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REGALO DE NAVIDAD
Por Roberto Rosario Vidal
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En una esquina de la
plazuela de Chiquinquirá vive Shesha Villanueva, hijo de doña Ahuicha.
Plazuela de Chiquinquirá - Caraz
Todos
los años, Shesha construye el nacimiento más grande y hermoso del pueblo. Con
semanas y hasta meses de anticipación planifica su trabajo. Compra animalitos y
luces de Navidad, construye casas en miniatura, confecciona réplicas de
edificios públicos. El año pasado ganó el concurso de nacimientos del distrito.
¿Cómo será su nacimiento esta vez? Siempre me pregunto cuando paso por la
puerta de su casa. Tengo mucha curiosidad por saber qué estará pensando hacer
este año: carreteras, puentes, cataratas, trenes, pastores y manadas de
animalitos… Mi papá dice que Shesha es un artista. El 24 de diciembre hay que
ir temprano para conseguir un espacio no solo para ver el nacimiento, sino para
adorar al Niño con las canciones que hemos ensayado con su hermana Dorila.
Hoy,
después de almorzar, salí a la plazuela a jugar, haciendo tiempo para la hora
de la adoración del Niño. Como estamos de vacaciones, mi mamá me permite
reunirme con mis amigos en el parque.
—Hola,
Gabriel —me pasan la voz mis amigos, sentados en el borde de la glorieta.
Al unirme al grupo, escucho que hablan sobre
los regalos que han pedido al Niño Dios.
—Yo
le he pedido un tren eléctrico —dice Tito.
—Yo
un Meccano —dice Lucho.
Godofredo,
el más entusiasta del grupo, frotándose las manos, cuenta que ha escrito al
Niño Dios pidiendo que le regale una bicicleta.
Todos
ya han dado a conocer sus deseos. El gordo Raúl, palmoteándome la espalda, me
pregunta:
—Y
tú, ¿qué has pedido?
Mientras
mis amigos hablaban yo estaba recordando la Navidad del año anterior, cuando
papá trajo un panetón riquísimo, adornado con frutilla y pasas, que mamá sirvió
después de untarlo con harta mantequilla; y, cuando menos lo esperaba, porque
nunca se me ocurrió molestar al Niño Dios con cartas pidiendo regalos, papá me
obsequió una pelota de cuero como la que yo había visto en la tienda de don
Eloy Ángeles. “¿Para mí?”, pregunté, sin creer lo que tenía entre mis manos.
“Claro que es para ti”, dijo papá. Luego tomó una copa de vino con mamá y con
su amigo Venancio López, el sombrerero de al lado de la casa, a quien papá
había invitado a cenar con nosotros.
Sin
quitarle la malla de pabilo, comencé a hacer rebotar la pelota en mis manos,
cuidando de que no se ensuciara para mostrarla al día siguiente a mis amigos.
—Habla,
pues, ¿qué has pedido? —me dio otra palmada Raúl.
—No
he pedido nada —contesté.
—¡Qué
sonso! —dijeron—. Pide, nomás, que el Niño Dios cumplirá tus deseos.
—Tienen
razón; voy a pedirle algo —respondí, pensando que el mejor regalo sería que mi
papá no volviera a irse nunca más.
Volviendo
a la casa, me probé el poncho de lana que usé el año pasado para la adoración
del Niño. Felizmente todavía me quedaba bien, pese a que había crecido bastante.
Saqué el sombrero adornado con una cinta de colores y me despedí de mamá.
—¡Voy
a la adoración!
—¿No
olvidas nada? —me preguntó mi madre. Entonces recordé el sonajero que construí
con chapas de gaseosas chancadas.
Cuando
llegué a la tienda de Shesha, ya estaban
allí Tito, Clodo, Doris y los hermanos Espejo. El nacimiento era impresionante.
Ocupaban casi toda la sala cientos de objetos en los cerros, en las lomas, en
los lagos y caminos. Aves, mamíferos, dromedarios, serpientes, elefantes,
jirafas. Ovejas, vacas, venados. Peces en el río y aves en el cielo. Carros,
barcos, aviones y vegetación abundante, desde grama hasta cactus y gueshgues. Para mis adentros pensé:
“Mañana doña Ahuicha tendrá que vender sus panes en la calle, porque su hijo no
va a desarmar pronto el nacimiento”. La adoración comenzó a las nueve de la
noche.
