domingo, 3 de diciembre de 2017

HOMENAJE AL CLUB ÁNCASH EN EL ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN - POR AIVIL ALITANA



CLUB ÁNCASH

Por Aivil Alitana

Un rinconcito de mi amado terruño
en el corazón de Lima: Jesús María,
frente al Campo de Marte,
orgullo del Perú.

Un día del siglo pasado
fui al oír su llamado,
todo parecía desolado
en aquel entonces:
las fragancias mustias,
los tambores rotos;
eran años difíciles para el Perú.
Desde ese día no me alejo de su lado.

Hoy, en los grandes acontecimientos
no cabe ni un alfiler: Día de la Madre,
del Maestro, del Padre, aniversarios, festivales,
talleres, encuentros literarios, jornadas médicas,
danzas, melodía, sabrosos potajes, estampas full color.

Todos trabajan al unísono, desde el Presidente
hasta los señores que nos reciben en la entrada
 los 365 días del año, de lunes a domingo;
por eso integrar el Comité de Damas,
con Angélica, de guía, es una filosofía de vida para mí.
.
Al final de cada jornada, en sus cálidos salones:
las blancas sillas amanecen apiñadas, besando el cielo raso,
como nuestros nevados: Huascarán, Alpamayo, Yerupajá…

Dicen que en las madrugadas de plenilunio,
bailan las pallas vestidas de flores en el salón principal,
y que el alma de nuestro pueblo se convierte en colibrí.

En el Club Áncash, hay calor de fogón en cada latido,
los mismos sentimientos de unidad, los mismos ideales.
Cada día, cada mes, cada año se reinventa la vida,
florecen las manos artesanas perfumadas de orquídeas,
a papa ancashina, a pan de trigo, a tarwi. Todo es de postal.
Allí habita el espíritu generoso del paisano migrante
que extraña lo nuestro: las feraces quebradas, el mar,
el viento limpio de la puna, los ríos cristalinos, el cielo azul,
las altas cordilleras que erguidas acarician el Cosmos.

Club de tanta historia. Honor y gloria a los pioneros,
a los que pusieron la primera piedra hace 68 años,
a los que construyeron los cimientos culturales,
a los que la edifican con los adobes de la confraternidad,
a los que la engalanan con los aleros de la solidaridad,
a las damas que día a día nos acogen en el comedor,
como si fuera nuestro mejor cumpleaños,
a los que ponen en relieve las excelencias ancashinas,
a los que sin tregua la engrandecen con sus obras
a lo largo y ancho del mundo.

Los Olivos, 3 de diciembre de 2017
 
 


MI PEQUEÑA CHACRITA

Por Aivil Alitana
 
 
Qué provinciano que radica en lugares remotos, no extraña la chacrita que nutrió su niñez. Una chacrita multiusos: propia (por sucesión de herencia), parcela comunal, chacrita arrendada o prestada por sus generosos dueños, máxime en un pueblo que se sustenta en la agricultura y la ganadería en menor escala desde tiempos inmemoriales. En mi infancia las chacras eran de todos los niños. Nadie nos impedía el ingreso. En ellas jugábamos aspirando el aroma de las plantitas bendecidas por la lluvia, sobre todo en los meses de barbecho, cuando el terreno descansa calmo hasta la próxima siembra. En ellas hacíamos nuestras tareas escolares los fines de semana al abrigo de un rugoso molle. También fueron los altares de los primeros juramentos con fragancia de manzanilla, cuando la luna se posaba en la palma de la mano, y escenario natural de los primeros sueños contemplando el horizonte. Quién no recuerda las pajchas de piedra con sus pupilas de agua clara al borde del camino. Caminos recorridos en ese entonces por los arrieros y chacareros, hoy son ignorados.

