y las ganas de lanzarse a la acción, largamente incubadas. “Al que roba cuatro reales / la Justicia lo estrangula / pero al que roba millones / la Justicia más lo adula.”
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Fundó
el Sindicato de Artistas Folklóricos del Perú, del que fue Secretario
General, y la Federación Nacional Folklórica del Perú, de la que fue
Presidente.
Convencido de que la educación y la formación profesional son las palancas del progreso material, cultural y social se empeñó en promover la creación de una universidad en Ancash. Hizo campaña a favor de este propósito desde su programa radial “El cantar de los Andes” para remover un proyecto de ley encarpetado varias décadas y, ante la indiferencia de los partidos políticos representados en el Congreso, convocó a los residentes ancashinos en Lima a una manifestación que tuvo lugar el 20 de mayo de 1968 en la Plaza San Martín. La compacta multitud, que se desbordaba por las esquinas, aplaudió, emocionada, su conceptuoso discurso y coreó su canción “Clamor ancashino”, con cuya letra reclamaba la creación de esa universidad. Pero los congresistas, conciensudamente atareados en vender al país, fingieron ignorar ese clamor. ¡Total, para ellos, era un asunto de cholos! La Universidad de Ancash fue creada, finalmente, por el Decreto Ley 21856, del 26 de mayo de 1976. Es posible que después sus profesores y estudiantes hayan creído que ella apareció por generación espontánea. Graduados con honores en el curso de ingratitud, ignoraron cuánto le debían al Jilguero del Huascarán.
En marzo de 1972, cuando me desempeñaba como asesor del gobierno de Juan Velasco Alvarado en el Ministerio de Trabajo, y estaba elaborando el proyecto de Ley del Artista hice incluir en la comisión de consulta a Ernesto Sánchez Fajardo, Tania Libertad de Souza y Teresita Velásquez como representantes de los géneros musicales peruanos. Me ayudaron mucho, informándome sobre las modalidades y otros aspectos de su actividad profesional. Así salió la Ley del Artista y del Intérprete 19479 el 25 de julio de 1972. Era un tiempo en que se trabajaba para el pueblo y los trabajadores, rápido, bien y sin alharaca. Volví a llamarlos para la elaboración del proyecto de Reglamento de esta Ley, que también salió poco tiempo después. Fueron las primeras normas de protección de los artistas e intérpretes, cuyo contenido pervive en las normas que vinieron luego.
A comienzos de 1978, Ernesto Sánchez Fajardo me visitó para confiarme una inquietud. El jefe del FRENATRACA, un partido de provincianos en su mayoría de Puno, le había pedido incluirlo en su lista de candidatos para las elecciones a representantes ante la Asamblea Constituyente. Yo le dije: —Es una oportunidad para usted y para hacer algo por el pueblo, y sería un valioso apoyo a ese grupo que requiere candidatos con arrastre de votantes. Creo que usted podría salir gracias al voto preferencial. Aceptó la candidatura y fue uno de los cuatro representantes de este partido electos.
Me pidió después que lo ayudara en su labor parlamentaria. Así se definió la que él emprendió en la Asamblea Constituyente. Gracias a su iniciativa y gestión se incluyó en la Constitución de 1979 las normas siguientes: “El Estado preserva y estimula las manifestaciones de las culturas nativas, así como las peculiares y genuinas del folklore nacional, el arte popular y la artesanía.” (art. 34º); y “El Estado promueve el estudio y conocimiento de las lenguas aborígenes. Garantiza el derecho de las comunidades quechua, aymara y demás comunidades nativas a recibir educación primaria también en su propio idioma o lengua.” (art. 35º). Por supuesto, estos artículos no pasaron a la Constitución de 1993, aprobada por un Congreso constituido por los de arriba y sus lacayos.