Vamos, pastores, vamos,
vamos a Belén
a ver a ese niño
que ha nacido ya...
Dorila,
la hermana mayor de Shesha, daba el tono de cada canción agitando una pandereta
con alegría, como si fuera una española.
—Señora Santa Ana,
¿por qué llora el niño?
—Por una manzana
que se le ha perdido.
Los
pastorcitos cantábamos en voz alta llevando el ritmo con los sonajeros de
chapas, cada cual más estridente.
—¡Más
fuerte! —decía Dorila—. ¡Para que el niño Dios nos oiga! ¡Para que se cumplan
nuestros deseos! —con su entusiasmo y potente voz nos animaba a cantar el
cancionero que nos había repartido días atrás, para que aprendiéramos las
letras.
Esa
Navidad fue la última vez que vi a Dorila. Dicen que el niño Manuelito le
regaló un marido que se la llevó lejos.
Las luces de colores se prendían y se apagaban
reflejando el rostro de porcelana de la Virgen María, que se encendía con tonos
rojos, azules y amarillos.
Esa
tarde, cuando me despedí para ir a la adoración, mamá se quedó en la casa, pues
dijo que tenía que hacer algunas cosas. Después de acabar sus quehaceres, salió
a las tiendas a buscar algún regalo que me pudiera obsequiar. Dice que se le
partía el alma al ver juguetes muy lindos, pero todos demasiado caros, lejos
del alcance de su bolsillo. Intentó pedir un juguete a crédito, pero don Eloy
le dijo que los tiempos no eran buenos, que él había comprado pocos regalos y
que debía vender al contado para recuperar pronto su inversión. Triste, se
dirigió a la huerta a recoger algunas yerbas para preparar una infusión.
Caminaba pensando cuando, al cruzar la acequia, divisó un objeto que refulgía
en el agua.
—¿Qué
será? —diciendo esto, se arrodilló en el borde de la acequia. La luna alumbraba
sonriente en el cielo despejado. Arremangándose la chompa, introdujo la mano al
agua y... cuál no sería su sorpresa al darse cuenta de que lo que estaba
brillando era un hermoso carro de aluminio.
—¿Qué
niño habrá perdido su juguete? —pensó con pena, imaginando las veinte manzanas
de casas que quedaban más arriba de la nuestra, por donde atravesaba la
corriente de agua.
Mamá
lavó el carro con agua limpia y detergente, luego lo envolvió con papel celofán
y una cinta que guardaba de algún regalo antiguo.
Terminando
la adoración, mamá me esperaba en la puerta de doña Ahuicha, de donde ni
siquiera se podía divisar el nacimiento porque la tienda estaba repleta de
gente. Fuimos juntos a la Misa del Gallo.
¡Con
qué devoción recé! Para que papito estuviera bien, para que el Niño Dios no
permitiera que se volviera a marchar por razones políticas, como decía mamá. Yo
no sabía el significado de la palabra “política”, pero lo relacionaba con
persecución y el alejamiento de mi padre. Mirando el rostro del Niño Dios,
percibí una sonrisa suya, como que me decía algo. Yo lo interpreté como que me
estaba aceptando el pedido formulado.
Al
día siguiente desperté un poco tarde. El sol ingresaba a la habitación,
jubiloso. Había bullicio en la plazuela, como en los días de fiesta de la
Virgen de Chiquinquirá. Luego reparé en que era 25 de diciembre y llamé:
—¡Mamá!
—¿Sí,
Gabriel? —contestó solícita.
—Hoy
es Navidad —dije y le di un abrazo.
—¡Feliz
Navidad! —dijo mamá, señalando sobre la mesa de noche un paquete reluciente con
un hermoso listón.
—¡Un
carro! —exclamé contento—. ¡Un carro!
Fue
una inolvidable Navidad.
Carlos Eduardo Zavaleta y Roberto Rosario Vidal
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