domingo, 24 de diciembre de 2017

SENSIBLE FALLECIMIENTO DEL DILECTO CIUDADANO CHIQUIANO MIGUEL ARTURO BARRENECHEA IBARRA "CHOLITO CORAZÓN"



 
 




 
RECUERDOS
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CHIQUIÁN: 
 
Cielo azul

30 de agosto en soledad,
con el ala rota una vez más,
horizonte incierto, cielo azul,
fuegos artificiales, Salva fugaz,
vuelve la noche, con su negro tul.

Toca la banda, hasta el amanecer,
por las callecitas del viejo hogar,
horizonte incierto, cielo azul,
ausencia triste, lejana estás,
sueño distante, coplas de ayer.

Tardecita fría, de paisaje gris,
ya mi alma mira desde el dintel;
en nocturno cielo, la quena llora,
y junto a ella, una guitarra implora
porque un corazón, dejó de latir.

Nalo AB - 15651
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PASAJERO DEL TIEMPO 
 
Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
 
Bajo los párpados para soñar despierto, y sobrevuelo Chiquián con el pensamiento...

Busco por todos lados, mas no encuentro a mis amigos. Unos están en el cielo, otros en el mundo esparcidos. En el jirón Leoncio Prado la oscuridad rasga mi pecho, pues muchos vecinos se han ido, y por más que en los rostros de sus hijos se reflejan, no late ese sentimiento telúrico tan arraigado en los viejos, y me siento forastero en mi propia tierra.
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En este agonizante mutismo de un barrio otrora alegre, el llanto se esconde en mis pupilas, con un rayo de luz que me invita un acre trago de nostalgia. Fantasía gris de un tiempo que se va haciendo ceniza; no sé si fatigado por el paso de los años, o curvado por el peso de los sueños truncos, en un batir de alas agoniza, como los ojos que perdieron la facultad de llorar, como los labios secos que se olvidaron de besar, como las manos cuajadas de venas moradas, como una laguna congelada en mil sollozos, como un cortejo de almas penitentes en un viernes cansado de vivir, como aquella golondrina de verano que se marchó para no volver, o el presagio que envuelto en un gemido adivina que muy pronto será la rígida manecilla de un reloj fenecido.
 


Ya es medianoche y veo pasar por la acera a un viejo vecino con su poncho de neblina. Va murmurando sobre el paso del tiempo que en la noche esconde sus horas vacías. Entonces vienen a mi mente los versos que buscan tierra de sepulcro en un paraíso de torcazas hartas de volar, y barquitos de maguey anclados a la vera de Maraurán, aguardando a sus capitanes que descansan en paz.

En el rostro del vecino querido veo incontables surcos que el arado de la vida ha labrado. Tiene la mirada con nubes nacaradas que flotan donde duermen sus recuerdos. Sólo atino a contemplarlo a través de dos lágrimas que ruedan para regar la tierra generosa de mis viejos.


Ya está amaciendo, y el anciano sigue andando empujado por el viento para nunca más volver, como avanza el tiempo sin retroceder, mientras las sombras aguardan con sus brazos de hielo.

No sé qué es lo que lo sostiene en pie, mas lo contemplo en silencio y llegan a mi memoria aquellos pilares de carne, pellejo y huesos que sustentaron mi barrio de Jircán colmado de Yerupajá, tardes de toros al son de la banda y trotes de caballos en el empedrado, aquellos cascos, que así como labran caminos, también se detienen para siempre.


No escucho risas, golpes de canga ni huaynos en el vecindario, sólo un pichuichanca invidente que no sabe de sol, de luna ni de estrellas, trina en el alero un canto de esperanza, hurgando un poco más de tiempo, como las hilachas de la memoria colectiva que el tiempo desovilla a falta de una rueca que las hile hasta convertirlas en poncho, en cuya trama nadie falte ni sobre.
 
 

Son las 6 de la mañana, me persigno e ingreso a casa. En mi pequeña biblioteca reviso mis viejos cuadernos, y en sus hojas pálidas de años y lejanía, dejo mis lágrimas otoñales recordando a mis vecinos y amigos. Junto a los cuadernos, en un candelabro lleno de gotas endurecidas de dos cirios consumidos, reposan los recuerdos de largas horas de angustia de mi madre por el esposo viajero.
 

Bebo un sorbo de agua con sabor a cuntu añejo, y un pensamiento errante me aprieta el alma. Entonces, parafraseando un pensamiento milenario, declamo: "¡Qué terrible será ser eterno cuando todos se hayan ido!. Gracias a Dios nadie puede con el límite... y la vida se va en un sueño con los carruajes del silencio, pues aún no se ha inventado algo que detenga el fin"...
 


De pronto asoman como aves temporarias las palabras de mi viejo amigo Panchito Gonzáles, que vienen desde Marián, HUARAZ: "Nacer o morir, ¿Un mismo significado?.. morir y nacer, interrogante sin respuesta. ¿La partida será el encuentro? ¡He ahí el misterio de la vida¡... el palpitar se detiene y las arterias son caminos desiertos... el soplo ha desaparecido. Y así, una y otra vez la Fábula de Higinio: “La tierra pide lo que es suyo y el alma al infinito, va en pos de una nueva creación". Sí, ayer llegó el final; la razón y el sentimiento en su lucha tenaz no llegaron a ningún acuerdo, pero triunfó el corazón:.. “Hay que llorar por los seres que se alejan de nuestro lado para siempre, pues son nuestra razón de existir, amor de amores, pena de penas, se diluye en un segundo y todo se acaba”.

Abro los ojos; y aquí, en el cementerio de Chiquián, yace un viejo poema cubierto de pétalos blancos...

Tulpajapana, 02 NOV 2003


Cementerio de Chiquián


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NO PREGUNTES POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS;
 
 DOBLAN POR TI Y POR MÍ

Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

“Curiosa es nuestra situación de hijos de la Tierra. Estamos por una breve visita y no sabemos con qué fin, aunque a veces creemos presentirlo. Ante la vida cotidiana no es necesario reflexionar demasiado: estamos para los demás. Ante todo para aquellos  de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad; pero también para tantos desconocidos a cuyo destino nos vincula una simpatía”. Albert Einstein (Mi visión del mundo)
 
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La mañana del martes 17 de octubre de 1961, me encontraba cogiendo agua en el pilón del barrio poco antes de asistir a la escuelita 378 de Quihuillán, donde cursaba el 4to. de Primaria; de pronto, en circunstancias que convergían en la esquina los señores Manuel Roque Dextre y Teófilo Salas Rivera, doblaron las campanas de la iglesia matriz de Chiquián, anunciando un deceso, motivando que mi cuerpo se escarapele, pues los camiones de mi padre y el de su compadre Segundo Robles Valverde, que debieron llegar de madrugada, no asomaban por la ceja de Caranca. Don Teófilo preguntó:

- ¿Por quién doblarán las campanas, Manuelito?

- Doblan por ti y por mí, hermano del alma. Le contestó compungido.

Don Manuel, persona muy instruida, otrora presidente de la Federación de Estudiantes del Perú, y reconocido poeta, al notar que su respuesta inquietó sobremanera a don Teófilo, le comentó que los versos “No preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti” corresponden al fragmento “POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS” del poeta inglés John Donne (1572 / 1631), fragmento que tres siglos después inspiró la novela del mismo nombre, del escritor americano Ernest Hemingway (1899/ 1961), fruto de sus experiencias como corresponsal en la guerra civil española.

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Dicha novela empieza así:

“Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si se tratara de un legendario monte, o de la casa solariega de uno de tus amigos o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. John Donne.
 
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Esquina chiquiana, escenario de la experiencia de vida

Doña María Gamarra de Calderón, quien retornaba del mercado de abastos, acercándose a los dos señores, les comunicó muy apenada:

- Mañuquito, Tiuchito, ha muerto nuestro amigo Shaprita.

Oír el sobrenombre, tantas veces escuchado en Chiquián y los pueblos aledaños, hizo llaga en mi alma para siempre, al interpretar en carne viva el mensaje del poeta metafísico John Donne, pues mi querido amigo Manuel Ñato Allauca partió antes de tiempo. Ser humano muy laborioso fue Shaprita, cuyo aporte era de suma importancia para el pueblo, sobre todo su fraterno afán de fecunda generosidad con los turistas, las amas de casa y los niños que lo teníamos como valioso ejemplo de vida. Dos horas después arribaron mi padre y su compadre Segundo, se habían quedado varados cerca del puente Mellizo (Mayorarca), por la rotura del eje delantero de un camión minero, en una angosta pendiente. Al día siguiente, miércoles 18 de octubre de 1961, el pueblo chiquiano decretó tarde no laborable, para acompañar al paisano querido hasta su última morada, al compás de la Marcha Fúnebre de Morán, entonada por la banda de músicos de la solidaria familia Aldave Montoro. Ese día, hasta los niños vestimos de luto.
 
Por éso y por mucho más, cada vez que muere un ser vivo, sé que algo de mí se desprende, y así será hasta el final de mis días, porque gracias a dicha experiencia aprendí que soy parte indisoluble de las obras de Dios, nuestro Creador: la Naturaleza y el Cosmos. Nadie, como bien lo señala John Donne, es una isla, por tanto, ningún ser humano merece vivir ni morir aislado. Al respecto, el poeta español Antonio Machado, nos dice: “A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd”, de ahí que el lugar mas cálido para el reposo sea el corazón humano, porque en el recuerdo y la esperanza anida el misterio de la eternidad, tal como reza el proverbio de Facundo Cabral: “No perdiste a nadie: el que murió, simplemente se nos adelantó, porque para allá vamos todos. Además lo mejor de él, el amor, sigue en tu corazón”, sin olvidar en cada momento del día las palabras de Jesús: "Yo soy la resurección, y la vida. Aquel que crea en Mí, aunque muera, vivirá."
 
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En estos últimos días han fallecido diez paisanos bolognesinos de gran valía. Hace un año, el 10 de febrero emprendió el Gran vuelo en Lima el escritor Luzuriaguino Guido Vidal Rodríguez, y al día siguiente 11 como hoy, también falleció en Lima, uno de mis amigos más amados, Hugo Nicanor Vilca del Castillo, nacido en Huari. Tengo la certeza de que por dichas pérdidas doblaron las campanas en Bolognesi, Mariscal Luzuriaga y Huari, como expresión de luto colectivo que mantienen y mantendrán eternamente nuestros pueblos fraternos, por más lejos que sus hijos pierdan la vida.