Luego de esa excursión jurídica, siguió componiendo sus huaynos y chuscadas, tan caudalosamente como el río Santa. Le cantaba al amor, a la naturaleza, a la vida, a la madre, a los pueblos y al pueblo, con pinceladas de picardía andina. Era su manera de ser. Pero nunca se dejó obnubilar por lo baladí. Sabía que el núcleo de su vida era el huayno de protesta, lo principal, como artista y como hombre. En el huayno Al compás de mi guitarra empleó como estrofa introductoria la primera del poema Martín Fierro seguida de sus reflexiones: “Siento, de veras, a mi patria en manos de los burgueses / ¡caramba, cuántos reveses los pobres han de soportar!. […] ¡Arriba, arriba Patria querida! / y los peruanos de corazón / no permitamos la mala vida de la Nación.” En su huayno Túpac Amaru II invocaba: “Oíd peruanos este mensaje / de aquel baluarte de la Nación / luchaban esas generaciones / por vernos libres de explotación.” También en su tonada con ritmo de carnaval cajamarquino Torito, contra las corridas de toros, surge este mensaje subliminal: “Torito, torito / toro valentón / has muerto luchando / en tu propia ley. / Tal vez con los siglos / reviente tu hablar, / entonces, entonces, / te harás respetar.”
A las diez de la noche del 23 de diciembre de 1988, un automovilista embriagado segó su vida a los sesenta años. Acompañaron su cuerpo a su postrera morada sus familiares, amigos más cercanos y colegas folkloristas. Los dirigentes de los innumerables grupos pretendidamente izquierdistas ignoraron esta muerte, y, por lo tanto, a ninguno le asomó la macabra idea de convertirla en un mitin aglutinante de sus retazos.
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Convencido de que la educación y la formación profesional son las palancas del progreso material, cultural y social se empeñó en promover la creación de una universidad en Ancash. Hizo campaña a favor de este propósito desde su programa radial “El cantar de los Andes” para remover un proyecto de ley encarpetado varias décadas y, ante la indiferencia de los partidos políticos representados en el Congreso, convocó a los residentes ancashinos en Lima a una manifestación que tuvo lugar el 20 de mayo de 1968 en la Plaza San Martín. La compacta multitud, que se desbordaba por las esquinas, aplaudió, emocionada, su conceptuoso discurso y coreó su canción “Clamor ancashino”, con cuya letra reclamaba la creación de esa universidad. Pero los congresistas, conciensudamente atareados en vender al país, fingieron ignorar ese clamor. ¡Total, para ellos, era un asunto de cholos! La Universidad de Ancash fue creada, finalmente, por el Decreto Ley 21856, del 26 de mayo de 1976. Es posible que después sus profesores y estudiantes hayan creído que ella apareció por generación espontánea. Graduados con honores en el curso de ingratitud, ignoraron cuánto le debían al Jilguero del Huascarán.
En marzo de 1972, cuando me desempeñaba como asesor del gobierno de Juan Velasco Alvarado en el Ministerio de Trabajo, y estaba elaborando el proyecto de Ley del Artista hice incluir en la comisión de consulta a Ernesto Sánchez Fajardo, Tania Libertad de Souza y Teresita Velásquez como representantes de los géneros musicales peruanos. Me ayudaron mucho, informándome sobre las modalidades y otros aspectos de su actividad profesional. Así salió la Ley del Artista y del Intérprete 19479 el 25 de julio de 1972. Era un tiempo en que se trabajaba para el pueblo y los trabajadores, rápido, bien y sin alharaca. Volví a llamarlos para la elaboración del proyecto de Reglamento de esta Ley, que también salió poco tiempo después. Fueron las primeras normas de protección de los artistas e intérpretes, cuyo contenido pervive en las normas que vinieron luego.
A comienzos de 1978, Ernesto Sánchez Fajardo me visitó para confiarme una inquietud. El jefe del FRENATRACA, un partido de provincianos en su mayoría de Puno, le había pedido incluirlo en su lista de candidatos para las elecciones a representantes ante la Asamblea Constituyente. Yo le dije: —Es una oportunidad para usted y para hacer algo por el pueblo, y sería un valioso apoyo a ese grupo que requiere candidatos con arrastre de votantes. Creo que usted podría salir gracias al voto preferencial. Aceptó la candidatura y fue uno de los cuatro representantes de este partido electos.
Me pidió después que lo ayudara en su labor parlamentaria. Así se definió la que él emprendió en la Asamblea Constituyente. Gracias a su iniciativa y gestión se incluyó en la Constitución de 1979 las normas siguientes: “El Estado preserva y estimula las manifestaciones de las culturas nativas, así como las peculiares y genuinas del folklore nacional, el arte popular y la artesanía.” (art. 34º); y “El Estado promueve el estudio y conocimiento de las lenguas aborígenes. Garantiza el derecho de las comunidades quechua, aymara y demás comunidades nativas a recibir educación primaria también en su propio idioma o lengua.” (art. 35º). Por supuesto, estos artículos no pasaron a la Constitución de 1993, aprobada por un Congreso constituido por los de arriba y sus lacayos.
