Construcción y forja de la utopía andina
AÑO DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
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José María Arguedas - Imagen: Nalo A.B
SEPTIEMBRE:
MES DE LA PRIMAVERA, DE LOS DERECHOS CÍVICOS
DE LA MUJER, EL NIÑO Y LA FAMILIA
SÁBADOS 7 PM. AULA CAPULÍ:
Tacna 118, Miraflores.
Cuadra 3 de la Av. Angamos Este
Entre Av. Arequipa y Paseo de la República
CONFERENCIAS Y SIMPOSIOS SOBRE CULTURA ANDINA
CALENDARIO DE EFEMÉRIDES:
SEGUNDO DOMINGO DE SEPTIEMBRE EN EL PERÚ
DÍA DE LA FAMILIA
PLAN LECTOR, PLIEGOS DE LECTURA
DE VUELTA A CASA
Por Danilo Sánchez Lihón
1. Ya volteó sus ojitos
Por la ventana del salón de clases, vi que doña Hermelinda, la señora que nos ayudaba en nuestra casa, entraba corriendo y cruzaba el patio sin sombrero y sin rebozo.
Llamaron a mi padre a quien le dijo algo que lo hizo salir apurado dejando solos a sus alumnos, hecho que nunca sucedía, desapareciendo por el portón de la escuela.
Los alcancé en la primera esquina, preguntando desesperado con los ojos qué ocurría.
– Tu hermanita ya se muere–, dijo ella.
Sentí que un cuchillo cortaba el aliento de mi pecho y lancé un gemido que hizo que mi padre volteara.
– ¡Cállese! ¡En la calle no se llora!
Después supe que lo dijo para controlar sus propios nervios.
Ahogándome corrí tras sus grandes pasos en dirección a la casa.
Cuando llegamos mi madre sollozaba en el cuarto:
–Ya volteó sus ojitos, –dijo hundiendo su cabeza y desahogándose a gritos entre las manos de mi padre.
2. Sólo un milagro
– ¡Pero aún respira!
– Corre y llama a tu tía Zarela, –ordenó él.
Cayéndome y levantándome corrí las diez cuadras hasta llegar a la casona donde vivía mi abuela.
– ¡Tía, corre! ¡Se muere mi hermanita!
Arrastrando su chal y jadeando llegó conmigo hasta la casa y luego entramos al cuarto donde mi madre tenía a mi hermana en sus brazos.
La descubrió. La tomó el pulso y acercó su rostro para oír su respiración.
Mis hermanos pequeños miraban asustados desde un rincón, con las lágrimas perladas en sus ojos.
– Tu hija está prácticamente muerta, Danilo. Sólo un milagro hará que viva.
– Sálvala, Zarela–, la suplicó con un gimoteo.
– Siempre te has negado a dármela sin que te apene verme sola.
– Por favor, cúrala.
3. ¡Abran las puertas!
– ¿A quién crees que le dejaría toda mi fortuna?
– ¡Sálvala, te ruego!
– Si la curo la chiquilla será mía, pues Dios la pone en mis manos.
– Por favor, sánala–, le imploraba mi padre.
– Esta medicina recién ha llegado a la botica. Se llama Estreptopén. La pondré para bien o mal. Es lo único que podemos hacer para intentar que viva.
Se persignó y nosotros también.
Corrí por la botella de ron para desinfectar la hipodérmica donde lavó la jeringa, introdujo la aguja en el pomo y mezcló el polvo blanco. Las manos por primera vez le temblaban.
Mi mamá acomodó en sus rodillas a Sofía, bajó sus ropitas y dejó la nalga descubierta. Cuando la pincharon ni siquiera lloró nuestra hermanita. La volvieron a arropar y su cabecita quedó tirada hacia atrás, como si ya no viviera.
– ¡Abran las puertas! Ustedes hijitos vayan para afuera. ¡Pobrecitos, miren cómo están asustados!
