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Por: Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
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Hace unos años visité mi tierra en la fiesta patronal de agosto. Y fue durante la noche de Salva, cuando parado de poncho, bufanda y sombrero, bajo un alero, escuché conversar a dos mujeres que se detuvieron en la esquina del barrio.
Hace unos años visité mi tierra en la fiesta patronal de agosto. Y fue durante la noche de Salva, cuando parado de poncho, bufanda y sombrero, bajo un alero, escuché conversar a dos mujeres que se detuvieron en la esquina del barrio.
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Ambas vestían abrigo negro y cubrían sus cabellos y rostro con un chal. Se les veía los ojos solamente. Acá el diálogo:
Ambas vestían abrigo negro y cubrían sus cabellos y rostro con un chal. Se les veía los ojos solamente. Acá el diálogo:
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- ¿Ves la casa que está iluminada? -preguntó la más alta.
- ¿Ves la casa que está iluminada? -preguntó la más alta.
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- Sí.
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- Es la casa de mi amigo Cañita. Recuerdo que a las 7 de la noche de un sábado de julio fui a prestarme un disfraz de Caperucita Roja para una velada. Tenía 15 años, han pasado 25 y todo viene a mi mente como si fuera hoy.
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- ¿Qué pasó?, no me asustes.
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- No me hagas caso, fueron cosas de chiquillos.
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- Cuéntame para que estés más tranquila.
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- Tú sabes, en aquellos tiempos éramos más inocentes.
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- Sí, claro.
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- Resulta que no encontré a Cañita, y mientras lo esperaba me puse a jugar a las escondidas con los niños de su barrio... -la mujer guardó silencio.
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- No te quedes callada, es por tu bien.
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- Cómo se ha ido el tiempo amiga y ahora en esta esquina viene a mi mente lo que ocurrió. Tú sabes, retorno después de muchos años y los recuerdos llegan y me agobian.
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- Anda, cuéntamelo todo y te sentirás mejor.
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- Recuerdo que en el juego estaba buscando un escondite bajo un camión, cuando un niño abrió la puerta de la caseta y me pidió con señas que me esconda allí, acepté y nos quedamos agachados.
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- Mejor otro día te sigo contando, vamos a llegar tarde a la casa de la Estandarte.
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- Sé lo que te digo, cuéntamelo o seguirás sufriendo.
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- Bueno, pasaban los segundos y al estar tan pegaditos senti su aliento y un no sé qué, hizo que lo besara...
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La risa de las dos mujeres me causó gracia y no tuve más remedio que morderme los labios para no delatarme, sobre todo porque recordé los juegos vespertinos de mi infancia, donde ubicado en el centro de la ronda, contestaba: "me estoy poniendo los zapatos".
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- Entonces empezó a acariciarme y yo a él. No te imaginas lo que sentí, todo me daba vueltas y vueltas. Luego de unos minutos me aparté como un resorte de su cuerpo porque lo reconocí como el niño que estaba haciendo el papel de lobo en el juego; entonces quise abotonar mi blusa, pero los botones se habían caído. Felizmente me prestó su casaca, bajé de la caseta del camión y me fui. Desde esa noche, cada vez que lo veía en la calle me ponía roja. Pasó el tiempo, viajé a Lima y no volví a verlo más, aunque todavía conservo en mi viejo ropero su pequeña casaca.
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