domingo, 16 de septiembre de 2012

SAFARI EN CHIQUIÁN - SALUDO DE CUMPLEAÑOS - POR ARMANDO ALVARADO BALAREZO (NALO)

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"SAFARI EN CHIQUIÁN"
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.Por: Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
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"Dicen que la globalización apagará la magia y la fantasía de la Tierra, y que los sueños se esfumarán dando paso a la cruda realidad". Creo que es un decir, pues el Hombre no es de carne, hueso y pellejo solamente, sino mucho más... Tenemos sentimientos, tenemos el Sol, la Luna, los pájaros, las flores, la lluvia... Tenemos la noche para descansar y el alba para renacer con el canto del pichuichanca. Tenemos a la Madre Naturaleza y al Cosmos; es cuestión de amarlos para que nos sigan nutriendo el cuerpo, la mente y el alma con alegría plena. Tenemos esa inocencia de pueblo que nunca debemos perder... Tenemos la Biblia al alcance de la mirada, donde están todas las preguntas y repuestas para seguir andando de la Mano del Creador ..." Nalo AB 01 ENE 2000.
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Mis visitas a los “zoológicos” chiquianos de Shulu, Cruz del Olvido y Tranca, eran permanentes en mi infancia. De todos ellos, Shulu fue el lugar preferido por los chiuchis para cazar tinyacos (familia de las abejas). Allí ingresábamos con Ancha y Arti, encontrando casi siempre a Tocho y Hualín, clavados como estacas humanas entre la vegetación, esperando en silencio el aterrizaje sonoro de sus víctimas para atraparlas con sus manos. Los tinyacos machos tienen un aguijón y sus ojos son negros, los ojos de las hembras son plomizos.
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Algunas veces asomaban niños inexpertos en este tipo de caza. Si atrapaban una hembra en el primer intento, todo iba bien; pero si el tinyaco era macho, no se dejaba esperar un lamento por el aguijón, mientras el alado se ponía a salvo volando a gran altura. Al escuchar los sollozos, los más diestros corrían a socorrer con un barnizado de saliva en la mano afectada.
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A estos sufridos himenópteros enlazábamos en su cuello un hilo 'Canuto' de cinco metros de largo. Luego los soltábamos y a “volar se ha dicho”, hasta que mi tía María Balarezo, "administradora” de este parque de diversiones al aire libre, nos corriera a ortigazos. 
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Los mejores tinyaqueros de Shulu, fueron: Ishico Samamé, Gonzalo Calderón, Lucho Aldave, Coqui Alarcón, Javier y Diógenes Bolarte, Leo Lastra, Adrián Abarca, Lucho Rueda, Wili Barba, Acucho Zúñiga, Javier y Edgar Barrenechea, Abchu Chávez, Chanti Gamarra, Enrique Jara, Felipe Alvarado, Lalo Dextre; Carlos, Alberto y Oshva Reyes, Chiflo Espinoza, Iván Damián, Alfonso Aranda, Ecush Ñato, Lucho Santos y Martín Robles. Por su corta edad: Lucho Barrenechea, Rogelio Ibarra, Oshca Santos, Miguel Balarezo, Milton Gamarra, Edgar Carrillo, Nando Alarcón, Ulises Zúñiga, Vladi Reyes y Pishuquito Díaz, integraban el confitado grupo de “observadores en pañal”.
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En el descampado solar de Cruz del Olvido, la competencia era cosa seria, ya que estaba frecuentado por un batallón de niños que vivían en Huarampay, Jircán, por el mercado de abastos, Puente Cantucho, Capulipata y junto al Coso (recinto de encierro de reses y burros dañeros).
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Los más afamados tinyaqueros de este parque, fueron: Carlos y Guillermo Palacios, Chanti Yabar, Lloqui Allauca, Achena Gamarra, Rodolfo Jara, Lucho y Chechi Alva, Nica y Yoga Rivera, Wilber Padilla, Pedro Miranda, Añico Carhuachín, Lucio Castillo; Jaime y Marco Chirinos; Carlos y César Ramírez; Gelacio y Rodi Valderrama, Papi Robles, Rodolfo Minaya; Juvilio y Paco Alvarado, Javi Zubieta, Lucho y Loli Romero, Eusebio Calixto Huerta, Elías Conde y el famoso Miguel “cuye” Ramírez, quien hacía volar hasta diez tinyacos al mismo tiempo, sujetándolos como marionetas voladoras en las falanges de sus dedos pispados por la helada.
