31 DE MAYO
DE 1970 EN CAJACAY
Por Livia Padilla Vírhuez
Cada año que se va, desde 1970, los
peruanos recordamos con recogimiento a nuestros fallecidos, heridos,
desaparecidos y damnificados que dejó el terremoto aquel fatídico 31 de mayo,
sobre todo en los pueblos de la costa y la sierra del departamento de Áncash. Si
bien es cierto que existe variación numérica en diarios, libros, revistas y en
la red sobre los fallecidos, la mayoría concuerda que la cifra bordea los
setenta mil a nivel nacional. No sé si existirá un padrón de nombres o serán
estimaciones, lo real es que dicho terremoto destruyó todo lo que tocó en el
Perú.
Ese domingo de sol y cielo azul en
Cajacay, tan pronto tomamos desayuno en nuestra casita de “cinco esquinas”,
ubicada entre los jirones Daniel Alcides Carrión y Bartolomé Herrera, mis
padres, Estanislao y Valeriana, salieron rumbo al cerro Corona Punta llevando
en brazos a mi hermanita Liliana de tres meses de nacida. Fueron a cosechar
papas a Cachirpayoc, yo me quedé en casa limpiando el horno y acomodando los
costales de harina con mi abuelita Lorenza y mis hermanos Abelardo, Elina y
Gudelia, para la labor de labranza de panes en la madrugada del lunes.
Después del almuerzo fui a visitar a
mi hermana Dina que era casada. Ella me envió a traer agua de la pileta del
parque (plaza de armas), frente a la iglesia de San Agustín; las casas de
Cajacay no contaban con servicio de agua potable, de repente alguna tenía. No
retorné a la casa de mi hermana, pues una fuerte sacudida lo impidió a poco de
llenarse el balde. Una niña pequeña de vestidito floreado, sombrero de paja y
zapatos blancos, acababa de irse llevando una jarrita con agua. La campana de
la iglesia tañía sola o quizá fue mi imaginación, no lo sé realmente. No podía
mantenerme parada, parecía que la tierra se iba a abrir bajo mis pies y caí de
rodillas implorando a la Virgencita, junto a una señora de traje negro que
murmuraba atónita “Es el fin del mundo, el Señor nos está castigando por
nuestros pecados”. Cuando cesó el terremoto, dejando el balde en la pileta, empecé
a caminar aturdida, como zombi. Estaba tan desorientada que perdí el rumbo al
ver personas corriendo desesperados por todos lados, unos pedían auxilio
preguntando por sus seres queridos, otros estaban fuera de sí, sólo veía
escombros a mi paso, las construcciones de adobe con techos de barro endurecido
y tejas se habían desplomado, convirtiendo las calles angostas en trampas
mortales, igual los montículos de deshechos en el interior de las viviendas
rústicas, Esa tarde dolorosa nadie resultó indemne, todos resultamos afectados
en Cajacay.
Mi abuelita y mis hermanos
protegieron sus vidas en el centro del patio de la casa, abrazados, llorando y rezando
por todos nosotros. La mayoría de las casas del vecindario se cayeron como
naipes. En cuanto terminó el terremoto fueron a la casa de mi hermana Dina caminando
sobre los destrozos y no me encontraron, preocupados emprendieron la tarea de
búsqueda. Horas después mi papá me encontró a la salida del pueblo hasta donde llegué
llorando, casi asfixiada por la polvareda. Había perdido una de mis sandalias
en el trayecto, mi pie descalzo estaba sangrando bastante, pero no me dolía
nada. Mis padres, cargando a mi hermanita Liliana, habían retornado con apremio
a Cajacay ni bien paró de temblar la tierra, dejando en Cachirpayoc la papa
cosechada.
Recuerdo que cuando llegué a mi casa
de la mano de papá no lo podía creer, mi casita nueva de dos plantas, con
balcones de madera y tejado rojo, que mis padres habían construido con tanto
esfuerzo no existía. Sólo quedó un amasijo de tierra, piedras, maderas y tejas
rotas. El horno, los costales de harina que horas antes habíamos acomodado, así
como los instrumentos de labranza estaban sepultados. Prácticamente nos
quedamos con lo que teníamos puesto encima.
