viernes, 9 de noviembre de 2018

LOS JUEGOS DE LA INFANCIA - POR ARMANDO ALVARADO BALAREZO (NALO) - SALUDO DE CUMPLEAÑOS


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NOVELA DEL MISMO TRIGO

CAPÍTULO XXXVI

JIRCÁN: 
 
LOS NIÑOS MÁS RICOS DEL MUNDO

Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

Parte 1
 
 A mi bienamado hermano FELIPE SEGUNDO, 
 
inseparable compañero de juegos en mis tiernos años.
 
 
 

JIRCÁN:

LOS JUEGOS DE LA INFANCIA

Una de las citas memorables de Rainer María Rilke sobre la niñez, dice: "La verdadera patria del hombre es la infancia". Añado, sobre todo cuando la infancia está rodeada de amor, porque el amor para el ser humano, y en mayor intensidad para el niño, es el pan, el aire, el sol y el agua que lo mantiene floreciendo saludable.

Gracias a Dios hermano mío, nuestra infancia en el barrio chiquiano de Jircán fue una etapa maravillosa. ¿Recuerdas?, allí reinaba el juego al aire libre como actividad favorita  durante los doce meses del año; etapa cuando los tinyacos aún no se habían enamorado de la “Negra Tomasa”, pero ya sonaba en los viejos Telefunken a pilas, la canción “Si Adelita se fuera con otro”, en la voz del chivillo estadounidense Nat King Cole. 
 
En Jircán era mejor compartir que competir. Allí, en el paraíso de los juegos, todos corríamos, silbábamos, cantábamos y saltábamos tomados de la mano como buenos hermanos, bajo la mirada protectora de los amados vecinos; claro, sin descuidar los deberes escolares y el apoyo que merecían de nuestra parte las labores domésticas propias del hogar y del campo. 
 
Todos los niños disfrutábamos manteniéndonos activos, ninguno jugaba solo, menos aislado, tanto en las calles del barrio como en el canchón contiguo, lo que permitía un desarrollo armónico de las capacidades y potencialidades: físicas, sensoriales, mentales, afectivas y creadoras. En este último aspecto bastaba usar la imaginación como materia prima para hacer realidad nuestros sueños de pequeños exploradores, suplir la carencia de juguetes de marca que no estaban al alcance del bolsillo familiar, y también para conocer más de cerca a los personajes que daban vida a los cuentos, mitos, fábulas y leyendas ancestrales que nutrían nuestra alma, al abrigo de la luna lunera en la vereda de la cuadra.
 

Pequeña plataforma rodante fabricada por Felipe.

 
El hábito de cooperación siempre fue el norte magnético en Jircán, como soporte fundamental en la construcción de la personalidad; de ahí que, las puertas del canchón comunal permanecían abiertas de sol a sol, y los zaguanes del vecindario las 12 horas del día; porque los comuneros y nuestros padres comprendían bien lo que expresa el escritor neoyorquino Mario Puzo en estas tres citas:

- “La única riqueza en este mundo son los niños, más que todo el dinero y el poder”

- “Incluso el hombre más fuerte necesita amigos”

- “Un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un auténtico hombre”.


Por eso hoy, que la vida empieza a desacelerar su ritmo para los que ya pintamos canas; Hoy, que comienzan a despuntar las arrugas haciendo canaletas horizontales en la frente; hoy, que las calles de Jircán, como las calles de otros barrios chiquianos, están desiertas de niños jugando felices, acompáñame hermano mío en un viaje en el tiempo a través del recuerdo de nuestros juegos de pequeños alfareros, amantes a ultranza de la Pachamama,  juegos gratuitos que nos hicieron muy dichosos, más humanos... porque como rezan estos dos dichos populares: “Lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre” y “Hay cosas que no se pueden comprar con dinero”.
 
 
* * *
 
 
 
 
Desde las raídas tribunas de tapiales y pocas calaminas del estadio de Jircán, se aprecia en toda su belleza al impoluto Yerupajá, bajel insignia del Huayhuash eterno, nuestro centinela de hielo que irradia blancura de día y en las noches de novilunio. Este canchón de tierra y cascajo, con unos cuantos mechones de gras, fue el epicentro de las diversiones diarias de chicos y grandes en el siglo XX.

Durante los meses de carnavales en los sesentas, el SHOGUET, juguete que arroja agua, fue el instrumento de baño a presión en las calles de Chiquián.
 
 
Fabricación de un shoguet
 

El más diestro en el manejo del shoguet fue Patuco Allauca Calderón. Patuco adaptó un inflador de llanta como lanzador de agua. Dicho inflador se le cayó al camión “fantasma” cuando apareció frente a nosotros de manera sorpresiva, obligándonos a torearlo sin poncho ni capote con un ¡Ooooole! pálido y asustado.
 
 

 
Domingo Morales, chofer del vehículo, a quien de lejos se le notaba venir de la cantina de “Penco”, ni siquiera nos vio, y volteó por Dos de Mayo de un solo intento, raspando su destartalado parachoques en la pared de la casa de Arti Oquendo, para después perderse a la altura de Quihuillán; es decir, todo un ¡hijo de ruta!. Al cabo de dos horas nos enteramos por un jinete huastino, que en su loca carrera el camión se había salido de la carretera quedando llantas arriba en el riachuelo de Picush. Alguien comentó que un burro se le cruzó en el camino, otro menos creíble deslizó que Morales descubrió la fórmula para saciar la sed de su bólido directamente del riachuelo !habrá que creerle!. Caso similar ocurrió con “Lipat” Calderón Gamarra cuando le presté mi triciclo y lo chocó quedando la carrocería como fuelle de acordeón. Él, muy suelto de huesos, se disculpó así: "No pude frenar a tiempo, shay, se me atravesó una pirca". Papá no se “tragó” el cuento y me desheredó antes de tiempo de mi preciado tesoro de tres ruedas y recto timón.

Cuando Patuco ponía en funcionamiento su shoguet, bastaba una descarga contra una chica para dejarla empapada de la cabeza a los pies. En cambio de los demás niños consistía en un pedazo de carrizo de 20 centímetros, una coronta o un  trapito sujeto a la punta de un alambre y estaba listo para arrojar medio litro de agua de pilón o de canaleta. 
 