Desde los albores de la Humanidad todas las puertas del mundo han sido tocadas por el ala de la muerte, para las que se construyan ahora y después, es cuestión de tiempo solamente. Al respecto, cuentan que: “Un monje tenía siempre una taza de té al lado de su cama. Por la noche, antes de acostarse, la ponía boca abajo y, por la mañana, le daba la vuelta. Cuando un novicio le preguntó perplejo acerca de esa costumbre, el monje explicó que cada noche vaciaba simbólicamente la taza de la vida, como signo de aceptación de su propia mortalidad. El ritual le recordaba que aquel día había hecho cuanto debía y que, por tanto, estaba preparado en el caso de que le sorprendiera la muerte. Y cada mañana ponía la taza boca arriba para aceptar el obsequio de un nuevo día. El monje vivía la vida día a día, reconociendo cada amanecer que constituía un regalo maravilloso, pero también estaba preparado para abandonar esté mundo al final de cada jornada”. Estas y otras reflexiones que navegan en la Internet me inspiraron a escribir la hilachita:
 
   
EN CUALQUIER MOMENTO

La puerta de la vida se cierra, la sangre detiene su curso y el alma vuela como hoja quebradiza en el éter. Abajo los cardos siguen floreciendo en la redondez del mundo.

Todo acaba tras el último aliento, sólo lágrimas de congoja y plegarias a Dios corren en pos de la Resurrección.

Después quedan los recuerdos, y poco a poco el viento del olvido va borrando del mapa el único camino que no conduce a Roma, sino a la tumba.

Ignoro quién sobrevivirá y quién será el ausente en aquel momento. ¿Lo sabes tú?. 
 
Mientras tanto, ama, reza y goza la vida segundo a segundo, por ventura divina.
 
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Confieso, no me ha sido nada fácil aceptar la muerte de mis seres queridos: abuelitos, mamá, papá, tíos, primos, sobrinos, maestros, compañeros de estudio, trabajo y de ocio, coterráneos y entrañables amigos. Solamente el honrar su recuerdo, compartir experiencias similares con fe y esperanza, entender que empezamos a morir desde que nacemos y dejar brotar las emociones contenidas, han hecho que no sea el muerto en vida del poema de Becquer, sino que viva cada día como si fuera el último, apreciando segundo a segundo lo bella que es la existencia terrena, en armonía plena con la creación del Altísimo.
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En casos muy dolorosos un abrazo a tiempo es mejor que mil palabras, sin perder de vista el mensaje de San Agustín: "Cuando tenga que dejarte por un corto tiempo, por favor, no te entristezcas, ni derrames lágrimas, ni te abraces a tu pena a través de los años. Por el contrario, empieza de nuevo con valentía y con una sonrisa por mi memoria y en mi nombre y haz todas las cosas igual que antes, no alimentes tu soledad con días vacíos sino llena cada hora de manera útil. Yo estaré cerca de ti y nunca tengas miedo de morir porque yo estaré esperándote en el cielo".

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  Chiquián, una vez más la banca vacía...

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EL AMIGO QUE PERDÍ
 
A mi amigo Cholito Corazón

Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

Amigo, tu camino y el mío se unió en el lugar exacto y en el momento preciso. Fue un sentimiento mutuo escrito por el Altísimo, en el gran libro de la vida.

Que somos del mismo barro y que de niños oímos cantar los mismos pájaros cuando danzábamos vestidos de abuelitos, son dos de los elementos vitales que forjaron nuestro espíritu telúrico.

También la lluvia y la escarcha templaron nuestros latidos, para amar hasta el dolor a los seres de pies cuarteados y
de encallecidas manos; para amar al viento helado que maceró nuestro cuerpo impúber en la soledad de los caminos; para amar al trueno que desgajó nuestra piel en cada sueño adolescente; para amar al rayo que tensó nuestros tendones aun en botón...

Por eso amamos la meditación; por eso nos quedamos absortos cuando contemplamos todo lo creado por Dios; por eso nos sobrecogemos cada vez que vemos ondear desesperado al ichu, para evitar que la ventisca del ocaso lo arranque de raíz; por eso a los ocho años de edad quedé con el corazón deshecho, cuando retornando de Corpanqui, tierra de Nobrira, vi un ave muerta en una jaula, junto a la puerta de una choza solitaria.

Las barras de madera tenían manchas bermejas; las alas, pico y garras con visibles fracturas; y el plumaje embadurnado de sangre seca. Allí supe que no solamente el cóndor, sino también otras aves prefieren luchar hasta morir intentando ser libres que pasar el resto de su vida en cautiverio.

Saqué al ave y lo sepulté en una colina de Recrec. De la jaula no quedaron ni astillas, la hice añicos chancándola contra una roca, una y otra vez, para que nunca más prive de su libertad a otra avecilla del Señor.

Ya de madrugada, en Tupucancha, desperté sobresaltado al escuchar en sueños el graznido de mi amigo corequenque, ave que bauticé con el nombre de César Vallejo, pues durante una charla con mi padre me dijo que anidan en las alturas de Santiago de Chuco, tierra amada del vate universal, también en nuestro querido Machu Picchu. La mascaipacha del Inca lleva sus vistosas plumas como símbolos de valor y destreza.

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Las tardes azules el corequenque se paraba a tomar el sol en la cornisa más alta del farallón rocoso de Shajsha, después volaba para que yo gozara viéndolo batir sus alas hacia el infinito y vea paraísos mágicos a través de sus ojos claros.  El ave graznaba contento, yo reía feliz, muy feliz, así nos comunicábamos en nuestro pequeño mundo andino. Después me despedía de mi amigo ondeando al viento el cuaderno donde anotaba todo lo que veía desde la cima rocosa.

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Tan pronto amaneció fui a Shajsha. En vano aguardé la llegada de mi amigo corequenque hasta el anochecer. Al día siguiente retorné, mi amigo no apareció más, a pesar que amainó la lluvia. Un horrible presentimiento se apoderó de mi alma. Me había quedado solo, completamente solo, en la puna fría.

En el nuevo amanecer retorné a Recrec, desenterré al ave y lavé su cuerpecito en un puquial cercano, descubriendo con hiriente dolor que tenía las mismas características de mi amigo corequenque: patitas amarillas, plumaje negro con blanco, rostro rojizo bordeando sus ojitos cerrados y  un kilogramo de peso. El viento anunciaba las ocho de la mañana del 14 de febrero, Día de la Amistad.

Con el ave pegadito a mi pecho, envuelto en mi ponchito habano como mortaja franciscana fui a Shajsha Machay, trepé el farallón, y junto a un cactus de flores celestes lo enterré abriendo un hoyo con mis manos.

Cuando oraba cabizbajo escuché un graznido en el cielo, levanté la mirada azorado, pero no había nada, ni siquiera una nube peregrina bogaba. Es el alma de César que ha venido a despedirse, pensé, y lloré por mi amigo querido.

Cusco, 14 de febrero de 1976


 JIRCÁN: 
 
LOS NIÑOS MÁS RICOS DEL MUNDO

Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

Parte 1
 
 A mi bienamado hermano FELIPE SEGUNDO, 
 
inseparable compañero de juegos en mis tiernos años.
 
 

JIRCÁN:

LOS JUEGOS DE LA INFANCIA

Una de las citas memorables de Rainer María Rilke sobre la niñez, dice: "La verdadera patria del hombre es la infancia". Añado, sobre todo cuando la infancia está rodeada de amor, porque el amor para el ser humano, y en mayor intensidad para el niño, es el pan, el aire, el sol y el agua que lo mantiene floreciendo saludable.

Gracias a Dios hermano mío, nuestra infancia en el barrio chiquiano de Jircán fue una etapa maravillosa. ¿Recuerdas?, allí reinaba el juego al aire libre como actividad favorita  durante los doce meses del año; etapa cuando los tinyacos aún no se habían enamorado de la “Negra Tomasa”, pero ya sonaba en los viejos Telefunken a pilas, la canción “Si Adelita se fuera con otro” en la voz del chivillo estadounidense Nat King Cole. 
 
En Jircán era mejor compartir que competir. Allí, en el paraíso de los juegos, todos corríamos, silbábamos, cantábamos y saltábamos tomados de la mano como buenos hermanos, bajo la mirada protectora de los amados vecinos; claro, sin descuidar los deberes escolares y el apoyo que merecían de nuestra parte las labores domésticas propias del hogar y del campo. 
 
Todos los niños disfrutábamos manteniéndonos activos, ninguno jugaba solo, menos aislado, tanto en las calles del barrio como en el canchón contiguo, lo que permitía un desarrollo armónico de las capacidades y potencialidades: físicas, sensoriales, mentales, afectivas y creadoras. En este último aspecto bastaba usar la imaginación como materia prima para hacer realidad nuestros sueños de pequeños exploradores, suplir la carencia de juguetes de marca que no estaban al alcance del bolsillo familiar, y también para conocer más de cerca a los personajes que daban vida a los cuentos, mitos, fábulas y leyendas ancestrales que nutrían nuestra alma, al abrigo de la luna en la vereda de la cuadra.
 

Pequeña plataforma rodante fabricada por Felipe.

 
El hábito de cooperación siempre fue el norte magnético en Jircán, como soporte fundamental en la construcción de la personalidad; de ahí que las puertas del canchón comunal permanecían abiertas de sol a sol, y los zaguanes del vecindario las 12 horas del día; porque los comuneros y nuestros padres comprendían bien lo que expresa el escritor neoyorquino Mario Puzo en estas tres citas:

- “La única riqueza en este mundo son los niños, más que todo el dinero y el poder”

- “Incluso el hombre más fuerte necesita amigos”

- “Un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un auténtico hombre”.


Por eso hoy, que la vida empieza a desacelerar su ritmo para los que ya pintamos canas; Hoy, que comienzan a despuntar las arrugas haciendo canaletas horizontales en la frente; hoy, que las calles de Jircán, como las calles de otros barrios chiquianos, están desiertas de niños jugando felices, acompáñame hermano mío en un viaje en el tiempo a través del recuerdo de nuestros juegos de pequeños alfareros, amantes a ultranza de la Pachamama,  juegos gratuitos que nos hicieron muy dichosos, más humanos... porque como rezan estos dos dichos populares: “Lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre” y “Hay cosas que no se pueden comprar con dinero”.
 