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Similar panorama presentaba Lirioguencha, que estaba copado por los infantes de Umpay, Chinapila, Oropuquio, Cochapata y del Cercado. En este lugar tuvieron mejor suerte los hermanos Alberto y Goyo Celis; Poco Valerio; Ricardo y Rubén Jaimes, Miqui Ramírez, Santiago Yabar, Jorge Chávez; César y Lauro Rosales; Pepe y Lucho López, Lucho Saldívar; Coro y Coti Romero; Pancho y Miguel Durand, Rodolfo Vásquez, Pacho Díaz, Carlos Lara, el Chino Pineda, Walter Vásquez, Raúl Márquez, Alfonso Fuentes, Román Palacios, Edgardo Escobedo, Diego y Víctor “ trucha” Moran; Pedro y Neptalí Cuevas, Julio Álvarez, Chanti Pardo y José Ramos; este último fue el más requerido para aliviar a los aguijoneados.
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Atrapar tinyacos en Tranca, camino hacia Alto Perú, fue considerada “caza de aventura”, por lo accidentado del terreno y sus elevados arbustos donde estaban agazapadas incontables plantas de ortiga y hualancas (cactáceas llenas de espinas). Sin embargo, los niños que vivían en los alrededores, se las ingeniaban y capturaban cada fin de semana, por lo menos media docena por persona. Allí destacaron: Segundo “campanerito” Palacios, Pricilio Ñato; Mañuco e Ishilin Alvarado, Queño Rosemberg, Manuel Vía, Alejandro Toro; Nico y Carlos Cerrate; Antonio y Gelacio Tafur; Pocholo y Dante Gamarra, Perico Rivera; Marco y Tico Ibarra, Bruno Blas, Cashtu Rivera, Lizardo Garro, Emir Sánchez; Milo y Edgar Alvarado, Loncho Bolarte y “Pepe” Perfecto Calderón.
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Un espectáculo singular fue la caza de shulacos (lagartijas) en los terrenos rocosos de Parientana y del Pesebre. Para lograr su cometido los cazadores debían poseer experiencia. Una pajita verde con un lazo o una banderilla de lajtash (tallo delgado) con punta de hualanca, no eran suficientes para capturarlos. Se necesitaba la paciencia de Job, un buen pulso - que no se lograba jalando cometa -, el temple de acero de Lucho Pardo, “vista de águila”, saber en qué lugar de la pirca se escondían; pero sobre todo, conocer el momento preciso en que salían de sus madrigueras para tomar sus baños de sol sobre las plataformas pedregosas.
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“Cholito corazón” (Miguel Barrenechea Ibarra), muy seguido andaba con dos o tres shulacos jóvenes en el bolsillo, pero nunca lo vi con uno viejo, ya que estos últimos salían de sus agujeros con mucho sigilo y ante el menor movimiento o ruido desaparecían. No sé si Cholito los compró o los capturó, lo que sí me enteré de sus labios en Buenos Aires, después de no verlo por más de 20 años, fue que su envidiable puntería lo aprendió de su primo Milo Barrenechea Olivera, quien con el popular “Mono” Antuco Bravo Olave, fueron los más diestros banderilleros de shulacos del Pesebre chiquiano.
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En el barrio de Umpay, Carlos Lara fue el más ducho. Un día de fines de abril de los ochentas cuando comentábamos sobre sus trofeos de caza menor, Carlos me mostró la mano donde aparecía la marca que le dejó la mordedura del shulaco más codiciado del oconal de Umpay. Según me comentó, éste tenía un llamativo color tornasolado y su cuerpo estaba cubierto de brillosas escamas que lo diferenciaba de los demás diminutos reptiles.