Antes del ocaso salíamos de cacería humana con nuestro shoguet en bandolera por todo Chiquián, liderados por el ensortijado Patuco, evitando todo contacto con el puesto de la Guardia Civil, la Subprefectura, la Junta de Regantes, la tienda de doña Pacucha Romero, la oficina de Rogacóndor, el consultorio de Cucadoctor y con la pétrea mirada del instructor militar a quien llamábamos a hurtadillas “hipopótamo”.
 

 
 
De niño andaba por el vecindario llevando en mis bolsillos un TROMPO liviano de huarango para hacerlo bailar, y otro peso pesado de naranjo con un clavo de punta achatada y afilada para las quiñadas, un bolero, unas cuantas bolas pintas, medio bolsillo de pushpus (fríjol serrano), un guairuro de la suerte, y como arma secreta una  billa metálica de rodaje para hacer añicos a los cholocos de Lipat durante la chuncada mañanera (juego con canicas). Si no era así, me dejaba capote con su ñauca grande (distancia entre el dedo y el auricular de una palma extendida).

Antes de cada gira por otros barrios para chuncar y jugar “choque”, nos aprovisionábamos de lo necesario para efectuar una buena faena. La etapa preparatoria era clave para mantener templado el pulso y no errar en los tiros. 
 

 
 
Para estos juegos callejeros concurríamos titulares y suplentes, asistidos por el logístico Lalo “Fracazeipa” Dextre Balarezo, quien además de cargar dos frascos de vidrio en sus bolsillos, nos daba ánimos y llevaba la cuenta papel en mano sobre los ingresos y egresos con precisión matemática; actividad extracurricular, que cinco años más tarde, le sirvió para ingresar a la Escuela Normal Mixta de Chiquián de un solo intento y convertirse en exitoso maestro en lares casmeños (Yaután).

Los domingos y feriados por la mañana, el estadio de Jircán se convertía en el punto de encuentro de la collera del barrio. Allí jugábamos fulbito, a la ronda y dominábamos balones de “pucash” (vejiga de chancho). En este último destacó Ishilín Alvarado, quien fácilmente hacía quince dominadas utilizando muslos, pies, pecho, frente y hombros. Los demás no pasábamos de cinco, por el poco peso del balón y lo dificultoso que era adquirirlos para los entrenamientos. 
 

 
 
El balón de pucash permanecía inflado un día, otras veces una hora o solo minutos si se estrellaba contra el clavo de un umbral  o una espina de los jardines colgantes del barrio. 
 
Cierto día de enero de 1961 subí al techo de mi casa para rescatar una cometa atascada en el alero que daba al patio de Ishilín, ¿y cuál fue mi sorpresa?: ampayé a su papá Pancho enseñándole su técnica con la que de niño fue campeón en Jircán. Además tenían razones de sobra para serlo, ya que criaban chanchos por docenas, lo que les permitía  aprovisionarse de pucash. !Así cualquiera! –pensé, y me puse a practicar día y noche con un globo inflado, mas nunca pude pasar del cabalístico 7. Desilusionado dejé de entrenar. Pero Ishilín, no contento con ganarnos por goleada, cada vez que un niño se paraba en la puerta de su casa para observar su destreza, ingresaba raudo al traspatio y salía dominando imparable; hasta que su secreto mejor guardado nos fue revelado por su hermano Mañuco: Ishilín ingresaba al traspatio y sujetaba el balón de pucash a su muslo derecho con una liga, para evitar que se cayera, y, manteniendo una distancia prudencial con el observador de turno, salía dominando a su antojo el esférico. 

El balón de pucash fue inventado en tiempos remotos por los griegos. Ellos inflaban la vejiga del cerdo soplando aire con un tubo de madera. Los niños de Jircán utilizábamos una cañita de espiga de trigo.
 

 
 
Un día festivo a fines de diciembre de 1962 encontré a mi vecino Ticucho Moreno en la carpintería de su papá Toribio, incrustando un clavo de acero de 9 centímetros en la punta y un pedazo de hojalata en el “culote” de un trompo de madera de lloque. Salió soberbio a la calle, enrollo la huaraca, levantó al “destructor” y con un rápido movimiento lo lanzó con fuerza contra el trompito de eucalipto de Lipat haciéndolo puré. Lipat,  afligido por el súbito deceso de su engreído, corrió y aupó una laja grande y lo dejó caer sin misericordia sobre el “acorazado” de Ticucho,  hiriéndolo de muerte. Debut y despedida.
 

        
 
Uno de los niños más experimentados haciendo bailar trompos fue Emir Sánchez Proaño, robusto infante del sinuoso barrio de Tranca, colindante con Jircán. Emir lanzaba al aire la perinola recibiéndolo en la palma antes que llegue al suelo, y después se daba el lujo de pasarlo bailando por detrás de la nuca y por entre sus piernas con un equilibrio casi circense; luego, con un par de golpes de costado, arrinconaba al contendor hasta la “cocina”, dejándolo apto para la quiñada. Al finalizar el juego del trompito magullado quedaba un pedazo de clavo pegado a una famélica astilla.

Añico Carhuachín, gracias a su trompo con punta de formón, tenía como trofeos varias lonjas de madera en los bolsillos. Él, para lucirse, colocaba el trompo en el piso con el clavo mirando al Yerupajá, pisaba la punta sobrante del pabilo con su pie izquierdo y con el derecho le daba una patada al trompo que salía disparado hasta caer bailando sedita. En ocasiones perdía el juego cuando el trompo bailarín aterrizaba en el tejado, rompía el cristal de una ventana o caía al piso, pero sin dar ni una vuelta, quedando expedito para la cocina, su defunción y entierro con gemidos de impotencia, mientras los demás pensábamos: "ojo por ojo, diente por diente, astilla por astilla".
  

