sábado, 6 de agosto de 2011

AMPAY EN QUIHUILLAN - POR ARMANDO ALVARADO BALAREZO(NALO)

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Plazoleta de Quihuillán
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AMPAY EN QUIHUILLÁN

Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

El reloj marca la medianoche. El pueblo duerme arropado por el manto nocturno. Es lunes, primero de junio de 1957. En la penumbra el viento chicotea mi piel sin piedad. Durante el día no he probado bocado, menos un sorbo de chinguirito. En Tapacocha los carros est
án varados por un derrumbe, y mi chamba de cargador de bultos se ha frustrado.
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Estoy sentado en una banca de la plazoleta de Quihuillán, junto al monumento de Pancho, mudo amigo de mis monólogos imaginarios. Felizmente tengo unos cuantos puchos que hace unas horas recogí de la cantina de Penco, con los que me abrigo del frío.
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Miro a todos lados, ni siquiera el ánima de Juan Sánchez Dulanto camina buscando un entierro, sólo el viento pasa y repasa gimiendo como los silbidos de aquellos viejos enamorados sin esperanza.

A la distancia una sombra viene por el jirón Comercio como andas de procesión. No logro ver bien, el humo del pucho me lo impide. Habrá que esperar que se acerque un poco más...
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Ya está cerca, el jinete baja de su caballo y camina dando trancos. Está con poncho y lleva puesto un sombrero negro como la noche. Pasa por mi lado, lo saludo y no me contesta. Es un hacendado conocido y va convertido en un torrente de tribulaciones. Trepa el muro y salta a la chacra de mi amigo Papaseca. Me acerco a verlo y está descendiendo por el alfalfar con pasos agigantados, camina como alma en pena.

La curiosidad me invade. Bordeo la plazoleta por la vereda de Alberto Limonta, pues soy muy chato para saltar desde el muro. Lo sigo con la mirada y se me pierde en la oscuridad. "Debe estar buscando un tesoro", pienso. "Ojalá sea un entierro, así me gano alguito, nadie sabe, de repente es mi noche de suerte"...
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Camino pegado a la pirca, cuidándome de las hualancas. En eso lo observo recostado sobre un montículo de piedras, ¿qué le habrá pasado?, me pregunto, "seguro se ha caído", digo para mis adentros. Debo asegurarme, medito y me dirijo de puntillas a un viejo aliso. Trepo y para mi sorpresa el hacendado está mirando a un hombre y una mujer en pleno "canchis canchis".

En el ambiente dos gemidos se alternan: uno de placer que viene de la pareja y otro de dolor que emana del astado. Los rayos plateados de la luna atraviesan las nubes, revelando las curvas de la damisela y del zarco cuerpo del bandolero.

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El vaivén es armónico en el maizal que se ha tornado en lecho de delirio. De pronto vibran y luego se quedan quietos. A diez metros el rostro del "corneado" parece cirio de velorio, tan pálido como la memoria de los sesos que han sido tocados por las alas de la muerte, como cae la pollera de la noche en la parda tierra, como se desovilla el huáchcu de un meón entre las acelgas y el tapial.
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Con los ojos extenuados de tanto mirar bajo la macilenta luna, el silencio se hace lamento. El destino le ha robado al hacendado el placer que esperó hallar en la piel de su torcacita a su retorno al pueblo. Seguro encontró el nido vacío y salió a buscarla al maizal, donde alguna vez fue suya.
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Retorno a la plazoleta y enciendo el último pucho. Por el humo pasan escenas similares que cada medianoche veo en Cochapata, Capulipata, Calapata y todas las patas que se puedan meter y sacar, y asoman a mi mente las palabras filosóficas de los parroquianos de Penco: 'padre es quien lo cría, no quién lo engendra; además, somos hijos de la misma tierra, siempre haciendo el bien sin mirar sobre quién y amándonos los unos sobre los otros... Salud compadre'.

En este "macondo de pisanamaría", veo tantas cosas en las noches sin estrellas, que me siento más miserable que la miseria misma. Gracias a Dios todavía no hay muchos embajadores del caprino "tabalozos", sino pobre chico, estaría más deshilachado que bolsillo de invidente... Así es la vida shay, medito viendo Umpay Cuculí que a la distancia se hunde en el oconal.

De pronto siento una palmada en el hombro. Es el hacendado: 'hola Shaprita', me dice y camina hacia el potro que lo ha estado esperando. Baja una alforja y me encarga que lo lleve a la casa de su costilla, indicándome: "dile que un carro minero lo ha traído de mi parte". Monta su caballo, me obsequia un par de soles por el mandado y desciende Maraurán con paso tullido.
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"Tan profunda ha sido la cornada que le ha desfigurado el semblante", pienso, mientras reviso la alforja, hallando cinco bolas de requesón y dos docenas de choclos. A cien metros veo pasar a la damisela. Dejo un requesón debajo de la banca y sigo las huellas del pecado hasta su morada. Después de unos minutos toco la puerta y entrego la alforja según lo convenido con el hacendado. Felizmente tengo los ojos sordos y los oídos ciegos como todo buen heraldo del silencio...

Ya la Luna duerme en su aposento y una honda calma va adormeciendo mis sentidos. Pero antes de irme a dormir, debo recoger el requesón para paliar mi hambre...
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Hoy es martes, 3 de junio de 1969, han pasado 12 largos años desde lo ocurrido, y los tres personajes de este relato viven todavía. Uno de ellos camina lento con un lazarillo de palo, cubriendo de añoranza sus sueños cansados de insomnio por los hijos que el papel sellado le ha quitado. Va lerdo entre la sombra y el silencio como las estrías sin memoria que yacen en los porongos secos...



Cordillera Huayhuash