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Una noche de inicios de los sesentas, mi abuelita Catita me abrigó el espíritu llanero, narrándome este breve cuento ancestral sobre los shulacos:
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“Cierta vez, un viejo shulaco estaba tomando baños de sol en las praderas de Chicchó, cuando aparecieron dos huínchus haciendo piruetas en el aire, y se preguntó: ¿Por qué vuelan estos pajaritos si tienen seis meses de edad, en cambio yo he pasado 60 años reptando y nunca he volado?. Meditó unos segundos y pidió a los dos huínchus lo ayuden a elevarse al cielo, sugiriéndoles que sujeten con sus picos ambos extremos de una paja, y que él, mordería el medio. Las dos aves aceptaron y el simpático trío remontó vuelo hacia el valle del Aynín. Cuando se encontraban a la altura del cementerio, un tinyaco levantó la mirada en pleno vuelo y al observar este extraño cuadro aéreo grito con admiración:
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- ¡Quién ha tenido esta idea, debe ser un genio!.
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Al escuchar el elogio, el viejo shulaco no pudo contener su vanidad, y abriendo su boca de par en par exclamó a todo pulmón desde arriba:
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- ¡La idea es mía, soy un genio! –mientras hablaba, iba descendiendo en caída libre, hasta que finalmente aterrizó de cabeza sobre una roca...”.
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En cambio la caza de ultus (renacuajo de anuro) en el corral de don Aurelio Garro, constituía una tarea fácil y divertida. Bastaba meter lo más rápido posible la mano a la poza de agua verdosa para agarrarlos desprevenidos. Luego los echábamos a una minúscula “ultera” con paredes de lodo, donde los manteníamos hasta el ocaso, en que los devolvíamos a su hábitat natural para no ir contra la metamorforis del sapo y dañar el ecosistema chiquiano.
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Los ulteros más promocionados fueron: Tocho Robles de Jupash, Felipe Alvarado de Jircán, Uchucu Pedro “chico” de Alqococha, Diógenes Bolarte del 'Culto', Efra Vásquez, Ecush Ñato y Cuco Lastra de Agocalle.
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Solamente los sábados por la tarde interrumpíamos este “pitufo hobby”, porque los adolescentes: Antuco Bravo, Cancho Ramos, Pocho Cano, Tito Chávez, Alcalá Garro, Milo Barrenechea y el “cura” Pogoncho Padilla, nos obligaban a salir del corral para ponerse a torear y montar becerros al vuelo, estilo rodeo mexicano. Los chiuchis los observábamos desde las paredes de tapias, sentados en butacas de tierra, adornadas con hualancas, vidrios y pencas (cabuya de hojas carnosas y espinosas).
Durante la faena de los novilleros, los gimnastas Roby Alva y Carlos Alarcón, descansaban balanceándose como quirópteros en la barra tubular instalada para las clases de educación física de los alumnos del colegio 'Coronel Bolognesi'.
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Dos veces al mes iba de pesca a Quisipata con Ancha, Patuco y Felipe. Salíamos de Jircán a las 3 de la madrugada para estar en el río a las 4 y 30. Las noches muy grises descendíamos caminando a tientas; en cambio las de luna llena bajábamos al galope; perdón, corriendo, a excepción de las trochas de difícil relieve. Cuando encontrábamos a Javier Bolarte regando su chacra 'La Quichua', se sumaba al grupo con sus botas de agua que le cubrían los muslos y un poco más arriba... 
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Ya a orillas del río, preparábamos los instrumentos de pesca: carrizo, cuerdas, plomo, corcho, anzuelo y gusano (carnada). Después arrojábamos el bocado al agua, y entre picada y picada sacábamos truchas de 10 a 20 centímetros de longitud. Cuando resultaban muy pequeñas las devolvíamos a la corriente hasta que alcancen el tamaño ideal para el consumo. 
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Al mediodía nos dábamos un ligero baño con unas brazadas de obsequio junto al huaro, luego saboreábamos nuestro refrigerio e iniciábamos el regreso con una docena de truchas por persona si la faena era regular. Si era buena nos alcanzaba para compartir con los vecinos, pero si resultaba pésima nos contentábamos con una porción de pescado seco frito en el mercado del pueblo. 