 
 
Habían trompos de todo tipo, tamaño y color: los seditas que bailaban sin despertar a las hormigas; los cacarancheros, chúcaros o carretones de punta torcida, afilada o rugosa que saltando y saltando buscaban los llanques y los filos de las veredas; y los "humildes" hechizos, llamados huancachos, que daban unas cuantas vueltas y se echaban de costado, aceptando resignados la quiñada trozadora.

Cierto día estábamos haciendo bailar trompos en la calle del barrio, en eso se acercó un niño recién llegado al pueblo, con un trompito nuevo y una huaraca blaquísima en la mano. Durante largo rato intentó en vano estrenarlo frente a nosotros. Desalentado lo dejó abandonado en un rincón, quizá pensando que el trompito no servía. Shaprita, el amigo más querido de los niños chiquianos, que desde cierta distancia observaba callado, tomó el trompito y lo  hizo bailar una y otra vez. El niño le pidió a Shaprita la devolución del empabilado. Así lo hizo Shaprita, y además le enseñó su funcionamiento. El niño se incorporó al juego, y desde aquel día nos visitaba los fines de semana.
 

 
 
Los días que no había con quien jugar en la cuadra, alquilaba a 10 centavos la hora una bicicleta al “Cholo Machuca" de su tienda del jirón Comercio, solo que tenía que tener paciencia al momento  de solicitarle la bicileta, pues si estaba cavilando un “jaque mate” contra un rival invisible en su tablero de ajedrez, nos ignoraba olímpicamente, así seamos sobrinos del presidente de la Comunidad de Indígenas o el vecino del tinterillo más temido del pueblo.

Una tarde, cuando varios niños observábamos recostados sobre el mostrador, a los reyes, alfiles, peones, torres y caballos que quedaban en el tablero de ajedrez, alguien interrumpió al “Cholo Machuca” con un pedido; él, sin parpadear, metió a todos los plastificados dentro de una caja negra; luego mediante una venia nos invitó a salir, aseguró la puerta de su tienda con candado y se marchó con las manos en los bolsillos rumbo a Parientana, murmurando no sé qué diablos.
 

 
 
Ese día, viendo jugar ajedrez al talentoso “Cholo Machuca”, comprendí por primera vez, que en el juego de la vida unos tienen corona y les gusta que los protejan; otros comen de costado, algunos se mueven en diagonal, muchos avanzan palmo a palmo; también hay de los que devoran de frente sin compasión a los pequeños; pero dentro del cajón todos somos iguales, por más corona o cetro que llevemos. El "Cholo Machuca" inició a muchos niños chiquianos en el deporte mental por excelencia, deporte donde reina la estrategía, la concentración y la inteligencia, trilogia tan necesaria en el mundo actual.
 
Viene al arca del recuerdo un soleado domingo de enero de 1963. Nos encontrábamos en el estadio de Jircán, cuando Ticucho montó sin dificultad la bicicleta roja “chillandita” de mi primo Pablín Calderón. Lo impulsamos unos metros con Patuco y empezó a pedalear y pedalear como todo un campeón, lástima que al cabo de unos segundos el temor empezó a nublarnos los ojos viendo que se acercaba imparable a la orilla del estadio, que mediaba con una honda sima camino al cementerio. Y así, entre pedaleo y pedaleo, desapareció de nuestra vista. Corrimos y lo hallamos cuesta abajo tendido boca arriba sobre el suelo. Felizmente, gracias a la lluvia del día anterior que dejó blando el piso, el accidente no tuvo mayores consecuencias que un timón unido al asiento y un par de aros cuadrados. Así fue el debut y despedida de la BICICLETA del generoso Pablín y también de su novel piloto, que desde ese entonces se dedicó a montar burros dañeros, que a diferencia del velocípedo, frenaban al filo del precipicio, mientras Ticucho salía volando a las estrellas apero y todo.

Las veces que no tenía dinero, salía en busca de mi primo Queño Rosemberg Garro. Este buen discípulo de Arguedas prestaba su bicicleta a “todas las sangres” en la plazoleta de Quihuillán, pero por cinco minutos solamente, debido a la cola de pedigüeños que llegaba hasta el barrio de Alto Perú, una pintoresca colina cercana al lugar de diversión. 
 

 
 
La bicicleta era muy alta para nuestro tamaño impúber, la dirección un tanto torcida, sin caucho en los pedales, ni frenos para detener su marcha, una ligera presión en la llanta delantera con la planta del pie bastaba para parar, lentamente. Pedirle más tiempo a Queño resultaba un martirio, ya que exclamaba a todo pulmón para que escuchemos todos: "¡Acá nadie tiene corona!, cinco minutos gratis por cabeza, si desean más tiempo, vayan a montar palos de escoba, burros al Coso o becerros al corral de don Aurelio Garro, donde pueden permanecer de día y de noche si quieren". 
 

 
 
Después de manejar bicicleta leía REVISTAS de vaqueros y superhéroes americanos en uno de los puestos con paredes de yute ubicados a la salida del mercado de abastos, mirando de reojo para no molestar a los lectores Pepe Lavado del Jirón Grau y Taylor Maturana de Agocalle. 
 

 
 
Más tarde, como para ir “culturizándome”, repasaba las  novelas de Corín Tellado que mi hermana Mirtha guardaba bajo un perol volteado en un depósito de la casa.

Otro de los juegos preferidos fue el RUN-RUN. Chancábamos con martillo una chapa de botella de gaseosa o de cerveza. Cuando estaba bien aplanada, afilábamos el borde dentado del disco y con un clavo hacíamos dos orificios centrales sin filos por los que pasábamos una pita de ida y vuelta. Sujetábamos los dos extremos del pabilo con los pulgares, un ligero vaivén hasta que se trence el hilo y en la medida que jalábamos el run-run iba alcanzando mayor velocidad, sonando como hélice de avión. Los más osados competían frente a frente procurando deshilachar el pabilo del oponente hasta romperlo. Los más pequeños, en vez de chapa achatada y afilada, utilizaban un botón de algún abrigo en desuso.
 

 
 
En este juego algunos quedaban con la chompa raída, mayormente cuando nos visitaba Genaro Aldave del barrio de Jupash haciendo girar su sierra de tapa de lata de atún. El peligro amenazaba los rostros chaposos de los curiosos cuando la hoja salía disparada al romperse la pita.  
 