 
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Desde las raídas tribunas de tapiales y unas cuantas calaminas del estadio de Jircán se aprecia en toda su belleza al impoluto Yerupajá, bajel insignia del Huayhuash eterno, nuestro centinela de hielo que irradia blancura de día y en las noches de novilunio. Este canchón de tierra y cascajo con unos mechones de gras, fue el epicentro de las diversiones diarias de chicos y grandes en el siglo XX.

Durante los meses de carnavales en los sesentas, el SHOGUET, juguete que arroja agua, fue el instrumento de baño a presión en las calles de Chiquián.
 
 
Fabricación de un shoguet
 

El más diestro en el manejo del shoguet fue Patuco Allauca Calderón. Patuco adaptó un inflador de llanta como lanzador de agua. Dicho inflador se le cayó al camión “fantasma” cuando apareció frente a nosotros de manera sorpresiva, obligándonos a torearlo sin poncho ni capote con un ¡Ooooole! pálido y asustado.
 
 

 
Domingo Morales, chofer del vehículo, a quien de lejos se le notaba venir de la cantina de “Penco”, ni siquiera nos vio, y volteó por Dos de Mayo de un solo intento, raspando su destartalado parachoques en la pared de la casa de Arti Oquendo, para después perderse a la altura de Quihuillán; es decir, todo un ¡hijo de ruta!. Al cabo de dos horas nos enteramos por un jinete huastino, que en su loca carrera se había salido de la carretera quedando llantas arriba en el riachuelo de Picush. Alguien comentó que un burro se le cruzó en el camino, otro menos creíble deslizó que Morales descubrió la fórmula para saciar la sed de su bólido directamente del riachuelo !habrá que creerle!. Caso similar ocurrió con “Lipat” Calderón Gamarra cuando le presté mi triciclo y lo chocó quedando la carrocería como fuelle de acordeón. Él, muy suelto de huesos, se disculpó así: "No pude frenar a tiempo, shay, se me atravesó una pirca". Papá no se “tragó” el cuento y me desheredó antes de tiempo de mi preciado tesoro de tres ruedas y recto timón.

Cuando Patuco ponía en funcionamiento su shoguet, bastaba una descarga contra una chica para dejarla empapada de la cabeza a los pies. En cambio de los demás niños consistía en un pedazo de carrizo de 20 centímetros, una coronta o un  trapito sujeto a la punta de un alambre y estaba listo para arrojar medio litro de agua de pilón o de canaleta. 
 
Antes del ocaso salíamos de cacería humana con nuestro shoguet en bandolera por todo Chiquián, liderados por el ensortijado Patuco, evitando todo contacto con el puesto de la Guardia Civil, la Sub-Prefectura, la Junta de Regantes, la tienda de doña Pacucha Romero, la oficina de Rogacóndor, el consultorio de Cucadoctor y con la pétrea mirada del instructor militar a quien llamábamos a hurtadillas “hipopótamo”.
 

 
 
De niño andaba por el vecindario llevando en mis bolsillos un TROMPO liviano de huarango para hacerlo bailar, y otro peso pesado de naranjo con un clavo de punta achatada y afilada para las quiñadas, un bolero, unas cuantas bolas pintas, medio bolsillo de pushpus (fríjol serrano), un guairuro de la suerte, y como arma secreta una  billa metálica de rodaje para hacer añicos a los cholocos de Lipat durante la chuncada mañanera (juego con canicas). Si no era así, me dejaba capote con su ñauca grande (distancia entre el dedo y el auricular de una palma extendida).

Antes de cada gira por otros barrios para chuncar y jugar “choque”, nos aprovisionábamos de lo necesario para efectuar una buena faena. La etapa preparatoria era clave para mantener templado el pulso y no errar en los tiros. 
 

 
 
Para estos juegos callejeros concurríamos titulares y suplentes, asistidos por el logístico Lalo “Fracazeipa” Dextre Balarezo, quien además de cargar dos frascos de vidrio en sus bolsillos, nos daba ánimos y llevaba la cuenta papel en mano sobre los ingresos y egresos con precisión matemática; actividad extracurricular que cinco años más tarde le sirvió para ingresar a la Escuela Normal Mixta de Chiquián de un solo intento y convertirse en exitoso maestro en lares casmeños (Yaután).

Los domingos y feriados por la mañana, el estadio de Jircán se convertía en el punto de encuentro de la collera del barrio. Allí jugábamos fulbito, a la ronda y dominábamos balones de “pucash” (vejiga de chancho). En este último destacó Ishilín Alvarado, quien fácilmente hacía quince dominadas utilizando muslos, pies, pecho, frente y hombros. Los demás no pasábamos de cinco, por el poco peso del balón y lo dificultoso que era adquirirlos para los entrenamientos. 
 

 
 
El balón de pucash permanecía inflado un día, otras veces una hora o solo minutos si se estrellaba contra el clavo de un umbral  o una espina de los jardines colgantes del barrio. 
 
Cierto día de enero de 1961 subí al techo de mi casa para rescatar una cometa atascada en el alero que daba al patio de Ishilín, ¿y cuál fue mi sorpresa?: ampayé a su papá Pancho enseñándole su técnica con la que de niño fue campeón en Jircán. Además tenía razones de sobra para serlo, ya que criaban chanchos por docenas, de donde se aprovisionaba de pucash. !Así cualquiera! –pensé, y me puse a practicar día y noche con un globo inflado, mas nunca pude pasar del cabalístico 7. Desilusionado dejé de entrenar. Pero Ishilín, no contento con ganarnos por goleada, cada vez que un niño se paraba en la puerta de su casa para observar su destreza, ingresaba raudo al traspatio y salía dominando imparable; hasta que su secreto mejor guardado nos fue revelado por su hermano Mañuco: Ishilín ingresaba al traspatio y sujetaba el balón de pucash a su muslo derecho con una liga, para evitar que se cayera, y manteniendo una distancia prudencial con el observador salía dominando a su antojo el esférico. 

El balón de pucash fue inventado en tiempos remotos por los griegos. Ellos inflaban la vejiga soplando aire con un tubo de madera. Los niños de Jircán utilizábamos una cañita de espiga de trigo.
 

 
 
Un día festivo a fines de diciembre de 1962 encontré a mi vecino Ticucho Moreno en la carpintería de su papá Toribio, incrustando un clavo de acero de 9 centímetros en la punta y un pedazo de hojalata en el “culote” de un trompo de madera de lloque. Salió soberbio a la calle, enrollo la huaraca, levantó al “destructor” y con un rápido movimiento lo lanzó con fuerza contra el trompito de eucalipto de Lipat haciéndolo puré. Lipat,  afligido por el súbito deceso de su engreído, corrió y aupó una laja grande y lo dejó caer sin misericordia sobre el “acorazado” de Ticucho,  hiriéndolo de muerte. Debut y despedida.
 

        
 
Uno de los más experimentados haciendo bailar trompos fue Emir Sánchez Proaño, robusto infante del sinuoso barrio de Tranca, colindante con Jircán. Emir lanzaba al aire la perinola recibiéndolo en la palma antes que llegue al suelo, y después se daba el lujo de pasarlo bailando por detrás de la nuca y por entre sus piernas con un equilibrio casi circense; luego con un par de golpes de costado arrinconaba al contendor hasta la “cocina”, dejándolo apto para la quiñada. Al finalizar el juego del trompito magullado quedaba un pedazo de clavo pegado a una famélica astilla.

Añico Carhuachín, gracias a su trompo con punta de formón, tenía como trofeos varias lonjas de madera en los bolsillos. Él, para lucirse, colocaba el trompo en el piso con el clavo mirando al Yerupajá, pisaba la punta sobrante del pabilo con su pie izquierdo y con el derecho le daba una patada al trompo que salía disparado hasta caer bailando sedita. En ocasiones perdía el juego cuando el trompo bailarín aterrizaba en el tejado, rompía el cristal de una ventana o caía al piso, pero sin dar ni una vuelta, quedando expedito para la cocina, su defunción y entierro con gemidos de dolor, mientras los demás pensábamos: "ojo por ojo, diente por diente, astilla por astilla".
  

 
 
Habían trompos de todo tipo, tamaño y color: los seditas que bailaban sin despertar a las hormigas; los cacarancheros, chúcaros o carretones de punta torcida, afilada o rugosa que saltando buscaban los llanques y los filos de las veredas; y los "humildes" hechizos, llamados huancachos, que daban unas cuantas vueltas y se echaban de costado, aceptando  resignados la quiñada trozadora.

Cierto día estábamos haciendo bailar trompos en la calle del barrio, en eso se acercó un niño recién llegado al pueblo, con un trompo nuevo y una huaraca blaquísima en la mano. Durante largo rato intentó en vano estrenarlo. Desalentado lo dejó abandonado en un rincón, pensando que no servía. Shaprita, el amigo más querido de los niños chiquianos, que desde cierta distancia observaba callado, tomó el trompo y lo  hizo bailar una y otra vez. El niño le pidió a Shaprita la devolución del empabilado. Así lo hizo Shaprita, y además le enseñó su funcionamiento, incorporándose al juego. Desde aquel día el niño nos visitaba con frecuencia.
 

 
 
Los días que no tenía con quién jugar, alquilaba a 10 centavos la hora una bicicleta al “Cholo Machuca" de su tienda del jirón Comercio, sólo que teníamos que tener paciencia al momento  de solicitarle, pues si estaba cavilando un “jaque mate” contra un invisible rival en su tablero de ajedrez,  nos ignoraba olímpicamente, así seamos sobrinos del presidente de la Comunidad de Indígenas o el vecino del tinterillo más temido del pueblo.

Una tarde, cuando varios niños observábamos recostados sobre el mostrador, a los reyes, alfiles, peones, torres y caballos que quedaban en el tablero, alguien interrumpió al “Cholo Machuca” con un pedido; él, sin parpadear, metió a todos los plastificados dentro de una caja negra, nos desalojó del recinto con una venia, cerró la puerta de su tienda en nuestras narices y se marchó con las manos en los bolsillos rumbo a Parientana, murmurando no sé qué diablos. 
 