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Usualmente si la pesca era mala, Anchita ingresaba al fundo de su papá y salía con una alforja de olorosas limas. Ya con el ánimo en alto y la barriga llena, efectuábamos el empinado ascenso hasta Jircán.
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Cuando la pesca no resultaba favorable en Quisipata, avanzábamos río abajo hasta el paraje de Conay donde nos poníamos a truchar, pero si en el lugar hallábamos al pirata Lucho Castillo, de Ninán, o al gato César Barrenechea, de Pancal, teníamos que retornar con las manos en los bolsillos, previa señal de la cruz como reverencia a los dos “titanes de agua dulce”, amos de este dominio. El último de los citados, fácilmente sacaba cinco docenas de truchas por jornada, con lo que a falta de sardinas, solucionaba su felina dieta con trucha, leyendo Simbad el Marino a la sombra de un aliso.
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Si la estación mostraba las chacras de Capulipata, Macpúm y Rumichaca cargadas de muchqui, shuplac, ñupu, capulí cimarrón y purojsha, los “menudos” hacíamos "nuestra plaza, de la chacra a la boca”. En épocas de “vacas flacas” los solidarios hermanos “oso” de Matara nos abastecían de estos manjares, previa entrega de un par de bizcochos, como trueque. 
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Si queríamos saborear manzanas, limas y llacones (yacones), el punto de llegada era el aromático Chinchupuquio, huerto florido donde la buena señora Liuca Gálvez nos permitía “pañar” de sus árboles frutales hasta llenar nuestros bolsillos, más el espacio entre la camisa y la barriga.
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Internarnos "sin permiso" en los sembríos de habas y maíz que floreaban en las chacras de Pampa, Umpay Cuta, Pashpa, Común, Hualpash, Pacra, Cochapata, Chicchó, Huaytapacana, Chivis, Cucuna, Ninán, Huarampatay, Sunoc, Picupicu y Uyu, era el goce de grandes y chicos en las noches sin luna. 
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Normalmente los pequeños depredadores abastecíamos nuestros bolsillos con habas y un manojo de caña dulce para consumir durante el retorno. Inclusive algunos más osados escondían debajo de sus ropas una calabaza aparentando un embarazo. 
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Pero no solamente los humanos hacíamos este “safari” sino también las reses, caballos y burros “dañeros”, que al ser sorprendidos por los dueños de los sembríos, caminaban jalados de las orejas hasta al Coso para que cumplan corta penitencia.
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Pasé 5 vacaciones escolares con mis amigos Ancha Núñez y Carlos Navarro, mis primos Patuco Allauca y Pablín Calderón y mi hermano Felipe, en la manada Tupucancha, cercana a la laguna de Conococha a donde acudíamos los fines de semana para cazar patos silvestres, caza nada fácil debido al agua helada que calaba hasta los huesos, pues para sacar las aves que sucumbían a los disparos de hondilla teníamos que introducirnos hasta la cintura. 
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Si la caza de patos no resultaba satisfactoria, truchábamos hasta obtener por lo menos una docena de salmónidos, ante la mirada de las parejas de huachuas.
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La caza de vizcachas en los roquedales de Shajsha, colindante a la manada de los esposos Calderón Pardo, la realizábamos con hondilla de buena calapa u honda de lana de carnero maltón, aprovechando las horas que los roedores salían de sus galerías a tomar el sol sobre los peñascos.
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En ocasiones llovía o granizaba tan fuerte cuando estábamos cazando, que teníamos que guarecernos hasta entrada la noche en la cueva de Luis Pardo, contemplando los diseños gráficos (arte rupestre) de aves, culebras, ranas, toritos, etc, y abundantes hoyos en la pared rocosa.