 
 
Durante las vacaciones de medio año se incrementaban los juegos en Jircán, sobre todo CANGA, cuyo mayor exponente fue Rody Valderrama Alvarado. Para lograr su propósito tenía una paleta de eucalipto con mango de raqueta de pimpón, y como complemento un trozo de madera de aliso tipo palitroque que apoyaba sobre una piedra saliente del piso de tierra; luego le daba un certero golpe con el borde de la canga y lo tomaba en el aire donde lo mantenía dando bote contando en quechua: huk, iskay, kimsa, tawa, pichqa, soqta, qanchis, pusaq, isqonm chunka, etc. Finalmente lanzaba la maderita lo más lejos posible, ganándonos a todos. Nunca pudimos superar su marca. Muchas veces lo vi pasar por el frontis de mi casa camino a Ninán practicando canga, sorteando con menudos saltos los charcos y las tortas de vaca, aun frescas, regadas en el piso.
 

 
 
En el BOLERO nadie pudo con la habilidad natural de Luchu Allauca Calderón. Con calculados balanceos pendulares embocaba decenas de veces el pin en el agujero de la bola de madera, bajando y subiendo la cabeza hasta marearse; inclusive se daba el lujo de hacerle un torniquete a la cuerda y seguía contando mientras nos miraba con aire de autosuficiencia. Mas no todo era alegría para el bajito de Luchu, pues si fallaba, la bola descendía tan rápido que golpeaba sus canillas haciéndolo trastabillar de dolor, santos deslices que lo obligaron a fabricarse un par de polainas de pellejo que lo cubría de la cintura a los pies. Era fácil reconocer a un novato en el bolero, ya que éste salía a la calle con uno nuevo y a los pocos minutos estaba llorando por un chichón, debido al pabilo demasiado largo. Los que no lograban destreza con los boleros de madera se contentaban embocando una pequeña bolita a una copita, ambas de plástico que vendían a 10 centavos en las tiendas del pueblo, todo dependía del tamaño del hilo para pasar de 100.
 

 
 
Al culminar las Fiestas Patrias, los FAROLES que resultaban magullados se convertían en COMETAS, que los niños hacíamos volar en el estadio de Jircán durante las vacaciones de medio año. En la pantalla del recuerdo aparece Rubén "cañita" Palacios Candia corriendo tras su cometa que se eleva unos cuantos metros, de pronto tropieza y cae soltando el cordel, un minuto de vuelo rasante y la cometa queda atrapada en el cable telegráfico que atraviesa Tranca rumbo a Pacllón, Rubén se levanta con la respiración entrecortada y se va llorando a su casa. Cuántos casos similares están registrados en la memoria. 

Con el apoyo del carpintero don Helacho Ñato construimos con Ishilín, Mañuco y Patuco una enorme cometa en forma de bandera peruana, la cola fue hecha con retazos de tela que nos proporcionó el sastre "Palermo" un barranquino muy querido por los chiquianos. Ya en el estadio de Jircán, Ishilín y patuco sujetaron la cometa en posición vertical, mientras con Patuco agarrábamos el hilo a una distancia de 10 metros; luego empezamos a correr, y antes de sentir el tirón, ellos la soltaron, elevándose cinco metros y cayó, y así nos pasamos la tarde sin hacerla volar mayor altura. Cansados nos fuimos a dormir. Pasaron los días, hasta que un fuerte viento levantando polvareda en el canchón de Jircán nos animó a continuar. En el primer intento la cometa se elevó hasta que la cuerda de 100 metros quedó bien templada. En vista que temblaba y sonaba fuerte a punto de rasgarse, la dejamos libre, desapareciendo entre las nubes.

Durante los siguientes días de clases escolares no visitamos el estadio, pero el domingo 13 de agosto cuando leíamos en la vereda una revista de vaqueros, nos avisaron que un cóndor “rojiblanco” estaba sobrevolando el cielo chiquiano, levantamos la miraba y de nuestros ojos rojos desapareció la tristeza de los días anteriores. Era nuestra amada cometa patriótica luciendo toda su galanura en el domo azul. 
 

 
 
En las competencias de YO-YO, los riojanos Jaime y Marco, hijos del Instructor Pre Militar don Fausto Chirinos, siempre salían airosos gracias a sus largas y huesudas manos de organistas. Ambos hacían malabares durante los vertiginosos ascensos y descensos de la diminuta polea de plástico: “el muertito”, “la montaña rusa”, “escalando el Jirishanca”, “a Shapash en picada”, “bajando Jaracoto de siki”, “una hoja suspendida en el viento”, “moyuna charapa” y “al ras del piso”, fueron sus acrobacias más espectaculares, hasta que una fría tarde de junio visitó el barrio Lucho Alva Aldave, quien acordeón y triángulo en mano realizó unas piruetas con el yo-yo que nos dejó sin aliento y con los ojos fuera de sus órbitas. Desde ese día los hermanos Chirinos dejaron el yo-yo para dedicarse al estudio a tiempo completo.
 

 
 
En los juegos con ARO, Ancha Núñez Díaz, fue el que tuvo mayor dominio. Su equipo era el contorno interior de una llanta de camioneta de medio metro de radio, y como complemento un duro alambre con su carrete de madera para hacer girar el aro. Las veredas del barrio fueron los lugares más apropiados para demostrar su pericia. En cambio en Quihuillán brillaba con luz propia Marco Ibarra Damián, quien era todo un experto en los cercos de cemento de los jardines interiores de la plazoleta, inclusive se daba el lujo de subir y bajar las gradas del monumento a Bolognesi, sin perder el equilibrio. Pero en las carreras a campo traviesa nadie como Carlos Reyes Gamarra. Solamente tenía problemas en las curvas cerradas, pues se abría demasiado por el poco dominio que tenía sobre su cintura de aliso, perdiendo preciados segundos de tiempo. Cierta tarde, cuando ya le faltaba poco para romper su propio record, Carlos escuchó el silbato de su papá Hernán, saliendo disparado abandonándolo todo, seguido por su hermanito Vladimiro. Ya en la noche dejamos con mi hermano Felipe, su aro y alambre junto a dos coronas de difuntos que reposaban debajo del mostrador de la tienda de nuestra amauta Dolorita, lugar donde ambos vivían. Prácticamente el aro era irrompible, gracias al caucho resistente y a sus aceradas venas internas en círculo. El aro fue y seguirá siendo el más leal compañero de un niño paseandero.