 
 
Ese día, viendo jugar ajedrez al talentoso “Cholo Machuca”, comprendí por primera vez, que en el juego de la vida unos tienen corona y les gusta que los protejan; otros comen de costado, algunos se mueven en diagonal, muchos avanzan palmo a palmo, también hay de los que devoran de frente sin compasión a los pequeños, pero dentro del cajón todos somos iguales, por más corona o cetro de oro que llevemos en la cabeza y la mano.

Viene al arca de mis recuerdos un soleado domingo de enero de 1963. Nos encontrábamos en el estadio de Jircán, cuando Ticucho montó la bicicleta roja “chillandita” de mi primo Pablín Calderón. Lo impulsamos unos metros con Patuco y empezó a pedalear y pedalear como todo un campeón de las dos llantas, lástima que al cabo de unos segundos el temor empezó a nublarnos los ojos cuando se acercaba imparable a la orilla del estadio, que limitaba con una sima en cuenco camino al cementerio. Y así, entre pedaleo y pedaleo desapareció de nuestra vista. Corrimos y lo hallamos cuesta abajo tendido boca arriba sobre el suelo. Felizmente, gracias a la lluvia del día anterior que dejó blando el piso, el accidente no tuvo mayores consecuencias que un timón unido al asiento y un par de aros cuadrados. Así fue el debut y despedida de la BICICLETA del generoso Pablín y también de su novel piloto, que desde ese entonces se dedicó a montar burros dañeros, que a diferencia del velocípedo frenaban al filo del precipicio, mientras Ticucho salía volando apero y todo.

Las veces que no tenía dinero, salía en busca de mi primo Queño Rosemberg Garro. Este buen discípulo de Arguedas prestaba su bicicleta a “todas las sangres” en la plazoleta de Quihuillán, pero por cinco minutos solamente, debido a la cola de pedigüeños que llegaba hasta el barrio de Alto Perú, una pintoresca colina cercana al lugar de diversión. 
 

 
 
La bicicleta era muy alta para nuestro tamaño, la dirección un tanto torcida, sin caucho en los pedales, ni frenos para detener su marcha, una ligera presión en la llanta delantera con la planta del pie, bastaba para parar, lentamente. Pedirle más tiempo a Queño resultaba un martirio, ya que se molestaba y exclamaba a todo pulmón para que escuchemos todos: "¡Acá nadie tiene corona!, cinco minutos gratis por cabeza, si desean más tiempo, vayan a montar palos de escoba, burros al Coso o becerros al corral de don Aurelio Garro, donde pueden permanecer de día y de noche si quieren". 
 

 
 
Después de manejar bicicleta leía REVISTAS de vaqueros y superhéroes americanos en uno de los puestos ubicados a la salida del mercado de abastos, mirando de reojo para no molestar a los lectores Pepe Lavado del Jirón Grau y Taylor Maturana de Agocalle. 
 

 
 
Más tarde, como para ir “culturizándome”, repasaba las seductoras novelas de Corín Tellado que mi hermana Mirtha tenía ocultas en un perol que se encontraba volteado en un depósito de la casa.

Otro de los juegos preferidos fue el RUN-RUN. Chancábamos con martillo una chapa de botella de gaseosa o de cerveza. Cuando estaba bien aplanada, afilábamos el borde dentado del disco y con un clavo hacíamos dos orificios centrales sin filos por los que pasábamos una pita de ida y vuelta. Sujetábamos los dos extremos del pabilo con los pulgares, un ligero vaivén hasta que se trence el hilo y en la medida que jalábamos el run-run iba alcanzando mayor velocidad, sonando como hélice de avión. Los más osados competían frente a frente procurando deshilachar el pabilo del oponente hasta romperlo. Los más pequeños, en vez de chapa achatada y afilada, utilizaban un botón de algún abrigo en desuso.
 

 
 
En este juego algunos quedaban con la chompa raída, sobre todo cuando nos visitaba Genaro Aldave del barrio de Jupash haciendo girar su sierra de tapa de lata de atún. El peligro amenazaba los rostros chaposos de los curiosos cuando la hoja salía disparada al romperse la pita.  
 

 
 
Durante las vacaciones de medio año se incrementaban los juegos en Jircán, sobre todo CANGA, cuyo mayor exponente fue Rody Valderrama Alvarado. Para lograr su propósito tenía una paleta de eucalipto con mango de raqueta de pimpón, y como complemento un trozo de madera de aliso tipo palitroque que apoyaba sobre una piedra saliente del piso de tierra; luego le daba un certero golpe con el borde de la canga y lo tomaba en el aire donde lo mantenía dando bote contando en quechua: huk, iskay, kimsa, tawa, pichqa, soqta, qanchis, pusaq, isqonm chunka, etc. Finalmente lanzaba la maderita lo más lejos posible, ganándonos a todos. Nunca pudimos superar su marca. Muchas veces lo vi pasar por el frontis de mi casa camino a Ninán practicando canga, sorteando con menudos saltos los charcos y las tortas de vaca, aun frescas, regadas en el piso.
 

 
 
En el BOLERO nadie pudo con la habilidad natural de Luchu Allauca Calderón. Con calculados balanceos pendulares embocaba decenas de veces el pin en el agujero de la bola de madera, bajando y subiendo la cabeza hasta marearse; inclusive se daba el lujo de hacerle un torniquete a la cuerda y seguía contando mientras nos miraba con aire de autosuficiencia. Mas no todo era alegría para el bajito de Luchu, pues si fallaba, la bola descendía tan rápido que golpeaba sus canillas haciéndolo trastabillar de dolor, santos deslices que lo obligaron a fabricarse un par de polainas de pellejo que lo cubría de la cintura a los pies. Era fácil reconocer a un novato en el bolero, ya que éste salía a la calle con uno nuevo y a los pocos minutos estaba gimiendo por un chichón debido al pabilo demasiado largo. Los que no lograban destreza con los boleros de madera se contentaban embocando una pequeña bolita a una copita, ambas de plástico que vendían a 10 centavos en las tiendas del pueblo, todo dependía del tamaño del hilo para pasar de cien.
 

 
 
Al culminar las Fiestas Patrias, los FAROLES que resultaban magullados se convertían en COMETAS, que los niños hacíamos volar en el estadio de Jircán durante las vacaciones de medio año. En la pantalla del recuerdo aparece Rubén "cañita" Palacios Candia corriendo tras su cometa que se eleva unos cuantos metros, de pronto tropieza y cae soltando el cordel, un minuto de vuelo y la cometa queda atrapada en el cable del telégrafo, Rubén se levanta con la respiración entrecortada y se va llorando a su casa. Cuántos casos similares están registrados en la memoria. 

Con el apoyo del carpintero don Helacho Ñato construimos con Ishilín, Mañuco y Patuco una enorme cometa en forma de bandera peruana, la cola fue hecha con retazos de tela que nos proporcionó el sastre "Palermo" un barranquino muy querido por los chiquianos. Ya en el estadio de Jircán, Ishilín y patuco sujetaron la cometa en posición vertical, mientras con Patuco agarrábamos el hilo a una distancia de 10 metros; luego empezamos a correr, y antes de sentir el tirón, ellos la soltaron, elevándose cinco metros y cayó, y así nos pasamos la tarde sin hacerla volar. Cansados nos fuimos a dormir. Pasaron los días, hasta que un fuerte viento levantando polvareda en el canchón de Jircán nos animó para continuar. En el primer intento la cometa se elevó hasta que la cuerda de 100 metros quedó bien templada. En vista que temblaba y sonaba fuerte a punto de rasgarse, la dejamos libre, desapareciendo entre las nubes.

Durante los siguientes días de clases escolares no visitamos el estadio, pero el domingo 13 de agosto cuando leíamos en la vereda una revista de vaqueros, nos avisaron que un cóndor “rojiblanco” estaba sobrevolando el cielo chiquiano, levantamos la miraba y de nuestros ojos rojos desapareció la tristeza. Era nuestra amada cometa patriótica luciendo toda su galanura en el domo azul. 
 

 
 
En las competencias de YO-YO, los riojanos Jaime y Marco, hijos del Instructor Pre Militar don Fausto Chirinos, siempre salían airosos gracias a sus largas y huesudas manos de organistas. Ambos hacían malabares durante los vertiginosos ascensos y descensos de la diminuta polea de plástico: “el muertito”, “la montaña rusa”, “escalando el Jirishanca”, “a Shapash en picada”, “bajando Jaracoto de siki”, “una hoja suspendida en el viento”, “moyuna charapa” y “al ras del piso”, fueron sus acrobacias más espectaculares, hasta que una fría tarde de junio visitó el barrio Lucho Alva Aldave, quien acordeón y triángulo en mano realizó unas piruetas con el yo-yo que nos dejó sin aliento y con los ojos fuera de sus órbitas. Desde ese día los hermanos Chirinos dejaron el yo-yo para dedicarse al estudio a tiempo completo.
 

 
 
En los juegos con ARO, Ancha Núñez Díaz, fue el que tuvo mayor dominio. Su equipo era el contorno interior de una llanta de camioneta de medio metro de radio, y como complemento un duro alambre con su carrete de madera para hacer girar el aro. Las veredas del barrio fueron los lugares más adecuados para demostrar su pericia. En cambio en Quihuillán brillaba con luz propia Marco Ibarra Damián, quien era todo un experto en los cercos de cemento de los jardines interiores de la plazoleta, inclusive se daba el lujo de subir y bajar las gradas del monumento a Bolognesi, sin perder el equilibrio. Pero en las carreras a campo traviesa nadie como Carlos Reyes Gamarra. Solamente tenía problemas en las curvas cerradas, pues se abría demasiado por el poco dominio sobre su cintura de aliso, perdiendo preciados segundos de tiempo. Cierta tarde, cuando ya le faltaba poco para romper su propio record, Carlos escuchó el silbato de su papá Hernán, saliendo disparado abandonándolo todo, seguido por su hermanito Vladimiro. Ya en la noche dejamos con mi hermano Felipe, su aro y alambre junto a dos coronas de difuntos que reposaban debajo del mostrador de la tienda de nuestra amauta Dolorita, lugar donde ambos vivían. Prácticamente el aro que usábamos era irrompible, gracias al caucho resistente y a sus venas circulares aceradas. El aro fue y seguirá siendo el más leal compañero de un niño paseandero.