4. Alborotando la casa
Salimos al corredor y juntando nuestras manos rogamos a Dios que salve a nuestra pequeña, renunciando para ello a todos nuestros tesoros y juegos; papeles de celofán, espadas de palo, chapas de botellas..., que los fuimos a dejar con pasos lentos al pie de la imagen de la Virgen de la Puerta que teníamos colgada en el dormitorio.
Salió mi padre y me pidió que acompañara a mi tía hasta su casa. Era una casona que tenía un portón enorme con corredores de arcos, que se prolongaban en dos patios inmensos. En uno florecían las orquídeas con flores blancas y coposas; en otro los pilares sostenían macetas de ruda y azucenas, que nadie apreciaba pues mis tías Zarela y Betty vivían solas con mi abuela.
– Se ha quedado dormida y ya respira un poquito tranquila–, dijo mi madre al verme llegar sudoroso. En su rostro titilaba una leve pero recóndita esperanza.
Por la tarde bajó la fiebre. Al otro día mi hermanita abrió sus ojitos y pidió mamadera succionándola con los labios y moviendo sus mejillas.
La casa se tornó otra vez alegre.
Pronto Sofía estuvo corriendo feliz, y alborotando la casa de arriba para abajo.
5. El reclamo
A los pocos días, mi tía Zarela apareció elegantemente vestida. Ella era dueña de muchas haciendas, tenía graneros repletos, caballos de paso, sirvientas, pero no tenía hijos.
– Ya saben... – expresó, después de servirse el café.
– He venido a llevarme a mi hijita.
Miré a mi padre esperando el “¡No!” rotundo que siempre le daba cada vez que pretendía llevarse a uno de nosotros.
– Bueno..., –tosió nervioso–. ¡Dios te la ha dado!
Mi tía emocionada hundió su cabeza en el cuello de mi hermanita, a quien tenía alzada en su falda, diciendo:
– ¡Por fin tendré una hija totalmente mía! ¡Será una reina!
Mi madre miraba enternecida hasta las lágrimas.
Y como la llenaron de caramelos, Sofía hasta se despidió de nosotros diciéndonos adiós con la manita.
– ¡Pobre mi hermana! –se condolió mi madre– no tiene a quién dedicar su cariño.
Mi papá tenía la mirada perdida.
6. Trató de abrazarme
Más tarde mi madre nos llamó a la mesa.
Al principio me hice el sordo. Pero pronto me reclamó por mi nombre.
– ¡No quiero comer!, –proferí desde el segundo piso.
– Subió sorprendida por la naturaleza y el tono de mi grito.
Cuando la vi venir me escuché decir:
– ¡No te acerques mamá! ¡No quiero que me roces!
– ¿Qué pasa, hijo?
– ¡Nada! ¡No quiero que me hables ni me toques!
Trató de abrazarme pero empecé a patalear hasta caerme y quedarme en el suelo.
– ¡Te digo que no quieroooo!
– Llamaré a tu padre. –Dijo entonces severa.
Mi padre demoró en venir. Cualquier intervención de él era muy grave y que no daba lugar ni a dudas ni a murmuraciones.
7. Se acercaron
– ¿Qué ocurre? –me dijo pausadamente.
– ¿Por qué has permitido que se lleven a mi hermanita? –Le encaré.
– Tu tía la salvó de morir. –Expresó–. Es mejor que viva a que esté muerta, ¿no te parece? –Vaciló.
– No podemos dejar que alguien falte en nuestra casa, –le dije ya llorando.
– Bueno, es un compromiso.
– Es tu compromiso, pero no de todos nosotros.
Jamás yo había hablado de ese modo a mi padre.
Se llevó la mano a la correa. La jaló con fuerza y empezó a enrollarla en torno a su mano. Yo me encogí a recibir la peor cueriza de mi vida, pues nunca le había cuestionado ni menos atrevido a responderle de ese modo.