En ocasiones hacíamos exploraciones a campo traviesa lejos de los linderos del pueblo, especialmente cuando nos visitaban alpinistas de diferentes continentes para su fase de aclimatación en Chiquián antes de retar al Carnicero. Emulando a los valerosos andinistas, los niños de Jircán bajábamos y subíamos los escarpados de shapash y Chivis. Al primero de los citados lo bautizamos como la ruta del yocyoco y al segundo como  la ruta del chivillo, con un palo escoba como bastón de soporte y unos metros de soguilla en la cintura, que tejíamos con hilos de colores en un carrete de madera acondicionado con clavitos.
 
 
 
 
Como pequeño “ayudante” de la empresa de transportes de la familia, manejaba diariamente mi TRICICLO por las calles del pueblo, convirtiéndome en poco tiempo en un temerario de las tres llantas. Por las tardes llevaba tres “pasajeritos” hasta el río Aynín y retornábamos entrada la noche empujando el triciclo. En el mejor de los casos nos hacíamos jalar por un camión minero. Algunos domingos sujetaba la carrocería del triciclo al parachoques posterior de algún vehículo amigo y me trasladaba hasta el paraje de Shincush ubicado a 15 kilómetros carretera arriba. El retorno lo hacía repleto de pequeños pasajeros, pisando el freno con ambos pies, sorteando con brincos las huellas que los vehículos dejaban en la vía de tierra y cascajo.
 
 
 
 


Para practicar mis acrobacias en el estadio de Jircán iba con Tocho y Papi Robles, Enrique Jara, Ancha Núñez, Cuco Lastra y mi primo Miguel Balarezo. El reto en esta temeraria experiencia de vida consistía llevar el triciclo a cierta velocidad con una de las llantas delanteras por la orilla del precipicio que daba al barrio de Tranca. No sé si fue un milagro o la práctica constante lo que evitó un accidente fatal. 
 
Uno de los niños que manejaba el triciclo a prueba de choques y volteadas aparatosas fue mi primo Antonio Tafur Anzualdo. Otros pilotos de hura barrio fueron Carlos Alarcón Cámara y el 'carioco' Santos Flores, secundados por 'Ucush' Marino Espinoza de Agocalle, sólo que a veces este último se pasaba de tragos y también de frente rumbo al cementerio triciclo y todo. Con el tiempo emularon a estos valerosos tricicleros de los sesenta: Lucho y Oscar Santos Maldonado y Nando Alarcón Cámara. 
 

 
 
Los fines de semana de 7 a 9 de la noche jugaba con mis amiguitos y amiguitas: CHANCA LA LATA, AMPAY, SAN MIGUEL, EL QUE PISA LA RAYA PIERDE, TRES EN RAYA, SALTA A LA SOGA, PLANCHA QUEMADA, JUGUEMOS EN EL BOSQUE y también, para ir ganando experiencia: AL PAPÁ Y LA MAMÁ. Del mismo modo jugábamos a ser maestros, médicos, chacareros, pastores y demás profesiones y ocupaciones. También fungíamos de actores en las famosas veladas (actividades teatrales), bajo la dirección de Carlos “Cañita Palacios Candia.

Uno que otro sábado preparábamos una PELOTA DE FUEGO, hecha de trapo, fuertemente fajada con alambre. Entrada la noche la sumergíamos en un recipiente con kerosene, de mi casa. Cuando no era posible abastecernos por la presencia de mi mamá, Luchu y Patuco llevaban la pelota a la tienda de doña Dolorita Aguirre, y mientras les despachaba caramelos de leche aprovechaban para hacer reposar la pelota al fondo de la lata de kerosene que estaba pegada a un enorme cilindro. Una vez que la pelota absorbía el contenido la sacaban con disimulo, llevándola cargada hasta la esquina de Leoncio Prado con Dos de Mayo. Allí era encendida y luego pateada por todos hasta el estadio de Jircán.
 

 
 
Los que iniciaban el trayecto camino al canchón de Jircán resultaban con las medias y los zapatos empapados de kerosene, que en ocasiones se prendían y teníamos que sofocar el fuego con tierra o con un poncho. En el canchón jugábamos una pichanguita de “fulbito lanza llamas” donde participaban adolescentes de otros barrios. Este peligroso deporte fue proscrito a fines de 1962 después que Lipat de una feroz patada lanzó la pelota al techo de paja del sombrerero Teófilo Rivera ocasionando un amago de incendio que fue apagado por los vecinos.
 

    
 
Los días de aguacero recorríamos las calles anegadas del barrio trepados en ZANCOS de madera de eucalipto, o hechos de latas de leche gloria y chiligua por los niños más pequeños.
 
 
 
 
 
También saltábamos con GARROCHA. Con palo de escoba los infantes y de tallo de eucalipto tierno los "maltones". Una varilla a cierta altura o el umbral de alguna casa era la marca de salto. Muchas caídas sin lágrimas, otras cuajadas de llanto cuando por un impulso mal calculado el saltador se elevaba sobre la pared y caía al patio de alguna vivienda con tunas o hualancas floreciendo.

Descollaron en TUCUPANAHUÍN los hermanos Ticucho y Nicucho Moreno. Ambos Hacían figuras increíbles empleando los dedos, las palmas y las muñecas de ambas manos. El lazo de hilo que usaban era de lana de 150 centímetros, más o menos.
 

 
 
La mayoría de los niños hacíamos de dos a seis rombitos, o en el mejor de los casos la popular escobita andina. En una oportunidad, el pequeño Pocho Calderón Gamarra nos mostró desde su ventana del segundo piso más de 20 rombos entre sus diminutos dedos, entonces corrimos para ver de cerca el milagro, dándonos con la sorpresa de que se trataba de un pedazo de malla para pelota de básquetbol, teñida de negro.
 