En ocasiones hacíamos exploraciones a campo traviesa, sobre todo cuando nos visitaban los alpinistas de otros continentes para su fase de aclimatación en Chiquián antes de retar al Carnicero. 
 
Emulando a los valerosos andinistas, los niños de Jircán bajábamos y subíamos los escarpados de shapash y Chivis. 
 
 
 
 
Al primero lo bautizamos como la ruta del yocyoco y al segundo como  la ruta del chivillo, con un palo escoba como bastón de soporte y unos metros de soguilla en la cintura, que tejíamos con hilos de colores en un carrete de madera acondicionado con clavos pequeños. 
 

 
 
Como pequeño “ayudante” de la empresa de transportes de mi papá, manejaba diariamente mi TRICICLO por las calles del pueblo, convirtiéndome en poco tiempo en un temerario de las tres llantas. Por las tardes llevaba tres “pasajeritos” hasta el río Aynín y retornábamos entrada la noche empujando el triciclo. En el mejor de los casos nos hacíamos jalar por un camión minero. Algunos domingos sujetaba la carrocería del triciclo al parachoques posterior de algún vehículo amigo y me trasladaba hasta el paraje de Shincush ubicado a 15 kilómetros carretera arriba. El retorno lo hacía repleto de pequeños pasajeros, pisando el freno con ambos pies, sorteando con brincos las huellas que los vehículos dejaban en la vía de tierra y cascajo.

Para practicar mis acrobacias en el estadio de Jircán iba con Tocho y Papi Robles, Enrique Jara, Ancha Núñez, Cuco Lastra y mi primo Miguel Balarezo. El reto en esta temeraria experiencia de vida consistía llevar el triciclo a cierta velocidad con una de las llantas delanteras por la orilla del precipicio que daba al barrio de Tranca. No sé si fue un milagro o la práctica constante lo que no permitió un accidente fatal. 
 
Uno de los niños que manejaba el triciclo a prueba de choques y volteadas aparatosas fue mi primo Antonio Tafur Anzualdo. Otros pilotos de hura barrio fueron Carlos Alarcón Cámara y el 'carioco' Santos Flores, secundados por 'Ucush' Marino Espinoza de Agocalle, sólo que a veces este último se pasaba de tragos y también de frente rumbo al cementerio triciclo y todo. Con el tiempo emularon a estos valerosos tricicleros de los sesenta: Lucho Santos Maldonado y Nando Alarcón Cámara. 
 

 
 
Los fines de semana de 7 a 9 de la noche jugaba con mis amiguitos y amiguitas: CHANCA LA LATA, AMPAY, SAN MIGUEL, EL QUE PISA LA RAYA PIERDE, TRES EN RAYA, SALTA A LA SOGA, PLANCHA QUEMADA, JUGUEMOS EN EL BOSQUE y también, para ir ganando experiencia: AL PAPÁ Y LA MAMÁ. Del mismo modo jugábamos a ser maestros, médicos, chacareros, pastores y demás profesiones y ocupaciones. También fungíamos de actores en las famosas veladas (actividades teatrales), bajo la dirección de Carlos “Cañita Palacios Candia.

Uno que otro sábado preparábamos una PELOTA DE FUEGO, hecha de trapo, fuertemente fajado con alambre. Entrada la noche la sumergíamos en un recipiente con kerosene, de mi casa. Cuando no era posible abastecernos por la presencia de mi mamá, Luchu y Patuco llevaban la pelota a la tienda de doña Dolorita Aguirre, y mientras les despachaba caramelos de leche aprovechaban para hacer reposar la pelota al fondo de la lata de kerosene que estaba pegada a un enorme cilindro. Una vez que la pelota absorbía el contenido la sacaban con disimulo, llevándola cargada hasta la esquina de Leoncio Prado con Dos de Mayo. Allí era encendida y luego pateada por todos hasta el estadio de Jircán.
 

 
 
Los que iniciaban el trayecto resultaban con las medias y los zapatos empapados de kerosene, que en ocasiones se prendían y teníamos que sofocar el fuego con tierra o con un poncho. Ya en el estadio de Jircán jugábamos una pichanguita de “fulbito lanza llamas” donde participaban adolescentes de otros barrios. Este peligroso deporte fue proscrito a fines de 1962 cuando Lipat de una feroz patada lanzó la pelota al techo de paja del sombrerero Teófilo Rivera ocasionando un amago de incendio que fue apagado por los vecinos.
 

    
 
Los días de aguacero caminábamos por las calles del barrio con ZANCOS fabricados de latas de leche gloria e hilo los niños más pequeños y con zancos de madera de eucalipto los adolescentes. 
 
 
 
 
También saltábamos con GARROCHA. Con palo de escoba los infantes y de tallo de eucalipto tierno los "maltones". Una varilla a cierta altura o el umbral de alguna casa era la marca. Muchas caídas silenciosas y otras cuajadas de llanto cuando por un impulso mal calculado el saltador se elevaba sobre la pared y caía al patio de la vivienda donde florecían tunas o hualancas.

Descollaron en TUCUPANAHUÍN los hermanos Ticucho y Nicucho Moreno. Ambos Hacían figuras increíbles, empleando los dedos, las palmas y las muñecas de ambas manos. El lazo de hilo que usaban era de lana de 150 centímetros, más o menos.
 

 
 
La mayoría de los niños hacíamos de dos a seis rombitos, o en el mejor de los casos la popular escobita andina. En una oportunidad, el pequeño Pocho Calderón Gamarra nos mostró desde su ventana del segundo piso más de 20 rombos entre sus diminutos dedos, entonces corrimos para ver de cerca el milagro, dándonos con la sorpresa que se trataba de un pedazo de malla para pelota de básquetbol, teñida de negro.
 

 
 
En los PATINES el más ducho del barrio fue Lipat. Tenía un par y no lo prestaba a nadie para evitar que lo malogren, solamente podíamos abrillantarlos y aceitarlos. Las pocas veredas de Jircán se llenaban de chirridos a partir de las seis de la tarde. Cierta mañana de un sábado de julio de 1962 un grupo de niños acompañamos a Lipat a la plazoleta de Quihuillán. Recuerdo que cuando Lipat iba por la décima vuelta apareció Miguel Arturo “Cholito Corazón” Barrenechea Ibarra, con dos patines en la mano. Lipat lo retó, dándole además 10 metros de ventaja. Se inició la carrera y Lipat fue alcanzado en la segunda vuelta. A partir de la tercera Cholito Corazón rodaba de cuclillas en cada esquina, gracias a las llantas de carbón de sus patines nuevos, que ni el sonido de las billas se escuchaba a un metro de distancia. Aquel día Lipat colgó los patines y optó por la guitarra que tantos lauros le dio en Chiquián, Huaraz y Lima, hasta el final de sus días. Era fácil reconocer a los que utilizaban un solo patín, porque del zapato con el que corría para impulsarse, no quedaba nada de suela y ya empezaba a asomar la media. En ocasiones los patinadores se hacían jalar por un ciclista amigo hasta el charco más cercano para un inesperado chapuzón callejero.
 

 
 
En las vacaciones de fin de año fabricábamos TRACTORCITOS de carrete de madera. Los bordes servían de llantas, previamente dentadas con una hoja de afeitar. Por el orificio del carrete se pasaba una liga sujeta a un  palito de fósforos, de manera transversal en uno de los extremos, y en el otro una rodaja de vela o de jabón y un  clavo haciendo palanca contra el piso. Se daba vueltas al clavo procurando enroscar bien la liga y se depositaba el tractorcito en el suelo, comenzando su viaje de un par de metros. Para las pendientes se empleaba carretes más grandes, privilegio del que gozaban los que eran hijos de sastre, costurera o tejedor.
 


 
Las CARRERAS CON CHAPAS se realizaban en los bordes de las veredas de cemento utilizando la ranura divisoria. También se pintaban circuitos con trozos de yeso que desprendíamos de los bordes de las paredes de Arti Oquendo y de la familia Moncada. En las paredes de ambas viviendas todavía están las huellas que dejaron los pequeños saqueadores.

Las chapas se rellenaban con barro para darles mayor estabilidad. Cada jugador hacía el recorrido golpeando la chapa con la uña del dedo medio haciendo presión con el pulgar. Si la chapa salía del circuito se tenía que volver a la línea de partida. Era habitual sacar del circuito las chapas de los contendores antes de que lleguen a la meta, aunque en el intento muchas veces se les ayudaba a avanzar.

 

 
También nos divertíamos uniendo dos vasitos, cajitas de fósforos o latitas perforadas con un hilo largo. Patuco lo bautizó como el TELÉFONO PROLETARIO. Nos parábamos de esquina a esquina; y como si estuviéramos hablando por teléfono, gritábamos a todo pecho: ¡Shay!, ¡aló, aló! ¿me escuchas?, ¿me escuchas?, solamente se oía un sonidito cuando la pita estaba bien templada. A veces uno de los interlocutores se iba dejando la lata tirada, mientras el otro seguía ¡Shay, shay!, ¿me escuchas?, ¿me escuchas? ¿me escuchas c…
 


 
Un juego muy entretenido fue EL EQUILIBRIO DE LA CORREA, haciendo gancho en la ranura de una maderita. A falta de maderita para este experimento de física popular, resultaba de gran utilidad un lapicero. El cinturón se pasaba por el sujetador (lengüeta de la tapa del bolígrafo). “Busquen con buen pulso el centro de gravedad y saldrán airosos del experimento”, nos repetía Patuco.
 

 
 
LOS PALITOS MÁGICOS nos permitían pasarla bien en horas de fuerte aguacero durante los fines de semana. Hacíamos figuritas y truquitos divertidos. Para lograr el efecto visual doblábamos cinco palitos de fósforos, cuidando de no romperlos. Los colocábamos en forma de una estrella sobre la mesa. Echábamos unas gotas de agua en el centro de la figura, y poco a poco la estrella incrementaba su volumen.
 


 
También fabricábamos objetos de papel con nuestras manos, como el juego de fortuna, llamado “comecocos” en otras latitudes. Manualidades de papel muy similares al origami nipón. Ídem cubos mágicos de cartón, y adornos navideños para alegrar la Noche Buena y la Bajada de Reyes. 
 