Como tardaban en llegar los azotes alcé los ojos y lo vi completamente abatido. Antes que dijera nada volteó y luego sus pasos resonaron bajando la escalera. Mis hermanos se acercaron y silenciosamente se sentaron junto a mí, pegando sus cuerpos al mío, sin decirme nada.
8. Salí corriendo
– ¡Hijito, vamos a comer!, –suplicó mi madre–. ¡Por favor, te lo ruego!
– No podré comer, mamá, –le argüí– Déjame estar sólo, te pido por favor.
Cuando cerré la puerta sentí que las lágrimas me bajaban hirviendo y empapaban mi pecho. Pronto las luces de la noche se hicieron densas y encogido sobre mis propios brazos me quedé dormido.
Al otro día me alisté para ir al colegio, tomé desayuno y me fui a clases. A mitad de lo mañana el profesor se acercó.
– ¿Qué te pasa?, –me dijo-. ¿Estás enfermo? Te estoy llamando y no reaccionas.
Estaba pensando sólo en mi hermanita. La veía como una de mis tías ricas, lejos de las enseñanzas y del ejemplo de mis padres.
En el recreo burlé la vigilancia de la puerta y salí corriendo rumbo a la casa de mi abuela.
Su empleada tenía a Sofía sobre una hermosa alfombra, rodeada de lindos juguetes en el corredor del primer patio.
9. Que la alce
Entré, cogí o mi hermana y escapé con ella por las calles empedradas.
Corrí de un solo tirón las diez cuadras que distan, bordeando el pueblo para no pasar por las calles de comercio.
Pude llegar acezante, entrar por el portón, hasta llegar y dejarla en su cama adonde le saqué todas mis cosas con que a ella le gustaba jugar.
Con mis hermanos menores tratamos de esconderla para que no se la llevaran, pero pronto escuchamos golpes en lo puerta de la calle.
Era la muchacha que suplicaba que le devolvieron a la niña de lo contrario a ella la molerían a palos.
– ¿Qué niña?, –preguntaba mi madre.
– La niña Sofía que me la ha robado su hermano.
– ¡Fredy! ¿Has traído a tu hermana?–. Indagó, golpeando la puerta de mi cuarto.
Sofía al escuchar su voz se puso a llorar y a tenderle las manitas para que la alce.
Y así llorando otra vez se la llevaron.
10. Conocía bien
Pasaron siete días durante los cuales mi hermana ya no dormía en la casa.
Yo había arreglado un maletín con la ropa más necesaria y había hablado con el ayudante de un camión para que me llevara hasta Trujillo.
Había decidido irme para siempre de mi casa.
Sufría pensando cómo salían a buscarme, arrepintiéndose de lo que habían hecho. Pero ya estaría muy lejos y nunca más me volverían a ver.
Me partía el corazón dejar a mis hermanos pequeños y también a mis padres.
Una noche me desperté hipando y ahogándome en sollozos y mi madre con sus manos en mi frente calmándome y abrazándome contra su pecho.
El día que tenía planeado irme, intenté por última vez rescatar a mi hermana. Desde temprano estuve merodeando la casa de mi abuela y tías.
Escondiéndome porque ya tenían aviso que yo podía robarla.
Felizmente conocía bien las puertas y los corredores.
11. Cerré la puerta
Entré al cuarto qué habían preparado para ella. Era muy temprano y aún estaba dormida.
La alcé en mis brazos y eché e correr, pero al salir resbalé en la grada de la puerta y caí.
Se me reventaron las rodillas y me sangraban los codos.
Rengueando pude llegar hasta mi casa. Entré por la puerta del zaguán directo hasta mi cuarto.
Saqué para mi hermana todo lo que había juntado durante esos días; docenas de caramelos. Bolitas, cajas de todos los colores. Y ahí estaba conmigo, feliz y contenta.
El resto de mis hermanos dormían.