Luego de esa excursión jurídica, siguió componiendo sus huaynos y chuscadas, tan caudalosamente como el río Santa. Le cantaba al amor, a la naturaleza, a la vida, a la madre, a los pueblos y al pueblo, con pinceladas de picardía andina. Era su manera de ser. Pero nunca se dejó obnubilar por lo baladí. Sabía que el núcleo de su vida era el huayno de protesta, lo principal, como artista y como hombre. En el huayno Al compás de mi guitarra empleó como estrofa introductoria la primera del poema Martín Fierro seguida de sus reflexiones: “Siento, de veras, a mi patria en manos de los burgueses / ¡caramba, cuántos reveses los pobres han de soportar!. […] ¡Arriba, arriba Patria querida! / y los peruanos de corazón / no permitamos la mala vida de la Nación.” En su huayno Túpac Amaru II invocaba: “Oíd peruanos este mensaje / de aquel baluarte de la Nación / luchaban esas generaciones / por vernos libres de explotación.” También en su tonada con ritmo de carnaval cajamarquino Torito, contra las corridas de toros, surge este mensaje subliminal: “Torito, torito / toro valentón / has muerto luchando / en tu propia ley. / Tal vez con los siglos / reviente tu hablar, / entonces, entonces, / te harás respetar.”
A las diez de la noche del 23 de diciembre de 1988, un automovilista embriagado segó su vida a los sesenta años. Acompañaron su cuerpo a su postrera morada sus familiares, amigos más cercanos y colegas folkloristas. Los dirigentes de los innumerables grupos pretendidamente izquierdistas ignoraron esta muerte, y, por lo tanto, a ninguno le asomó la macabra idea de convertirla en un mitin aglutinante de sus retazos.
.
A
Ernesto Sánchez Fajardo, “El Jilguero del Huascarán”, le han levantado
un monumento en la plaza del distrito de Independencia de Huaraz, frente
al Paseo “Pastorita Huaracina”, María Alvarado, una grande de la
canción popular ancashina. Es el homenaje del pueblo a los suyos. Pero
creo que es aún muy poco para tributarle el reconocimiento que merece
por lo que fue, como compositor de una infinidad de canciones y como
cantante popular, y, sobre todo, por lo que hizo a favor de los de
abajo. Ernesto Sánchez Fajardo fue uno de los grandes del Perú.
Verdades que amargan
(Letra y música de Ernesto Sánchez Fajardo, el Jilguero del Huascarán)
Si reviviera Luis Pardo,
el Gran Amauta y Atusparia
no habrían tantos abusos
con la clase proletaria.
A las palabras del pobre
nunca le dan las razones,
aunque la razón le sobre
más pueden las opresiones.
Si uno aguanta es un bruto,
y si no aguanta es un malo.
Dale al pobre, dale palo
Esa es la suerte del cholo.
En qué lugares no han visto
castigar con injusticia,
dar libertad al culpable
y al inocente la cárcel.
Al que roba cuatro reales
la Justicia lo estrangula.
Pero al que roba millones
la Justicia más lo adula.
En este mundo de vivos
El vivo vive del zonzo,
el zonzo de su trabajo
y el diablo de sus maldades.
Soy ancashino, señor …
(Letra y música de Ernesto Sánchez Fajardo, el Jilguero del Huascarán)
Si reviviera Luis Pardo,
el Gran Amauta y Atusparia
no habrían tantos abusos
con la clase proletaria.
A las palabras del pobre
nunca le dan las razones,
aunque la razón le sobre
más pueden las opresiones.
Si uno aguanta es un bruto,
y si no aguanta es un malo.
Dale al pobre, dale palo
Esa es la suerte del cholo.
En qué lugares no han visto
castigar con injusticia,
dar libertad al culpable
y al inocente la cárcel.
Al que roba cuatro reales
la Justicia lo estrangula.
Pero al que roba millones
la Justicia más lo adula.
En este mundo de vivos
El vivo vive del zonzo,
el zonzo de su trabajo
y el diablo de sus maldades.
Soy ancashino, señor …
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Fuente:
Poeta Julio Solórzano Murga
http://juliosolorzano.blogspot.com/