 
En la compra de sobres e intercambio de figuritas de flores, animales, aves, peces, razas de seres humanos, etc., los primeros en llenar sus álbumes en el barrio de Jircán fueron los hermanos Jaime y Marco Chirinos Aramayo. Los quintuplicados que sumaban cientos abultaban nuestros bolsillos, la mayoría ajados y gastados su color, en el vano intento de cambiarlos en otros barrios.

Un día, después de unir siete álbumes en uno con igual número de amiguitos de la cuadra, nos faltó la figura 7 (Flor del Paraíso). Pasé días enteros recorriendo Chiquián, puerta por puerta, buscando la esquiva figurita. Quizá a más de uno del pueblo le sobraba 7, no lo sé.

Agotado de implorar por la bendita figurita tiré la toalla y me puse a llorar de impotencia. Mi mamá que estaba observando el cuadro de angustia desde el balcón, descendió las escalinatas y acunándome en su regazo, me dijo: “Como dice tu abuelita, el que busca encuentra hijito. No te des por vencido tan fácilmente, que la ilusión por encontrar la última figurita nunca la pierdas. Ella te aguarda en algún lugar del mundo, porque los sueños se hacen realidad cuando median el empeño y la fe”. Dicho y hecho, 15 años después encontré en el Cusco la figurita soñada.
 

 
 
Otra diversión entretenida era intercambiar tiras de celuloide sobrantes del cine mudo del amigo Pichinco. Estos retazos de películas se utilizaban en los cines caseros, que consistían en una caja de cartón agujereada en la parte superior de donde pendía un foco lleno de agua, el lado posterior tenía otro agujero para una linterna, el lado anterior estaba descubierto. Bastaba encender la linterna y poner la película delante del foco para que la imagen se refleje en la pared; lástima que un día alguien rompió el foco y dejó colgando la parte sobrante, entrada  la noche retorné a casa para deleitarme con unas películas que me regaló don Enrique Mejía de Llaclla y terminé con una cicatriz en la parte interna de mi dedo medio derecho, como trofeo inmutable de mi hazaña de aprendiz de cineasta. Asimismo íbamos de tienda en tienda por chapas de gaseosas buscando debajo de los corchos el premio que nunca llegó.

Las armas artesanales para nuestros juegos, además del shoguet y el run run, fueron:
 
 

 
1. La carga vacía de un lapicero de tinta seca que se introducía como sacabocado en la pepa de una palta hasta taponarla, luego se metía en la carga un alambre duro con fuerza y el cañoncito disparaba su munición, una y otra vez hasta que la  pepa esté más agujereada que la superficie lunar.

2. Una liga de medias era enganchaba entre el pulgar y el índice de una de las manos y se utilizaba como proyectil un papelito enrollado y doblado como bumerang. Esta arma arrojadiza es la prima más humilde de la hondilla.

3. Durante las procesiones de Semana Santa, se hacía una bola con las lágrimas de las velas, poniendo en su interior la punta de una pita. Una vez dura se arrojaba la bolita en la cabeza de algún niño que caminaba dormido. Era una forma muy sugerente para que el dormilón no se vaya de bruces en una canaleta de vereda.

4. En ocasiones se confeccionaban  “matacholas”, con medías rellenas con talco o harina para pan. Estas competían con los cuilumpis (bellotas de papa) durante los carnavales.
 
 

 
5. En cuanto a las armas aéreas, los cazas bombarderos de papel competían con los helicópteros de listón de carrizo y palito.

6. También jugábamos a regir con JAN KEN PON (YAN KEN PO), piedra, papel o tijera.
 


 
Mientras los varones nos divertíamos, las mujercitas hacían lo propio. Violeta Oquendo Márquez, Armida Calderón Gamarra, Dora Alvarado Jara y mi hermana Mirtha fueron excelentes orfebres de utensilios de cocina (ollitas y cubiertos de barro). Ellas extraían arcilla de diferentes colores y matices de las pequeñas vetas de Shapash, Cruz del Olvido y del Pesebre. En las competencias de “teja”, “chantada”, “que pase el rey, “salta la soga”, “pispis“ con pelotita de jebe inflada por sumergimiento en kerosene y yases multicolores de plástico y plomo, destacaron mi prima Durid Calderón Yábar, Amelia y Mali Núñez Díaz, Fortu Blas de Moreno y Mamash Palacios Candia. Saltando la soga nadie le ganó a Noni Palacios, tampoco en tupucanahuín.
 

 
 
Cada noche antes de irme a dormir, escuchaba bien sentado en la vereda de la cuadra cuentos, mitos y leyendas:  de guegue almas, ojeados, pistachos, ayaquirpas, guengrish, cantos agoreros, tapados con antimonio, ichicqolgos, Pisana María, la mujer del cura que se convirtió en mula, María marimacha, el minero enanito, el jorobado que quiso estudiar derecho, la laguna encantada, la trucha que se ahogó en el río, el jinete que llevó sobre su caballo a una bella mujer con patas de gallo, Juan Oso de Matara, las memorias de una pulga andina, la procesión de las calaveras, la mujer vestida de negro que asusta a medianoche a los camioneros en Matarrajra, la chacuita eléctrica, el pichuichanca ciego, la gallina que no ponía huevos, el mataperro anónimo, el viejito sin huesos, la palla erótica, el camachico diabólico, el gemido del nunatoro, el lulu diablo que daba serenata, la viuda del chanchito, el cuy cutucho, el ninacuru solitario, el chuluc trovador, el shulaco enamorado, el ultu que nadaba muertito, el huinchus atómico, el tinyaco negro, el burrito maltón, entre otros. En la narración despuntaron Gelacio Valderrama y Luchu Allauca. 
 
En los juegos nocturnos y cuentos de almas participaban los hermanos: Ancha, Amelia y Mali Núñez; Natividad, Jaime, Marco e Ivón Chirinos; Ticucho y Nicolás Moreno; Lipat y Armida Calderón; Paco, Artidoro y Violeta Oquendo; Mañuco, Ishilín y Dora Alvarado; Luchu y  Patuco Calderón; Carlos, Guillermo, Mamash y Noni Palacios; Fortu y Divina Blas; Durid y Pablín Calderón; Mirtha y Felipe Alvarado; asimismo Añico Carhuachin, José Padilla, 'Uluy tulush' picante y 'Chichica' de Calderón. También algunos invitados de honor, entre ellos Tocho Robles de Jupash y Hualín Aldave del mirador de Fragua. 
 
En el barrio de Jircán practicábamos el intercambio cultural; y se agudizaba diariamente la imaginación, dando paso a la creatividad. Los días lluvia la techada escalera de mi casa que conduce al segundo piso se convertía en el gabinete de estudio de los niños de la cuadra, donde cada peldaño estimulaba nuestra imaginación. 
 
Cierro los ojos y en el écran del pasado veo a Mañuco con sus zapatitos aquinos con planta de herraje, sacándole luciérnagas al empedrado, mientras los dados del tiempo siguen girando en el cubilete del recuerdo, al compás de las bolitas golpeadoras de los primeros años.
 
 
 
 
Muchos juegos quedan sin mencionar en esta Parte 1. Integran la Parte 2 (Safari andino). Mientras tanto, el columpio “hechizo” de nuestros años niños, seguirá meciendo los sueños de la primera etapa de la existencia terrena hasta el final de los tiempos.
* * *

Bueno, es lunes 1º de abril de 1963, ayer culminó las vacaciones de la Primaria. La olla está hirviendo sobre el primus. Adentro el rico kuaquer con manzana está a punto, esperando el primer sorbo. Ya falta media hora para asistir a la inauguración de clases en el Primer Año de Secundaria en el “Coronel Bolognesi” de Chiquián. Después de la ceremonia desfilaremos al aula haciendo sonar nuestros uniformes nuevos o almidonados. Alguien que levantaba la mano en la Primaria para pedir permiso y salir corriendo para pichir bajo el arrayán de doña Pancha Vicuña, lo hará también en la Secundaria, pero está vez sobre los manojos de acelgas a orillas de Yarush.

Ha sido un corto viaje por el túnel del tiempo, y en tanto el tren de la vida sigue su curso inexorable, sólo queda el dulce aroma del recuerdo de un Jircán hermoso que en su plaza multiuso: tardes de toros, de hinkanas, huertros de Judas, reparto de agua, reuniones para tareas comunales, ensayos para los desfiles, así como actividades deportivas y recreativas, acogió día a día al pueblo chiquiano en el siglo XX.
 

 
 
JIRCÁN, un lugar de ensueño donde fuimos LOS NIÑOS MÁS RICOS DEL MUNDO. Niños con trillones de gemas espirituales en la mente y el corazón. 

En la actualidad el canchón de nuestro amado barrio, sólo abre sus puertas cuando retumban las avellanas o suena la tarola anunciando la fiesta patronal, para el Huerto de Judas o alguna feria provincial, el resto del año para cerrado. 

Hoy, en el Tercer Milenio los niños del mundo juegan solos, en un metro cuadrado de espacio y 500 mega bites de memoria. ¿Qué vendrá después?, no lo sé.
 
 
 
 
JIRCÁN

Barrio de mi querencia
donde la canga y el shoguét,
fueron los juegos preferidos de mi niñez,
con gritos, hurras y risas rimando por doquier.

Leoncio Prado, Tarapacá,  Bolívar y Figueredo,
cuatro cordones umbilicales de unión familiar;
noches de cuentos y leyendas de vereda
que acunaron mi traviesa infancia.

Allauca, Palacios, Blas, Moreno, Núñez,
Alvarado, Valverde, Soto, Carhuachín
Rivera, Valderrama y Calderón
son íconos que no morirán.

Lugar de bandas y huaylisheadas,
tardes de fútbol, de toros y avellanas;
el Yerupajá, el Jirishanca y el Carnicero
son tus blancos picachos que besan el cielo.

Paso obligado al Camposanto,
donde finaliza la jornada vital
y hallan morada las almas buenas
en tumbas orladas de azucenas...
 
Nalo Alvarado Balarezo - Tupucancha,1965
 
 

 
JUGUETE CHIQUIANO

Caballito de palo
que corres contento
con tu jinete Nalo
y tus estribos al viento.

Caballito de madera
de una humilde escoba,
saltando vas por la pradera
donde todo es risa y vida.

Subes y bajas las colinas
con tus riendas de chiligua,
saltas arroyuelos y pircas,
nunca dejas de trotar...

Hoy quiero verte en Jircán
para ponerte tu montura
y pasearnos por Quihuillán,
como 'Pegaso' a gran altura .