En cuanto mi papá me dejó junto a la
familia en el centro del patio, se fue como alma en pena hacia Vinuc, distante a
unos kilómetros de Cajacay donde vivían sus padres José y Cristina. Retornó
entrada la noche, felizmente mis abuelitos estaban sanos y salvos. En ausencia
de mi papá improvisamos una carpa en el patio con frazadas, colchas y palos que rescatamos del escombro. Junto a la carpa
mi mamá hizo un fogón y cocinó en la única olla que quedó intacta, con los
pocos alimentos que encontró entre los restos de la cocina y la tienda.
Conseguir agua de la pileta del parque resultó una proeza, la cola era
interminable.
Esa noche ninguna de las mujeres que
ocupamos la carpa durmió de un tirón, ni siquiera mi hermanita Liliana, las
réplicas del terremoto eran seguidas, llenando de sobresalto a todos. Mi papá y
mi hermano Abelardo pasaron la noche recorriendo las calles del pueblo,
apoyando la búsqueda y el rescate de heridos y cadáveres. Poco antes del alba
concilié el sueño, pero sólo unas horitas. Al despertar salí de la carpa, sería
las ocho de la mañana, todo estaba oscuro, un manto negro de polvo impedía el
paso de los rayos solares, así estuvimos varios días. Al día siguiente lunes
primero de junio, y sin dormir toda la noche, mi papá y Abelardo fueron a Cachirpayoc
para traer la papa cosechada y paliar el hambre de la numerosa familia. Durmieron
unas horas, se asearon, comieron algo y con la misma continuaron socorriendo a
los paisanos, y así se sucedieron todos los días. Mi mamá y mi abuelita Lorenza
hicieron lo propio en casa, como dos abejitas laboriosas, alejando los
escombros con sus manos. Estos bellos ejemplos de vida de mis padres, de mi
abuelita Lorenza y de mi hermano Abelardo, constituyen las partes más
gratificantes del legado de cada uno de ellos. Que Dios Padre Todo Poderoso los
tenga en su gloria.
Todos los sobrevivientes trabajaron como
un solo puño para rehabilitar el pueblo. Un admirable sentimiento de
solidaridad despertó en Cajacay de mi niñez aquel terremoto que desencadenó
angustia colectiva. Frente a esta dura prueba nadie se quedó con los brazos
cruzados, ni mirando de reojo la desdicha del vecino. El cataclismo infernal no
doblegó a ningún ser humano que quedó de pie; por eso lo mejor de Cajacay es su
gente, sobre todo los que se salvaron de milagro; de ahí que, a cincuenta años
del terremoto renovemos nuestro homenaje a todos los cajacaínos, que sin
reparar en el dolor propio ni familiar, tampoco en las limitaciones materiales
por el desastre y la fatiga extenuante, acudieron al auxilio de los demás sin
temor a perecer aplastados por una viga desprendida o una pared a punto de caer.
Gran temple espiritual de nuestra raza que reconforta el ánimo de todos los que
vivimos la tragedia en carne propia.
Nunca olvido la imagen de la plaza
de armas, llena de cadáveres trasladados de diferentes lugares del pueblo. Uno
de los cadáveres era de la niña pequeña de vestidito floreado que vi segundos
antes del terremoto en la pileta, tenía los ojos abiertos y no llevaba su
sobrerito de paja ni sus zapatitos blancos. Lloré al verla así, pues pude ser
yo aquella niña, si el balde se hubiera llenado de agua unos segundos antes del
terremoto. No era mi hora. Gracias Dios mío.
Escuchar los motores de los
helicópteros dos días después del terremoto eran anuncios de buena nueva para
el pueblo de Cajacay, pues en breve caería del cielo ayuda humanitaria. Los
niños salíamos corriendo tras los bultos. Tenía en aquel entonces 11 años.
Los Olivos, 31 de mayo del 2020