 

 
 
En los PATINES el más ducho del barrio fue Lipat. Tenía un par de patines de metal con correas de cuero, muy antiguos, que trajo de Huaraz. No los prestaba a nadie para evitar que los malogren, solamente podíamos abrillantarlos y aceitarlos. Las pocas veredas de Jircán se llenaban de chirridos a partir de las seis de la tarde. Cierta mañana de un sábado de julio de 1962 un grupo de niños acompañamos a Lipat a la plazoleta de Quihuillán. Recuerdo que cuando Lipat iba por la décima vuelta apareció Miguel Arturo “Cholito Corazón” Barrenechea Ibarra, con dos patines en la mano, recién llegado de sus vacaciones escolares en Lima. Lipat lo retó, dándole además 10 metros de ventaja. Se inició la carrera y Lipat fue alcanzado en la segunda vuelta. A partir de la tercera Cholito Corazón rodaba de cuclillas en cada esquina, gracias a las llantas de carbón de sus patines nuevos, que ni el sonido de las billas se escuchaba a un metro de distancia. Aquel día Lipat colgó los patines y optó por la guitarra que tantos lauros le dio en Chiquián, Huaraz y Lima, hasta el final de sus días. Era fácil reconocer a los que utilizaban un solo patín, porque del zapato con el que corría para impulsarse, no quedaba nada de suela y ya empezaba a asomar la media de lana. En ocasiones los patinadores se hacían jalar por un ciclista amigo hasta el charco más cercano para un inesperado chapuzón callejero.
 

 
 
En las vacaciones de fin de año fabricábamos TRACTORCITOS de carrete de madera. Los bordes servían de llantas, previamente dentadas con una hoja de afeitar. Por el orificio del carrete se pasaba una liga sujeta a un  palito de fósforos de manera transversal en uno de los extremos, y en el otro una rodaja de vela o de jabón y un  clavo haciendo palanca contra el piso. Se daba vueltas al clavo procurando enroscar bien la liga y se depositaba el tractorcito en el suelo, comenzando su viaje de un par de metros. Para las pendientes se empleaba carretes más grandes, privilegio del que gozaban los que eran hijos de sastre, costurera o tejedor.
 


 
Las CARRERAS DE CHAPAS se realizaban en los bordes de las veredas de cemento utilizando la ranura divisoria. También se pintaban circuitos con trozos de yeso que desprendíamos de los bordes de las paredes de Arti Oquendo y de la familia Moncada. En las paredes de ambas viviendas todavía están las huellas que dejaron los pequeños saqueadores. Las chapas se rellenaban con barro para darles mayor estabilidad. Cada jugador hacía el recorrido golpeando la chapa con la uña del dedo medio haciendo presión con el pulgar. Si la chapa salía del circuito se tenía que volver a la línea de partida. Era habitual sacar del circuito las chapas de los contendores antes de que lleguen a la meta, aunque en el intento muchas veces se les ayudaba a avanzar.
 
También jugábamos partiditos de fulbito en la vereda. La canchita se pintaba con tiza, y las chapas, simulando jugadores, con los colores de los equipos chiquianos.

 

 
 
Asimismo jugábamos uniendo dos vasitos, cajitas de fósforos o latitas perforadas con un hilo largo. Patuco lo bautizó como el TELÉFONO PROLETARIO. Nos parábamos de esquina a esquina; y como si estuviéramos hablando por teléfono gritábamos a todo pecho: ¡Shay!, ¡aló, aló! ¿me escuchas?, ¿me escuchas?, solamente se oía un sonidito cuando la pita estaba bien templada. A veces uno de los interlocutores se iba dejando la lata tirada, mientras el otro seguía ¡Shay, shay!, ¿me escuchas?, ¿me escuchas? ¿me escuchas c…
 


 
Un juego muy entretenido fue EL EQUILIBRIO DE LA CORREA haciendo gancho en la ranura de una maderita. A falta de maderita para este experimento de física popular, resultaba de gran utilidad un lapicero. El cinturón se pasaba por el sujetador (lengüeta de la tapa del bolígrafo). “Busquen con buen pulso el centro de gravedad y saldrán airosos del experimento”, nos repetía Patuco.
 

 
 
 
Los PALITOS MÁGICOS nos permitían pasarla bien en horas de fuerte aguacero durante los fines de semana. Hacíamos figuritas y truquitos divertidos. Para lograr el efecto visual doblábamos cinco palitos de fósforos, cuidando de no romperlos. Los colocábamos en forma de una estrella sobre la mesa. Echábamos unas gotas de agua en el centro de la figura, y poco a poco la estrella incrementaba su volumen.
 
 


 
Del mismo modo fabricábamos objetos de papel con nuestras manos, como el juego de fortuna, llamado “comecocos” en otras latitudes. Manualidades de papel muy similares al origami nipón. Ídem cubos mágicos de cartón, y adornos navideños para alegrar la Noche Buena y la Bajada de Reyes. 
 


 
En la compra de sobres e intercambio de figuritas de flores, animales, aves, peces, razas de seres humanos, etc., los primeros en llenar sus álbumes en el barrio de Jircán fueron los hermanos Jaime y Marco Chirinos Aramayo. Los quintuplicados que sumaban cientos abultaban nuestros bolsillos, la mayoría ajados y gastados su color, en el vano intento de cambiarlos en otros barrios.

Un día, después de unir siete álbumes en uno con igual número de amiguitos de la cuadra, nos faltó la figura 7 (Flor del Paraíso). Pasé días enteros recorriendo Chiquián, puerta por puerta, barrio por barrio, buscando la esquiva figurita. Quizá a más de uno del pueblo le sobraba el 7, no lo sé.