Y así surcar el bello cielo,
entre hermosos aerolitos,
lazando estrellitas al vuelo
para ya no estar solitos.

Nalo Alvarado Balarezo - Chiquián, 1964
 
 

 
BARQUITO DE MAGUEY

Eres pequeño, peso pluma, color verde tarapaqueño,
hay amarillos aliancistas y guairuros cahuidistas;
velero inquieto, buen amigo de mi infancia,
que bogas dichoso por las aguas de Yarush.

Te construyen Perico, Efrita y Felipón,
con hojas de afeitar y anilina full color.
 
Corbetas y navíos son los preferidos,
con brújula y pasajeros invisibles.
 
 Apareces con las lluvias de diciembre,
en bullangueros astilleros de ilusión.
partes del puerto Grau rumbo a Quihuillán,
sin radar ni timón, con las carabelas de Colón.

Atraviesas sin peligro Tacna y San Martín;
pero en Bolognesi, tu destino lo decide Hualín,
un hondillazo fiero y deja de latir tu corazón,
entre risas de ichicqulgo y lágrimas de emoción.

Bajas por las olas cantarinas jugando y soñando;
formando espuma en tu romance con las acelgas
que danzan en el remolino y la hierba que sueña
beber el agua que corre, para dar hojas nuevas.

Atraviesas ligero el puente de “Chushu Victor”,
pasas el patio de “Uchcu Pedro” y Leoncio Prado,
llegas a la fragua de Lapicho, Jupash y Espinar,
donde el ocaso juega canga en las riberas.

Sudo frío, ya te acercas al puente de Cachay,
esquivas trapos viejos, ramas y algo más.
Los ojos del túnel arquean sus cejas.
En la oscuridad aguarda un pishtaco.

Cruza un chivillo en trémulo vuelo
anunciando que no saldrás vivo del agujero.
Siento el llanto del agua que intenta remolcarte,
mas tu ancla cae junto a tus hermanos de infortunio.

Cierro los ojos por tu partida; el tiempo se detiene,
mi alma se hace trizas, la luna llora en el charco.
A mi lado un toro rumia arrodillado en el pasto,
mis zapatos mojados anuncian ¡neumonía!

Nalo Alvarado Balarezo - Yarush 1972

Fuente:

Novela DEL MISMO TRIGO, cuarta edición artesanal. Encuentro en Jircán

 
 
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SAFARI EN CHIQUIÁN

.Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo) 
 
"Dicen que la globalización extinguirá el encanto de la Tierra, y que los sueños se irán, dando paso a la cruda realidad. Creo que es un decir, pues el Hombre no es de carne, huesos y pellejo, solamente. Es mucho más... Tenemos sentimientos, tenemos el Sol, la Luna, los pájaros, las flores, la lluvia... Tenemos la noche para descansar y el alba para renacer con el canto del pichuichanca. Tenemos a la Madre Naturaleza y al Cosmos, es cuestión de amarlos para que nos sigan nutriendo el cuerpo, la mente y el alma, con alegría plena. Tenemos esa inocencia de pueblo que no debemos perder jamás... Tenemos la Biblia al alcance de la mirada, donde están todas las preguntas y repuestas para seguir andando de la Mano del Creador ..." Nalo AB, 01 ENE 2000.
 


Mis visitas a los “zoológicos” chiquianos de Shulu, Cruz del Olvido y Tranca, eran permanentes en mi infancia. De todos ellos, Shulu fue el preferido por los chiuchis para cazar tinyacos (familia de las abejas). Allí ingresábamos con Anchita y Arti, encontrando casi siempre a Tocho y Hualín, clavados como estacas humanas entre la vegetación, esperando el sonoro aterrizaje de sus víctimas para atraparlas con sus manos. Los tinyacos machos tienen un aguijón y sus ojos son retintos, los de las hembras son plomizos.
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En ocasiones asomaban al lugar niños inexpertos en este tipo de caza. Si atrapaban una hembra en el primer intento, todo iba bien, mas si el tinyaco era macho, no se dejaba esperar un lamento por el aguijón, mientras el alado se ponía a salvo volando a gran altura. Al escuchar los sollozos, los más diestros corrían a socorrer con un barnizado de saliva en la mano afectada.

En el cuello de estos sufridos himenópteros enlazábamos un hilo 'Canuto' de cinco metros de largo. Luego los soltábamos, "y a volar se ha dicho”, hasta que mi tía María Balarezo, "administradora del parque de diversiones" nos corriera a palazo limpio.

Los mejores tinyaqueros de Shulu fueron: Ishico Samamé, Gonzalo Calderón, Lucho Aldave, Coqui Alarcón, Javier y Diógenes Bolarte, Leo Lastra, Adrián Abarca, Lucho Rueda, Wili Barba, Acucho Zúñiga, Javier y Edgar Barrenechea, Abchu Chávez, Chanti Gamarra, Enrique Jara, Felipe Alvarado, Lalo Dextre; Carlos, Alberto y Oshva Reyes, Chiflo Espinoza, Iván Damián, Alfonso Aranda, Ecush Ñato, Lucho Santos y Martín Robles. Por su corta edad: Lucho Barrenechea, Rogelio Ibarra, Oshca Santos, Miguel Balarezo, Milton Gamarra, Edgar Carrillo, Nando Alarcón, Ulises Zúñiga, Vladi Reyes y Pishuquito Díaz, integraban el confitado grupo de los “observadores de pañal”.

En el descampado solar de Cruz del Olvido, la competencia era cosa seria, ya que estaba frecuentado por un batallón de niños que vivían en Huarampay, Jircán, por el mercado de abastos, Puente Cantucho, Capulipata y junto al Coso (recinto de encierro de reses y burros dañeros). Los más afamados tinyaqueros de este parque fueron: Carlos y Guillermo Palacios, Chanti Yabar, Lloqui Allauca, Achena Gamarra, Rodolfo Jara, Lucho y Chechi Alva, Nica y Yoga Rivera, Wilber Padilla, Pedro Miranda, Añico Carhuachín, Lucio Castillo; Jaime y Marco Chirinos; Carlos y César Ramírez; Gelacio y Rodi Valderrama, Papi Robles, Rodolfo Minaya; Juvilio y Paco Alvarado, Javi Zubieta, Lucho y Loli Romero, Eusebio Calixto Huerta, Elías Conde y el famoso Miguel “cuye” Ramírez, quien hacía volar hasta diez tinyacos al mismo tiempo, sujetándolos como marionetas voladoras en las falanges de sus dedos pispados.

Similar panorama presentaba Lirioguencha, que paraba copado por los infantes de Umpay, Chinapila, Oropuquio, Cochapata y del Cercado. En este lugar tuvieron mejor suerte los hermanos Alberto y Goyo Celis; Poco Valerio; Ricardo y Rubén Jaimes, Miqui Ramírez, Santiago Yabar, Jorge Chávez; César y Lauro Rosales; Pepe y Lucho López, Lucho Saldívar; Coro y Coti Romero; Pancho y Miguel Durand, Rodolfo Vásquez, Pacho Díaz, Carlos Lara, el Chino Pineda, Walter Vásquez, Raúl Márquez, Alfonso Fuentes, Román Palacios, Edgardo Escobedo, Diego y Víctor “ trucha” Moran; Pedro y Neptalí Cuevas, Julio Álvarez, Chanti Pardo y José Ramos. Este último fue el más requerido para aliviar a los aguijoneados.

Atrapar tinyacos en Tranca, camino hacia Alto Perú, fue considerada “Caza de aventura”, por lo accidentado del terreno y sus elevados arbustos donde estaban agazapadas incontables plantas de ortiga y hualancas (cactáceas llenas de espinas). Sin embargo, los niños que vivían en los alrededores, se las ingeniaban y capturaban por lo menos media docena por persona cada fin de semana. Allí destacaron: Segundo “campanerito” Palacios, Pricilio Ñato; Mañuco e Ishilin Alvarado, Queño Rosemberg, Manuel Vía, Alejandro Toro; Nico y Carlos Cerrate; Antonio y Gelacio Tafur; Pocholo y Dante Gamarra, Perico Rivera; Marco y Tico Ibarra, Bruno Blas, Cashtu Rivera, Lizardo Garro, Emir Sánchez; Milo y Edgar Alvarado, Loncho Bolarte y “Pepe” Perfecto Calderón.

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Un espectáculo singular fue la caza de shulacos (lagartijas) en Parientana y el Pesebre. Para lograr su cometido los cazadores tenían de poseer experiencia. Una pajita verde con un lazo o una banderilla de lajtash (tallo delgado) con punta de hualanca, no era suficiente para capturarlos. Se necesitaba la paciencia de Job, un buen pulso -que no se lograba jalando cometa-, el temple de acero de Luis Pardo, “vista de águila”, saber en qué lugar de la pirca se esconden. Sobre todo conocer el momento preciso que salen de sus madrigueras para sus baños de sol.

“Cholito corazón” (Miguel Barrenechea Ibarra), muy seguido andaba con dos o tres shulacos jóvenes en el bolsillo. Nunca lo vi con uno rucu, ya que estos últimos asomaban de sus agujeros con mucho sigilo y ante el menor movimiento o ruido desaparecían. No sé si Cholito los compró o los capturó, lo que sí me enteré de sus labios en Buenos Aires, después de no verlo por más de 20 años, es que su envidiable puntería lo aprendió de su primo Milo Barrenechea Olivera, dos promociones antes de la nuestra, quien con el popular “Mono” Antuco Bravo Olave, fueron los más diestros banderilleros de shulacos del Pesebre chiquiano.

En cuanto al barrio de Umpay, Carlos Lara fue el más ducho. Un día de fines de abril de los ochentas cuando comentábamos sobre sus trofeos de caza menor, Carlos me mostró la mano donde aparecía la marca que le dejó la mordedura del shulaco más codiciado del oconal de Umpay. Según me comentó, éste tenía un llamativo color tornasolado y su cuerpo estaba cubierto de brillosas escamas que lo diferenciaba de los demás.