Pero detrás vino esta vez mi tía. Oí que hablaba con mi madre. Escuché voces alteradas. Después sentí que llegaba mi padre.
Cerré la puerta porque no quería ya escuchar nada. Mi hermana jugaba feliz conmigo. Cuando los sentí venir la besé en la mejilla y la abracé despidiéndome de ella para siempre.
12. Me escaparía
Cuando entró mi madre un nudo atroz tenía en la garganta de no poderle decir de una vez:
– ¡Adiós, mamá! ¡Ya me voy, para siempre!
Creí que no resistiría de gritarle que ya me iba, definitivamente. ¡Que nunca nos volveríamos a ver!
Al miramos bajó mi madre sus ojos enrojecidos.
– ¡Qué te ha pasado!, –exclamó– ¡Estás sangrando!
– ¡No es nada! –Respondí, ya sin siquiera mirarla.
Quiso acercarse y con un grito no dejé que ni siquiera se aproximara a mí. Alzó a Sofía y salió con su rostro conturbado por la pena.
Al quedarme solo envolví lo último que había dejado por recoger: la fotografía de mi familia feliz: mis papás y todos sus hijos juntos, yo al lado de mi hermano mayor, quien estudiaba en Trujillo, y delante en la primera fila mis hermanos pequeños.
La puse en el maletín que descolgué con una cuerda por la ventana hasta unos maceteros en la parte posterior de la casa por donde me escaparía.
13. Y ahí estuve
Adentro escuché que mi madre era quien esta vez hablaba, muy enérgica en su voz, con mi tía.
Busqué la forma de salir sin ser visto, pero sentí los pasos de mi padre que subía. Avanzó y luego se detuvo.
Sus ojos, que esperé que estuvieran amargos y duros, estaban más bien húmedos y enrojecidos.
Avanzó, abrazándome y hasta alzándome en sus brazos:
– Hijo mío –habló con voz quebrada–, tu hermana se quedará con nosotros. Gracias por haberla devuelto a casa.
Yo ya había endurecido mi corazón, hasta ese momento.
Lo apreté lo más fuerte que podía. Y sentí que su rostro se inclinaba y se refugiaba, como necesitando consuelo en mi cuello.
Yo no pude contener ya mis lágrimas que borbotaron. Y ahí estuve sollozando, abrazado a él, hasta quedarme dormido, no sé si de dicha o de pena, en sus brazos.
Texto que puede ser reproducido citando autor y fuente
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Por la ventana del salón de clases, vi que doña Hermelinda, la señora que nos ayudaba en nuestra casa, entraba corriendo y cruzaba el patio sin sombrero y sin rebozo.
Llamaron a mi padre a quien le dijo algo que lo hizo salir apurado dejando solos a sus alumnos, hecho que nunca sucedía, desapareciendo por el portón de la escuela.
Los alcancé en la primera esquina, preguntando desesperado con los ojos qué ocurría.
– Tu hermanita ya se muere–, dijo ella.
Sentí que un cuchillo cortaba el aliento de mi pecho y lancé un gemido que hizo que mi padre volteara.
– ¡Cállese! ¡En la calle no se llora!
Después supe que lo dijo para controlar sus propios nervios.
Ahogándome corrí tras sus grandes pasos en dirección a la casa.
Cuando llegamos mi madre sollozaba en el cuarto:
–Ya volteó sus ojitos, –dijo hundiendo su cabeza y desahogándose a gritos entre las manos de mi padre.
2. Sólo un milagro
– ¡Pero aún respira!
– Corre y llama a tu tía Zarela, –ordenó él.
Cayéndome y levantándome corrí las diez cuadras hasta llegar a la casona donde vivía mi abuela.
– ¡Tía, corre! ¡Se muere mi hermanita!
Arrastrando su chal y jadeando llegó conmigo hasta la casa y luego entramos al cuarto donde mi madre tenía a mi hermana en sus brazos.