En tiempos de siembra salíamos de madrugada, cuando el pueblo dormía bajo cielo constelado. Caminábamos callados, sintiendo el latido de cada corazón en las callecitas de tierra. Todos íbamos contentos: llevando el fiambre, los utensilios de cocina, la simiente y los instrumentos de labranza. Llegábamos a Chacuas, nuestra pequeña chacrita, con el primer clarín del gallo dando paso a la aurora. “Peligro”, que durante todo el recorrido había caminado dormitando en silencio, en Chacuas ladraba y corría dando saltos a su antojo, más despierto que nunca. Papá Estanislao, asistido por Abelardo, sujetaba el arado al yugo con cautela para no dañar la brillosa piel de los bueyes fraternos. Mamá Valeriana, junto a una pirca hacía brotar calor rojísimo del fogón de leña, anunciando un rico choclito con queso, cachizada, humitas, papitas sancochadas y ají con chincho molido en batán, todo en un mantel de lino al ras del suelo apisonado. Yo improvisaba un florerito con tallitos de ruda y hierba buena. Nunca vi un yuntero tan cariñoso con los toritos como papá, jamás los obligaba a roturar la tierra más allá de sus fuerzas. Papá, como todo experto en el buen manejo de las tierras de cultivo, me enseñaba a tomar el timón del arado con sumo cuidado, a fin de no herir en demasía el vientre de la tierra en celo, y así protegerla de la erosión. La mano izquierda en el timón de madera y la derecha tomando una vara delgada para animar la faena, era lo usual en la preparación del terreno. Después mamá me animaba a echar la semilla santa en el surco, sintiendo correr el sudor en mis trencitas negrísimas. Abelardo era un formidable guía, con el sol tostando su frente de pequeño gañán. La yunta de erguidas astas, con sus colas alejaban de sus torneados lomos a los intrusos mosquitos. Todos participábamos felices del ritual de siembra, en contacto familiar con la Pachamama que nos daba el sustento de sus entrañas. Entrada la noche retornábamos a Cajacay, cuando las horas rodaban apacibles en Ramada, felices de haber comulgado con la creación de Dios, en nuestro paraíso cerca del cielo.

Tiempos aquellos de virginal fragancia en tierra fecunda, regada con el sudor de la frente; tiempos de tempranos cielos, de dorados ideales, de fresca flor y húmeda hierba a la vera del camino antiguo. Tiempos de pájaros sonoros augurando la venida de la lluvia.

Tiempos del rantín, del trueque y de los trabajos comunales. Tiempos donde el recurso tierra era sagrado para todos los habitantes del lugar. Tiempos del brioso “Blanco”, que relincha y trota cadencioso en los caminos de herradura; tiempos de blancas ovejitas y de vaquitas listas para el ordeño, mientras el becerrito muge transido por el destete, pegadito al chilco, al paico y a la verbenita tierna.

Tiempos cuando recorría mi chacrita con los ojos vendados, sin tropezarme ni rozar las matas de ortiga; tiempos de huanchaquitos que cantan venturosos en la fronda, mirando de reojo a las margaritas en botón, yo también cantaba en las tardes mágicas, sentada en una piedra. Tiempos de colores vivos, caminando descalza para no quebrar los brotes nuevos donde reverberan los hilos de rocío; tiempos de torcacitas en presuroso vuelo hacia el nido que cuelga en la enramada colmada de savia, donde bulliciosos pían los pichones tiernos; tiempos de luciérnagas, grillos y trinos surcando la enorme peña de granito orlado de purojshas; tiempos de floridos senderos con aroma a muña, llantén, campanilla y chavelina, junto al manantial de agua mansa y pura; tiempos de sabrosas tunas, habas, ocas y cañas, y de nuestro bello río Tingo que a la distancia baja cantando.

Tiempos de hermosas maripositas de ensueño, hijas del aire y del sol; tiempos de trilla en la era, de horquetas que ventean desnudando a las ventrudas espigas, mientras con el viento danza el grano bendito que pronto será pan; tiempos de cebadales y sotos de papas floreciendo en los camellones que corren paralelos; tiempos de calabacitas asomando maduras bajo la alfalfita olorosa; tiempos de melocotones y paltitas en Hornocoto; de magueyes empinados en la pendiente, intentando besar las nubes sin tener alas.

Tiempos del regazo amoroso de mamá cuando los jilgueros trinaban dichosos viendo el arcoíris desde el aromático cedrón; tiempos de cálido beso en la frente de papá en las crudas madrugadas de junio. Tiempos de pancas resecas que crujen en la mazorca y brotan hileras de rubios dientes apretados, que con mis pequeñas manos desgrano para la cancha. Pronto doblaron tristes las campanas por papá, y todo acabó en un instante, sólo mis lágrimas frías quedaron prisioneras en su tumba, en tanto, mamá sigue hilando plegarias con su rosario entre los dedos.