Agotado de implorar por la bendita figurita tiré la toalla y me puse a llorar de impotencia. Mi mamá que estaba observando el cuadro de angustia desde el balcón, descendió las escalinatas y acunándome en su regazo, me dijo: “Como dice tu abuelita, el que busca encuentra hijito. No te des por vencido tan fácilmente, que la ilusión por encontrar la figurita que te falta nunca la pierdas. Ella te aguarda en algún lugar del mundo, porque los sueños se hacen realidad cuando median el empeño, la esperanza y la fe”. Dicho y hecho, 15 años después encontré en el Cusco la figurita soñada.
 

 
 
Otra diversión entretenida era intercambiar tiras de celuloide sobrantes del cine mudo del amigo Pichinco. Estos retazos de películas se utilizaban en los cines caseros, que consistían en una caja de cartón agujereada en la parte superior de donde pendía un foco lleno de agua, el lado posterior tenía otro agujero para una linterna, el lado anterior estaba descubierto. Bastaba encender la linterna y poner la película delante del foco para que la imagen se refleje en la pared; lástima que un día alguien rompió el foco y dejó colgando la parte sobrante, entrada  la noche retorné a casa para deleitarme con unas películas que me regaló don Enrique Mejía de Llaclla y terminé con una cicatriz en la parte interna de mi dedo medio derecho, como trofeo inmutable de mi hazaña de aprendiz de cineasta. Asimismo íbamos de tienda en tienda por chapas de gaseosas buscando debajo de los corchos el premio que nunca llegó.

Las armas artesanales para nuestros juegos, además del shoguet y el run run, fueron:
 
 

 
1. La carga vacía de un lapicero de tinta seca que se introducía como sacabocado en la pepa de una palta hasta taponarla, luego se metía en la carga un alambre duro con fuerza y el cañoncito disparaba su munición, una y otra vez hasta que la  pepa esté más agujereada que la superficie lunar.

2. Una liga de medias era enganchaba entre el pulgar y el índice de una de las manos y se utilizaba como proyectil un papelito enrollado y doblado como bumerang. Esta arma arrojadiza es la prima más humilde de la hondilla.

3. Durante las procesiones de Semana Santa, se hacía una bola con las lágrimas de las velas, poniendo en su interior la punta de una pita. Una vez dura se arrojaba la bolita en la cabeza de algún niño que caminaba dormido. Era una forma muy sugerente para que el dormilón no se vaya de bruces en una canaleta de vereda.

4. En ocasiones se confeccionaban  “matacholas”, con medías rellenas con talco o harina para pan. Estas competían con los cuilumpis (bellotas de papa) durante los carnavales.
 
 

 
5. En cuanto a las armas aéreas, los cazas bombarderos de papel competían con los helicópteros de listón de carrizo y palito.

6. También jugábamos a regir con JAN KEN PON (YAN KEN PO), piedra, papel o tijera.
 


 
Mientras los varones nos divertíamos, las mujercitas hacían lo propio. Violeta Oquendo Márquez, Armida Calderón Gamarra, Dora Alvarado Jara y mi hermana Mirtha fueron excelentes orfebres de utensilios de cocina (ollitas y cubiertos de barro). Ellas extraían arcilla de diferentes colores y matices de las pequeñas vetas de Shapash, Cruz del Olvido y del Pesebre. En las competencias de “teja”, “chantada”, “que pase el rey, “salta la soga”, “pispis“ con pelotita de jebe inflada por sumergimiento en kerosene y yases multicolores de plástico y plomo, destacaron mi prima Durid Calderón Yábar, Amelia y Mali Núñez Díaz, Fortu Blas de Moreno y Mamash Palacios Candia. Saltando la soga nadie le ganó a Noni Palacios, tampoco en tupucanahuín.
 

 
 
Cada noche antes de irme a dormir, escuchaba bien sentado en la vereda de la cuadra cuentos, mitos y leyendas:  de guegue almas, ojeados, pistachos, ayaquirpas, guengrish, cantos agoreros, tapados con antimonio, ichicqolgos, Pisana María, la mujer del cura que se convirtió en mula, María marimacha, el minero enanito, el jorobado que quiso estudiar derecho, la laguna encantada, la trucha que se ahogó en el río, el jinete que llevó sobre su caballo a una bella mujer con patas de gallo, Juan Oso de Matara, las memorias de una pulga andina, la procesión de las calaveras, la mujer vestida de negro que asusta a medianoche a los camioneros en Matarrajra, la chacuita eléctrica, el pichuichanca ciego, la gallina que no ponía huevos, el mataperro anónimo, el viejito sin huesos, la palla erótica, el camachico diabólico, el gemido del nunatoro, el lulu diablo que daba serenata, la viuda del chanchito, el cuy cutucho, el ninacuru solitario, el chuluc trovador, el shulaco enamorado, el ultu que nadaba muertito, el huinchus atómico, el tinyaco negro, el burrito maltón, entre otros. En la narración despuntaron Gelacio Valderrama y Luchu Allauca. 
 
En los juegos nocturnos y cuentos de almas participaban los hermanos: Ancha, Amelia y Mali Núñez; Natividad, Jaime, Marco e Ivón Chirinos; Ticucho y Nicolás Moreno; Lipat y Armida Calderón; Paco, Artidoro y Violeta Oquendo; Mañuco, Ishilín y Dora Alvarado; Luchu y  Patuco Calderón; Carlos, Guillermo, Mamash y Noni Palacios; Fortu y Divina Blas; Durid y Pablín Calderón; Mirtha y Felipe Alvarado; asimismo Añico Carhuachin, José Padilla, 'Uluy tulush' picante y 'Chichica' de Calderón. También algunos invitados de honor, entre ellos Tocho Robles de Jupash y Hualín Aldave del mirador de Fragua. 
 
En el barrio de Jircán practicábamos el intercambio cultural; y se agudizaba diariamente la imaginación, dando paso a la creatividad. Los días lluvia la techada escalera de mi casa que conduce al segundo piso se convertía en el gabinete de estudio de los niños de la cuadra, donde cada peldaño estimulaba nuestra imaginación. 
 
Cierro los ojos y en el écran del pasado veo a Mañuco con sus zapatitos aquinos con planta de herraje, sacándole fulgurantes luciérnagas al empedrado, mientras los dados del tiempo siguen girando en el cubilete del recuerdo, al compás de las bolitas golpeadoras de los años tempranos, donde el entretenimiento era mucho mayor que la competencia.
 