La descubrió. La tomó el pulso y acercó su rostro para oír su respiración.
Mis hermanos pequeños miraban asustados desde un rincón, con las lágrimas perladas en sus ojos.
– Tu hija está prácticamente muerta, Danilo. Sólo un milagro hará que viva.
– Sálvala, Zarela–, la suplicó con un gimoteo.
– Siempre te has negado a dármela sin que te apene verme sola.
– Por favor, cúrala.
3. ¡Abran las puertas!
– ¿A quién crees que le dejaría toda mi fortuna?
– ¡Sálvala, te ruego!
– Si la curo la chiquilla será mía, pues Dios la pone en mis manos.
– Por favor, sánala–, le imploraba mi padre.
– Esta medicina recién ha llegado a la botica. Se llama Estreptopén. La pondré para bien o mal. Es lo único que podemos hacer para intentar que viva.
Se persignó y nosotros también.
Corrí por la botella de ron para desinfectar la hipodérmica donde lavó la jeringa, introdujo la aguja en el pomo y mezcló el polvo blanco. Las manos por primera vez le temblaban.
Mi mamá acomodó en sus rodillas a Sofía, bajó sus ropitas y dejó la nalga descubierta. Cuando la pincharon ni siquiera lloró nuestra hermanita. La volvieron a arropar y su cabecita quedó tirada hacia atrás, como si ya no viviera.
– ¡Abran las puertas! Ustedes hijitos vayan para afuera. ¡Pobrecitos, miren cómo están asustados!
4. Alborotando la casa
Salimos al corredor y juntando nuestras manos rogamos a Dios que salve a nuestra pequeña, renunciando para ello a todos nuestros tesoros y juegos; papeles de celofán, espadas de palo, chapas de botellas..., que los fuimos a dejar con pasos lentos al pie de la imagen de la Virgen de la Puerta que teníamos colgada en el dormitorio.
Salió mi padre y me pidió que acompañara a mi tía hasta su casa. Era una casona que tenía un portón enorme con corredores de arcos, que se prolongaban en dos patios inmensos. En uno florecían las orquídeas con flores blancas y coposas; en otro los pilares sostenían macetas de ruda y azucenas, que nadie apreciaba pues mis tías Zarela y Betty vivían solas con mi abuela.
– Se ha quedado dormida y ya respira un poquito tranquila–, dijo mi madre al verme llegar sudoroso. En su rostro titilaba una leve pero recóndita esperanza.
Por la tarde bajó la fiebre. Al otro día mi hermanita abrió sus ojitos y pidió mamadera succionándola con los labios y moviendo sus mejillas.
La casa se tornó otra vez alegre.
Pronto Sofía estuvo corriendo feliz, y alborotando la casa de arriba para abajo.
5. El reclamo
A los pocos días, mi tía Zarela apareció elegantemente vestida. Ella era dueña de muchas haciendas, tenía graneros repletos, caballos de paso, sirvientas, pero no tenía hijos.
– Ya saben... – expresó, después de servirse el café.
– He venido a llevarme a mi hijita.
Miré a mi padre esperando el “¡No!” rotundo que siempre le daba cada vez que pretendía llevarse a uno de nosotros.
– Bueno..., –tosió nervioso–. ¡Dios te la ha dado!
Mi tía emocionada hundió su cabeza en el cuello de mi hermanita, a quien tenía alzada en su falda, diciendo:
– ¡Por fin tendré una hija totalmente mía! ¡Será una reina!
Mi madre miraba enternecida hasta las lágrimas.
Y como la llenaron de caramelos, Sofía hasta se despidió de nosotros diciéndonos adiós con la manita.
– ¡Pobre mi hermana! –se condolió mi madre– no tiene a quién dedicar su cariño.
Mi papá tenía la mirada perdida.
6. Trató de abrazarme
Más tarde mi madre nos llamó a la mesa.
