martes, 7 de julio de 2020

AMPAY - POR ARMANDO ALVARADO BALAREZO (NALO)

Plazoleta de Quihuillán .
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AMPAY
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Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
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El reloj marca la medianoche. El pueblo duerme arropado por el poncho nocturno. Es lunes, primero de junio de 1957. En la penumbra el viento chicotea mi piel sin piedad. Durante el día no he probado migaja alguna, tampoco un sorbo de chinguirito. En Tapacocha los carros están varados por un derrumbe carretero, y mi chamba de cargador de bultos se ha frustrado.
 
Estoy sentado en una banca de la plazoleta de Quihuillán, junto al monumento de Pancho Bolognesi, mudo testigo de mis monólogos imaginarios. Felizmente tengo unos puchos que recogí en la cantina de Penco, con los que me estoy abrigando del frío que hinca mis carnes.
 
Miro a todos lados, ni siquiera el ánima de Juan Sánchez Dulanto camina buscando un entierro, sólo el céfiro trasnochador pasa y repasa gimiendo como silbido de enamorado sin una pizca de esperanza.
 
A la distancia una sombra viene por el jirón Comercio como andas de procesión. No logro ver bien, el humo del pucho me lo impide. Habrá que esperar que se acerque un poco más...
 
Ya está cerca, es un jinete. Baja de su caballo y camina dando trancos. Está con poncho y lleva puesto un sombrero negro como la noche. Pasa por mi lado, lo saludo y no me contesta. Es un hacendado conocido y va convertido en un torrente de tribulaciones. Trepa el muro y salta a la chacra de mi amigo Papaseca. Me acerco a verlo, está descendiendo por el alfalfar con pasos agigantados, camina como alma en pena que rueda por un plano inclinado.
 
La curiosidad me invade. Bordeo la plazoleta por la vereda de Alberto "Limonta", pues soy muy chato para saltar desde el muro. Lo sigo con la mirada y se me pierde en la oscuridad. "Debe estar buscando un tesoro", pienso. "Ojalá sea un entierro, así me gano alguito, nadie sabe, de repente es mi noche de suerte"...
 
Camino pegadito a la pirca orlada de shinuas y putpush, cuidándome de las hualancas y las pencas. En eso lo observo recostado sobre un montículo de piedras, ¿qué le habrá pasado?, me pregunto, "seguro se ha caído", digo para mis adentros. Debo asegurarme, medito y me dirijo de puntillas hacia un viejo aliso solitario. Trepo y para mi sorpresa el hacendado está mirando a un hombre y una mujer en pleno "canchis canchis", "cóncavo y convexo", dirá un experto en geometría horizontal.
 
En el ambiente dos gemidos se alternan: uno de placer que viene de la pareja y otro de dolor amargo que emana del astado. Los rayos plateados de la luna atraviesan las nubes, revelando las curvas de la damisela y el zarco cuerpo del bandolero.
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El vaivén es armónico en el maizal que se ha tornado en mullido lecho. De pronto vibran y se quedan quietos. A diez metros el rostro del "corneado" parece cirio de velorio pobre, tan pálido como la memoria de los sesos que han sido tocados por las alas de la muerte, como cae la pollera de la noche en la parda tierra, como se desovilla el huáchcu de un meón entre las acelgas y el tapial.
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Con los ojos extenuados de tanto mirar bajo la macilenta luna, el silencio se hace lamento. El destino le ha robado al viejo hacendado el placer que esperó hallar en la satinada piel de su torcacita de 25 abriles. Seguro encontró el nido vacío y salió a buscarla al maizal, donde alguna vez fue suya hasta el infarto.
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Retorno a la plazoleta y enciendo el último pucho que me queda en el bolsillo. Por el humo pasan escenas similares que cada noche veo en Cochapata, Capulipata, Calapata y todas las patas que se puedan meter y sacar, y asoman a mi mente las palabras filosóficas de los parroquianos de Penco: 'padre es quien lo cría, no quién lo engendra; además, somos hijos de la misma tierra, siempre haciendo el bien sin mirar sobre quién y amándonos los unos sobre los otros... Salud compadre'.
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En este "macondo de pisanamaría", veo tantas cosas en las noches sin estrellas, que me siento más miserable que la miseria misma. Gracias a Dios todavía no hay muchos embajadores del caprino "tabalozos", sino pobre chico, estaría más deshilachado que bolsillo de invidente... Así es la vida shay, medito viendo Umpay Cuculí que a la distancia se hunde en el oconal.
 
De pronto siento una palmada en el hombro. Es el trejo hacendado: 'hola Shaprita', me dice y camina hacia el potro que lo ha estado esperando. Baja una alforja y me encarga que lo lleve a la casa de su costilla de 25 abriles, indicándome: "dile que un carro minero lo ha traído de mi parte". Monta su caballo, me obsequia un par de soles por el mandado, y desciende Maraurán con paso tullido.
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"Tan profunda ha sido la cornada que le ha desfigurado el semblante", pienso, mientras reviso la alforja, hallando cinco bolas de requesón y dos docenas de choclos. Luego de unos minutos pasa la damisela bordeando la plazoleta. A una distancia prudencial camina el atrasador. Dejo un requesón debajo de la banca y sigo con cautela las huellas del pecado hasta su morada de adobes y tejas. Después de unos minutos toco la puerta y entrego la alforja según lo convenido con el hacendado. Felizmente tengo los ojos sordos y los oídos ciegos como todo buen heraldo del silencio...
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Ya asoma la madrugada, la luna duerme en su aposento, y una honda calma va adormeciendo mis sentidos. Pero antes de irme a dormir, debo recoger el requesón que dejé bajo la banca, estoy que me muero de hambre...
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Es martes 3 de junio de 1969, han pasado 12 largos años desde lo ocurrido, y los tres personajes de este relato viven todavía. Uno de ellos camina lento con un lazarillo de palo por Chakinani, cubriendo de añoranza sus sueños cansados de insomnio por los hijos que el papel sellado le ha quitado. Va lerdo entre la sombra y el silencio, como las estrías sin memoria que yacen en los porongos secos...
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Cordillera Huayhuash
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Fuente:
 
Relatos campesinos, de Nalo AB.