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Cierta vez escuchamos comentar en Tupucancha al señor Carlos Olave, uno de los más diestros cazadores de venados y zorros de la región, que si las vizcachas comían cáscaras de plátano se quedaban aletargadas y que en ese estado su casa era inminente. Así lo hicimos y dejamos esparcidos por las peñolerías las cáscaras de cinco manos de plátanos, pero ¡oh sorpresa!, los que se quedaron aletargados junto a los farallones pétreos de tanta espera, fuimos nosotros. En una ocasión posterior le comenté a dicho 'señor' cuando visitó nuestra casa de Chiquián sobre lo ocurrido, y me preguntó:
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- ¿Qué tipo de plátanos emplearon?
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- De la isla don Carlos...
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- Ah muchachos inexpertos!!!, con razón fallaron, ese tipo es para cazar conejos silvestres, en cambio para las vizcachas han debido emplear el de seda -y se rieron en trío con mi papá y mi tío Pablo Calderón.
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Cazar chacuas (perdiz) en horas de la tarde, constituía un excelente ejercicio de paciencia y tino. Se tenía que esperar en silencio hasta que salgan de la paja al pasto adyacente a los corrales de las ovejas. Una vez ubicada en la mira de la hondilla, se daba vueltas y vueltas alrededor hasta lograr estar lo más cerca y no errar el tiro. Pero si la perdiz volvía a internarse en los manojos de paja, era casi imposible localizarla. Ocasionalmente cuando caminábamos serpenteando los huargos (cactus de la puna) y el ichu, salía volando con su canto fuerte y aleteo persistente que erizaba la piel por la sorpresa. De ahí este garabato:
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CHACUITA
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Airosa, temerosa y esquiva
atraviesas ágil el rudo pajonal;
hundes el pico en olorosa tierra
buscando ansiosa tu alimento.
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Serpeas manojos de ichu,
huagoros y escorzoneras;
caminado vas a la laguna
a calmar tu sed de altura.
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Deliciosa carne tu piel esconde
camuflada en grisáceo plumaje,
que la sabia Naturaleza hizo:
de barro, cobre y ceniza.
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Yergues tu cerviz vigilante
y hurgando tu cuello estiras
para visualizar en tus retinas
al cazador oculto en la neblina.
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Si percibes riesgo distante,
huyes cortando el viento
y te acurrucas en la paja brava,
ocultando temblorosa tu tormento.
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Pero si el peligro es latente,
rauda abres tus alas al cielo;
trinas fuerte un trémulo canto
y emprendes corto vuelo.
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Nalo AB - DIC 1982
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Los días de neblina en Tupucancha significaban pronósticos de buena caza del tupuc (ave parecida a la tórtola). Era cuestión de que la neblina esté casi transparente para observarlos comiendo en grupos y bastaba un hondillazo y luego otro y otro hasta cazar media docena, quedando garantizado un suculento tallarín con pichones para los escuálidos comensales, a excepción del gordito Patuco que sancochaba medio kilo de papas para tranquilizar a su engreída 'solitaria'. También cazábamos cerguillitos, quillicshas, liclish, ácacas, huaychos y otras aves pequeñas que abundan en el páramo chiquiano.
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A fines de febrero de 1962, aprovechando que mi abuelita salió con los pastores en busca de nuevos pastizales por la meseta de Recrec (4200 m.s.n.m.), nos apoderamos de una docena de conos de hilo para ponchos y polleras que guardaba en un armario.
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Después de plantar decenas de carrizos a lo largo de uno de los corrales, los unimos con hilos formando una inmensa malla. Una vez fabricado el gigante pentagrama, espantamos a las torcazas que estaban comiendo en el interior del corral, logrando que algunas cayeran atrapadas. 
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Lo agridulce llegó veloz. Al retornar mi abuelita se quedó atónita al ver a cierta distancia varios pájaros “sentados en el aire”. Se acercó para bendecir el “milagro”, pero para su sorpresa descubrió que no estaban sentados en el aire, sino en la ingeniosa trampa de hilos. 
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Entrada la noche nos dio de merendar y se despidió con una sonrisa. Nosotros hicimos lo propio sin presagiar nada. Ya al rayar la aurora nos despertó, había tomado la decisión de expulsarnos del paraíso con una solemne carta dirigida a mi madre...
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Fuente:
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Un trocito del Capítulo IX del libro "DEL MISMO TRIGO".
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