Al principio me hice el sordo. Pero pronto me reclamó por mi nombre.
– ¡No quiero comer!, –proferí desde el segundo piso.
– Subió sorprendida por la naturaleza y el tono de mi grito.
Cuando la vi venir me escuché decir:
– ¡No te acerques mamá! ¡No quiero que me roces!
– ¿Qué pasa, hijo?
– ¡Nada! ¡No quiero que me hables ni me toques!
Trató de abrazarme pero empecé a patalear hasta caerme y quedarme en el suelo.
– ¡Te digo que no quieroooo!
– Llamaré a tu padre. –Dijo entonces severa.
Mi padre demoró en venir. Cualquier intervención de él era muy grave y que no daba lugar ni a dudas ni a murmuraciones.
7. Se acercaron
– ¿Qué ocurre? –me dijo pausadamente.
– ¿Por qué has permitido que se lleven a mi hermanita? –Le encaré.
– Tu tía la salvó de morir. –Expresó–. Es mejor que viva a que esté muerta, ¿no te parece? –Vaciló.
– No podemos dejar que alguien falte en nuestra casa, –le dije ya llorando.
– Bueno, es un compromiso.
– Es tu compromiso, pero no de todos nosotros.
Jamás yo había hablado de ese modo a mi padre.
Se llevó la mano a la correa. La jaló con fuerza y empezó a enrollarla en torno a su mano. Yo me encogí a recibir la peor cueriza de mi vida, pues nunca le había cuestionado ni menos atrevido a responderle de ese modo.
Como tardaban en llegar los azotes alcé los ojos y lo vi completamente abatido. Antes que dijera nada volteó y luego sus pasos resonaron bajando la escalera. Mis hermanos se acercaron y silenciosamente se sentaron junto a mí, pegando sus cuerpos al mío, sin decirme nada.
8. Salí corriendo
– ¡Hijito, vamos a comer!, –suplicó mi madre–. ¡Por favor, te lo ruego!
– No podré comer, mamá, –le argüí– Déjame estar sólo, te pido por favor.
Cuando cerré la puerta sentí que las lágrimas me bajaban hirviendo y empapaban mi pecho. Pronto las luces de la noche se hicieron densas y encogido sobre mis propios brazos me quedé dormido.
Al otro día me alisté para ir al colegio, tomé desayuno y me fui a clases. A mitad de lo mañana el profesor se acercó.
– ¿Qué te pasa?, –me dijo-. ¿Estás enfermo? Te estoy llamando y no reaccionas.
Estaba pensando sólo en mi hermanita. La veía como una de mis tías ricas, lejos de las enseñanzas y del ejemplo de mis padres.
En el recreo burlé la vigilancia de la puerta y salí corriendo rumbo a la casa de mi abuela.
Su empleada tenía a Sofía sobre una hermosa alfombra, rodeada de lindos juguetes en el corredor del primer patio.
9. Que la alce
Entré, cogí o mi hermana y escapé con ella por las calles empedradas.
Corrí de un solo tirón las diez cuadras que distan, bordeando el pueblo para no pasar por las calles de comercio.
Pude llegar acezante, entrar por el portón, hasta llegar y dejarla en su cama adonde le saqué todas mis cosas con que a ella le gustaba jugar.
Con mis hermanos menores tratamos de esconderla para que no se la llevaran, pero pronto escuchamos golpes en lo puerta de la calle.
Era la muchacha que suplicaba que le devolvieron a la niña de lo contrario a ella la molerían a palos.
– ¿Qué niña?, –preguntaba mi madre.
– La niña Sofía que me la ha robado su hermano.
– ¡Fredy! ¿Has traído a tu hermana?–. Indagó, golpeando la puerta de mi cuarto.
Sofía al escuchar su voz se puso a llorar y a tenderle las manitas para que la alce.
Y así llorando otra vez se la llevaron.