Desde aquel entonces, mi bello Cajacay del ayer, cada día me pertenece menos.  Hoy todo es luto en el cielo limeño, no hay luceros ni estrellitas, sólo la pálida luna fulgura en octubre del Señor de los Milagros, con nubes de incienso, cánticos y oraciones, como parpadea un candil en humilde choza después del aguacero. Ya no recibo los besos de papá en mi frente, y nadie enjuga el llanto que por él desbordan el alma. Hoy siento que mis fuerzas se agotan a la intemperie,  como una tarde de mayo se perdió el eco de mi voz en un abismo sin fondo.

Chacrita amada, mi mayor patrimonio rural, hoy me siento como el caminante que en la oscuridad no sabe qué vendrá mañana, y contrito se persigna mirando el cielo. Por eso mi corazón llora al recordarte, como llora la alondra dentro de una jaula.

Los Olivos, 14 de mayo de 2014. 
 



AL FINAL DEL CAMINO

Por Aivil Alitana

Hoy, cuando llegué a casa,
el llavero se cayó al suelo.
Al recogerlo, el cortejo fúnebre
de una hoja seca llamó mi atención.

La hoja iba en hombros
de seis hormigas,
todas vestidas de negro.

Dos grillos con hábitos franciscanos
caminaban detrás: cantando
y tocando sus violines.

Una hilera de luciérnagas
iluminaba el camino
hasta la última morada
de la hoja seca:
un buzón sin tapa.

Ya nadie pisará sus nervaduras.

Hoy, la sabia naturaleza
puso ante mis ojos esta escena,
para que vea que no sólo los humanos
tenemos cristiana sepultura.
 
 


LA POESÍA

Por Aivil Alitana

La poesía es fuego vivo
que abrasa horizontes
poblando de vida
los polos magnéticos.

Es el viento alado
en pos de la nube
que lenta pasa.

Es mar profundo,
morada del alma pura.

Es luz en tierra amada,
cuando se mira a través
de la rendija del pasado.

Es tejer con hilos de fe
una alfombra mágica
para que vuele el amor
por cielos no revelados.

Es el polvillo que queda en los dedos
cuando la mariposa de abril
se va de las manos.

Es contemplar la piel
en una lágrima
hasta envejecer.
 
 


CAJACAY
 
 Por Aivil Alitana

Hoy pienso en ti pueblo mío,
como el hijo de Laertes,
perdido en altamar,
anhelaba los muros
que abrigaron su infancia.

Por eso amo las manos
que mecieron mi cuna;
tierra de mis primeros pasos,
aroma de las miradas tiernas,
numen de mis prístinos anhelos.

Cómo no amarte si lates fuerte en  mi pecho,
ahora que el tiempo trenza la melena gris
de los años que se van.

Cómo no amarte pueblo mío,
si vives en mis seres queridos, presentes y ausentes;
si cada madrugada siento que respiras hondo,
quebrando el silencio de las horas vacías,
como trepida el rocío
cuando el aire agita las hojas mustias
de una rama herida.

Cómo no recordar tu cielo azul
al iluminar el sol la puna fría,
los ríspidos senderos, el abismo agreste...
También recuerdo la neblina del mes de mayo,
cubriendo las palmeras de tu plaza con su poncho blanco.

Cómo no recordar la fragancia de tus mazorcas en flor,
y el dorado brillante de tus espigas preñadas de trigo,
granos que amasaba mi padre junto al horno de barro,
labrando con fe y esperanza el pan del porvenir,
al amparo del Señor de Chaucayán y San Agustín.

Cómo no recordar tus huertos caseros poblados de trinos
y aromas de la sierra a la vera de los ríos de aguas puras,
que mitigan la sed en los caminos que suben al cielo.

Cómo no amarte si eres lluvia que moja por dentro.
Lluvia que se torna manantial en la distancia.
Tierra de empinados horizontes hechos de arcilla y roca
donde gravitan vibrantes los ecos profundos.

Hoy te recuerdo en cada uno de tus hijos,
porque en todos habita tu alma las 24 horas del día;
por eso lejos de ti mi alma musita el Ave María,
mientras mi corazón se curva en agonía,
como se comba el labriego en el surco
buscando el fruto soñado.

Pueblo mío, “Tierra de hombres ilustres”,
como te bautizara el sabio Santiago Antúnez de Mayolo,
¡BENDITO SEAS!