 
 
 
Muchos juegos quedan sin mencionar en esta Parte 1. Integran la Parte 2 (Safari andino). Mientras tanto, el columpio “hechizo” de nuestros años niños, seguirá meciendo los sueños de la primera etapa de la existencia terrena hasta el final de los tiempos.
 
* * *

Bueno, es lunes 1º de abril de 1963, ayer culminó las vacaciones de la Primaria. La olla está hirviendo sobre el primus. Adentro el rico kuaquer con manzana está a punto, esperando el primer sorbo. Ya falta media hora para asistir a la inauguración de clases en el Primer Año de Secundaria en el “Coronel Bolognesi” de Chiquián. Después de la ceremonia desfilaremos al aula haciendo sonar nuestros uniformes nuevos o almidonados. Alguien que levantaba la mano en la Primaria para pedir permiso y salir corriendo para pichir bajo el arrayán de doña Pancha Vicuña, lo hará también en la Secundaria, pero está vez sobre los manojos de acelgas a orillas de Yarush.

Ha sido un corto viaje por el túnel del tiempo, y en tanto el tren de la vida sigue su curso inexorable, sólo queda el dulce aroma del recuerdo de un Jircán hermoso, que en su plaza multiuso: tardes de toros, de hinkanas, huertros de Judas, reparto de agua, reuniones para tareas comunales, ensayos para los desfiles, así como actividades deportivas y recreativas, acogió día a día al pueblo chiquiano en el siglo XX.
 

 
 
JIRCÁN, un lugar de ensueño donde fuimos LOS NIÑOS MÁS RICOS DEL MUNDO. Niños con trillones de gemas espirituales en la mente, el alma y el corazón. 

En la actualidad el canchón de nuestro amado barrio, sólo abre sus puertas cuando retumban las avellanas o suena la tarola anunciando la fiesta patronal, para el Huerto de Judas o alguna feria provincial, el resto del año para cerrado. 

Hoy, en el Tercer Milenio los niños del mundo juegan solos, en un metro cuadrado de espacio y 500 mega bites de memoria. ¿Qué vendrá después?, no lo sé.
 
 
 
 
JIRCÁN

Barrio de mi querencia
donde la canga y el shoguét,
fueron los juegos preferidos de mi niñez,
con gritos, hurras y risas rimando por doquier.

Leoncio Prado, Tarapacá,  Bolívar y Figueredo,
cuatro cordones umbilicales de unión familiar;
noches de cuentos y leyendas de vereda
que acunaron mi traviesa infancia.

Allauca, Palacios, Blas, Moreno, Núñez,
Alvarado, Valverde, Soto, Carhuachín
Rivera, Valderrama y Calderón
son íconos que no morirán.

Lugar de bandas y huaylisheadas,
tardes de fútbol, de toros y avellanas;
el Yerupajá, el Jirishanca y el Carnicero
son tus blancos picachos que besan el cielo.

Paso obligado al Camposanto,
donde finaliza la jornada vital
y hallan morada las almas buenas
en tumbas orladas de azucenas...
 
Nalo Alvarado Balarezo - Tupucancha,1965
 
 

 
JUGUETE CHIQUIANO

Caballito de palo
que corres contento
con tu jinete Nalo
y tus estribos al viento.

Caballito de madera
de una humilde escoba,
saltando vas por la pradera
donde todo es risa y vida.

Subes y bajas las colinas
con tus riendas de chiligua,
saltas arroyuelos y pircas,
nunca dejas de trotar...

Hoy quiero verte en Jircán
para ponerte tu montura
y pasearnos por Quihuillán,
como 'Pegaso' a gran altura .

Y así surcar el bello cielo,
entre hermosos aerolitos,
lazando estrellitas al vuelo
para ya no estar solitos.

Nalo Alvarado Balarezo - Chiquián, 1964
 
 

 
BARQUITO DE MAGUEY

Eres pequeño, peso pluma, color verde tarapaqueño,
hay amarillos aliancistas y guairuros cahuidistas;
velero inquieto, buen amigo de mi infancia,
que bogas dichoso por las aguas de Yarush.

Te construyen Perico, Efrita y Felipón,
con hojas de afeitar y anilina full color.
 
Corbetas y navíos son los preferidos,
con brújula y pasajeros invisibles.
 
 Apareces con las lluvias de diciembre,
en bullangueros astilleros de ilusión.
partes del puerto Grau rumbo a Quihuillán,
sin radar ni timón, con las carabelas de Colón.

Atraviesas sin peligro Tacna y San Martín;
pero en Bolognesi, tu destino lo decide Hualín,
un hondillazo fiero y deja de latir tu corazón,
entre risas de ichicqulgo y lágrimas de emoción.

Bajas por las olas cantarinas jugando y soñando;
formando espuma en tu romance con las acelgas
que danzan en el remolino y la hierba que sueña
beber el agua que corre, para dar hojas nuevas.

Atraviesas ligero el puente de “Chushu Victor”,
pasas el patio de “Uchcu Pedro” y Leoncio Prado,
llegas a la fragua de Lapicho, Jupash y Espinar,
donde el ocaso juega canga en las riberas.

Sudo frío, ya te acercas al puente de Cachay,
esquivas trapos viejos, ramas y algo más.
Los ojos del túnel arquean sus cejas.
En la oscuridad aguarda un pishtaco.

Cruza un chivillo en trémulo vuelo
anunciando que no saldrás vivo del agujero.
Siento el llanto del agua que intenta remolcarte,
mas tu ancla cae junto a tus hermanos de infortunio.

Cierro los ojos por tu partida; el tiempo se detiene,
mi alma se hace trizas, la luna llora en el charco.
A mi lado un toro rumia arrodillado en el pasto,
mis zapatos mojados anuncian ¡neumonía!

Nalo Alvarado Balarezo - Yarush 1972

Fuente:

Novela DEL MISMO TRIGO, cuarta edición artesanal. Encuentro en Jircán