10. Conocía bien
Pasaron siete días durante los cuales mi hermana ya no dormía en la casa.
Yo había arreglado un maletín con la ropa más necesaria y había hablado con el ayudante de un camión para que me llevara hasta Trujillo.
Había decidido irme para siempre de mi casa.
Sufría pensando cómo salían a buscarme, arrepintiéndose de lo que habían hecho. Pero ya estaría muy lejos y nunca más me volverían a ver.
Me partía el corazón dejar a mis hermanos pequeños y también a mis padres.
Una noche me desperté hipando y ahogándome en sollozos y mi madre con sus manos en mi frente calmándome y abrazándome contra su pecho.
El día que tenía planeado irme, intenté por última vez rescatar a mi hermana. Desde temprano estuve merodeando la casa de mi abuela y tías.
Escondiéndome porque ya tenían aviso que yo podía robarla.
Felizmente conocía bien las puertas y los corredores.
11. Cerré la puerta
Entré al cuarto qué habían preparado para ella. Era muy temprano y aún estaba dormida.
La alcé en mis brazos y eché e correr, pero al salir resbalé en la grada de la puerta y caí.
Se me reventaron las rodillas y me sangraban los codos.
Rengueando pude llegar hasta mi casa. Entré por la puerta del zaguán directo hasta mi cuarto.
Saqué para mi hermana todo lo que había juntado durante esos días; docenas de caramelos. Bolitas, cajas de todos los colores. Y ahí estaba conmigo, feliz y contenta.
El resto de mis hermanos dormían.
Pero detrás vino esta vez mi tía. Oí que hablaba con mi madre. Escuché voces alteradas. Después sentí que llegaba mi padre.
Cerré la puerta porque no quería ya escuchar nada. Mi hermana jugaba feliz conmigo. Cuando los sentí venir la besé en la mejilla y la abracé despidiéndome de ella para siempre.
12. Me escaparía
Cuando entró mi madre un nudo atroz tenía en la garganta de no poderle decir de una vez:
– ¡Adiós, mamá! ¡Ya me voy, para siempre!
Creí que no resistiría de gritarle que ya me iba, definitivamente. ¡Que nunca nos volveríamos a ver!
Al miramos bajó mi madre sus ojos enrojecidos.
– ¡Qué te ha pasado!, –exclamó– ¡Estás sangrando!
– ¡No es nada! –Respondí, ya sin siquiera mirarla.
Quiso acercarse y con un grito no dejé que ni siquiera se aproximara a mí. Alzó a Sofía y salió con su rostro conturbado por la pena.
Al quedarme solo envolví lo último que había dejado por recoger: la fotografía de mi familia feliz: mis papás y todos sus hijos juntos, yo al lado de mi hermano mayor, quien estudiaba en Trujillo, y delante en la primera fila mis hermanos pequeños.
La puse en el maletín que descolgué con una cuerda por la ventana hasta unos maceteros en la parte posterior de la casa por donde me escaparía.
13. Y ahí estuve
Adentro escuché que mi madre era quien esta vez hablaba, muy enérgica en su voz, con mi tía.
Busqué la forma de salir sin ser visto, pero sentí los pasos de mi padre que subía. Avanzó y luego se detuvo.
Sus ojos, que esperé que estuvieran amargos y duros, estaban más bien húmedos y enrojecidos.
Avanzó, abrazándome y hasta alzándome en sus brazos:
– Hijo mío –habló con voz quebrada–, tu hermana se quedará con nosotros. Gracias por haberla devuelto a casa.
Yo ya había endurecido mi corazón, hasta ese momento.
Lo apreté lo más fuerte que podía. Y sentí que su rostro se inclinaba y se refugiaba, como necesitando consuelo en mi cuello.
Yo no pude contener ya mis lágrimas que borbotaron. Y ahí estuve sollozando, abrazado a él, hasta quedarme dormido, no sé si de dicha o de pena, en sus brazos.
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