 
Una noche de inicios de los sesentas, mi abuelita Catita me abrigó el espíritu, narrándome este breve cuento ancestral sobre los shulacos:
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“Cierta vez, un viejo shulaco estaba tomando baños de sol en las praderas de Chicchó, cuando aparecieron dos huínchus haciendo piruetas en el aire, y se preguntó: ¿Por qué vuelan tan alto estos pajaritos si tienen seis meses de edad, en cambio yo tengo más de 60 años reptando y nunca he volado ni siquiera bajito?. Meditó unos segundos y pidió a los dos huínchus que lo ayuden a elevarse al cielo, sugiriéndoles sujetar con sus picos ambos extremos de una paja, y que él mordería el medio para no caerse. Las dos aves aceptaron de inmediato, y el simpático trío remontó vuelo hacia el valle del Aynín. Cuando se encontraban a la altura del cementerio de Chiquián, un tinyaco levantó la mirada en pleno vuelo, y al observar este extraño cuadro aéreo modelo parapente, gritó a todo pulmón con admiración:

- ¡Quién ha tenido esta idea, debe ser un genio!!!

Al escuchar el elogio, el viejo shulaco no pudo contener su vanidad, y abriendo su boca de par en par exclamó desde arriba:

- ¡La idea es mía, sólo mía, soy un genio, nadie como yo...! –mientras exclamaba, iba descendiendo en caída libre, hasta que finalmente aterrizó de cabeza sobre una roca...”.


En cambio la caza de ultus (renacuajo de anuro) en el otrora corral de don Aurelio Garro Calderón, constituía una tarea fácil y divertida. Bastaba meter la mano lo más rápido posible a la poza de agua verdosa para agarrarlos desprevenidos. Luego los echábamos a una minúscula “ultera” con paredes de lodo, donde los manteníamos hasta el ocaso, hora en que los devolvíamos a su hábitat natural para no ir contra la metamorforis del sapo y dañar el ecosistema.

Los ulteros más promocionados fueron: Tocho Robles de Jupash, Felipe Alvarado de Jircán, Uchcu Pedro “chico” de Alqococha, Diógenes Bolarte del 'Culto', Efra Vásquez, Ecush Ñato y Cuco Lastra de Agocalle.

Solamente los sábados por la tarde interrumpíamos este “pitufo hobby”, porque los adolescentes: Antuco Bravo, Cancho Ramos, Pocho Cano, Tito Chávez, Alcalá Garro, Milo Barrenechea y el “cura” Pogoncho Padilla, nos obligaban a salir del corral para ponerse a torear y a montar becerros al estilo rodeo mexicano. Los chiuchis los observábamos desde las paredes de tapias, sentados en butacas de tierra, adornadas con hualancas, vidrios y pencas (cabuya de hojas carnosas y espinosas). 

Durante la faena de los novilleros, los gimnastas Roby Alva Ibarra y Carlos Alarcón Cámara, descansaban balanceándose como quirópteros en la barra tubular instalada para las clases de educación física del colegio 'Coronel Bolognesi'.


Por lo menos un fin de semana de cada mes iba de pesca a Quisipata con Anchita, Patuco y Felipe. Salíamos de Jircán a las 3 de la madrugada para estar en el río a las 4 y 30. Las noches muy grises descendíamos caminando a tientas; en cambio las de luna llena, bajábamos al galope, perdón, corriendo, a excepción de las trochas de difícil relieve. Cuando encontrábamos a Javier Bolarte Camones, regando su chacra 'La Quichua', se sumaba al grupo con sus botas de agua que le cubrían los muslos y un poco más...

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Ya a orillas del río preparábamos los instrumentos de pesca: carrizo, cuerdas, plomo, corcho, anzuelo y gusano (carnada). Después arrojábamos el bocado al agua, y entre picada y picada sacábamos truchas de 20 a 30 centímetros de longitud. Cuando resultaban muy pequeñas las devolvíamos a la corriente hasta que alcancen el tamaño ideal para el consumo.

Al mediodía nos dábamos un ligero baño con unas brazadas de obsequio junto al huaro que atravesaba el río como puente colgante, luego saboreábamos nuestro refrigerio e iniciábamos el regreso con una docena de truchas por persona si la faena era regular. Si era buena nos alcanzaba para compartir con los vecinos, pero si resultaba pésima nos contentábamos con una porción de pescado frito en el mercado de abastos del pueblo o en el baratillo.

Usualmente, si la pesca era mala, Anchita ingresaba al fundo de su papá y salía con una alforja de olorosas limas. Luego con el ánimo en alto y la barriga llena, efectuábamos el empinado ascenso hasta Jircán.

 
Cuando la pesca no resultaba favorable en Quisipata, avanzábamos río abajo hasta el paraje de Conay donde nos poníamos a truchar, pero si en el lugar hallábamos "al pirata" Lucho Castillo de Ninán o al "gato" César Barrenechea de Pancal, teníamos que retornar con las manos en los bolsillos, previa señal de la cruz como reverencia a ambos “titanes de agua dulce”, amos de este dominio. El último de los citados, fácilmente sacaba cinco docenas de truchas por jornada, con lo que a falta de sardinas, solucionaba su felina dieta con trucha, leyendo Simbad el Marino.


Si la estación mostraba las chacras de Capulipata, Macpúm y Rumichaca cargadas de muchqui, shuplac, ñupu, capulí cimarrón y purojsha, los “menudos” hacíamos "nuestra plaza, de la chacra a la boca”. En épocas de “vacas flacas” los solidarios hermanos “oso” de Matara nos abastecían de estos manjares, previa entrega de un par de bizcochos, como trueque.

Las veces que queríamos saborear manzanas, limas y llacones (yacones), el punto de llegada era el aromático Chinchupuquio, huerto florido donde la buena señora Liuca Gálvez nos permitía “pañar” de sus árboles frutales hasta llenar nuestros bolsillos, más el espacio entre la camisa y la barriga.

 
Internarnos "sin permiso" en los sembríos de habas y maíz que floreaban en las chacras de Pampa, Racrán, Umpay Cuta, Pashpa, Común, Hualpash, Pacra, Cochapata, Chicchó, Huaytapacana, Chivis, Cucuna, Ninán, Huarampatay, Sunoc, Picupicu y Uyu, era el goce de grandes y chicos en las noches sin luna.

Normalmente los "pequeños depredadores" abastecíamos nuestros bolsillos con habas y un manojo de caña dulce para consumir durante el retorno. Inclusive algunos más osados escondían debajo de sus ropas una calabaza aparentando un embarazo.

Pero no solamente los humanos hacíamos “safari andino” sino también las reses, caballos, chanchos y burros “dañeros”, que al ser sorprendidos por los dueños de los sembríos, caminaban jalados de las orejas hasta al Coso para que cumplan corta penitencia.

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Pasé cinco vacaciones escolares con mis amigos Anchita Núñez y Carlos Navarro, mis primos Patuco Allauca y Pablín Calderón y mi hermano Felipe, en la manada Tupucancha, cercana a la laguna de Conococha (CHIQUIÁN), a donde acudíamos los fines de semana para cazar patos silvestres, caza nada fácil debido al agua helada que calaba hasta los cartílagos, pues para sacar las aves que sucumbían ante los disparos de hondilla teníamos que introducirnos hasta la cintura.
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Si la caza de patos no resultaba satisfactoria, truchábamos hasta obtener por lo menos una docena de salmónidos, ante la mirada de las parejas de huachuas.

 
La caza de vizcachas en el bosque de roquedales de Shajsha, colindante a la manada de los esposos Calderón Pardo, la realizábamos con hondilla de buena calapa y dúctil pachán, u honda de lana de carnero maltón, aprovechando las horas que los roedores salían de sus galerías a tomar el sol del mediodía sobre los peñascos. 

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En ocasiones llovía o granizaba tan fuerte cuando estábamos cazando, que teníamos que guarecernos hasta entrada la noche en la cueva de Luis Pardo, contemplando los diseños gráficos (arte rupestre) de aves, culebras, ranas, toros, etc., y abundantes hoyos en la helada pared rocosa.
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Cierta vez escuchamos comentar en Tupucancha al señor Carlos Olave, uno de los más curtidos cazadores de venados y zorros de la región, que si las vizcachas comían cáscaras de plátano se quedaban aletargadas, y que en ese estado su caza era inminente. Así lo hicimos y dejamos esparcidos por las peñolerías las cáscaras de cinco manos de plátanos, pero ¡oh sorpresa!, los que se quedaron aletargados junto a los farallones pétreos de tanta espera fuimos nosotros. En una ocasión posterior le comenté a dicho 'señor' cuando visitó nuestra casa de Chiquián sobre lo ocurrido, y me preguntó:
 
- ¿Qué tipo de plátanos emplearon?
 
- De la isla don Carlos.
 
- ¡Ah!!! muchachos inexpertos, con razón fallaron, ese tipo es para cazar conejos silvestres, en cambio para las vizcachas han debido emplear plátanos de seda -y se rieron en trío con mi papá y mi tío Pablo Calderón.

Nido de perdiz
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Cazar chacuas (perdiz) en horas de la tarde, constituía un ejercicio de paciencia y tino. Se tenía que esperar en silencio hasta que salgan de la paja brava hacia el pasto adyacente a los corrales de las ovejas. Una vez ubicada en la mirilla de la calapa, se daba vueltas y vueltas hasta estar lo más cerca posible para no errar el tiro. Pero si la perdiz volvía a internarse en los manojos de paja era imposible localizarla.
 
Ocasionalmente cuando caminábamos serpenteando huargos (cactus de la puna) y matas de ichu, irrumpía volando con su canto fuerte y aleteo persistente que erizaba la piel. De esta experiencia y unos relatos escuchados junto al fogón, salió esta composición:


CHACUITA
 
Ágil, temerosa y esquiva
atraviesas el rudo pajonal;
hundes el pico en parda tierra
buscando ansiosa tu alimento.

Serpeas manojos de ichu,
huagoros y escorzoneras;
caminado vas a la laguna
para calmar tu sed de altura.

Deliciosa carne tu piel esconde
camuflada en grisáceo plumaje,
que la sabia Naturaleza hizo:
de barro, cobre y ceniza.

Yergues tu cerviz vigilante
y hurgando tu cuello estiras
para visualizar en tus retinas
al cazador oculto en la neblina.

Si percibes riesgo distante,
huyes cortando el viento
y te acurrucas en la paja brava,
disimulando tu tormento.

Pero si el peligro es latente,
rauda abres tus alas al cielo;
trinas fuerte trémulo canto
y emprendes corto vuelo. 

Nalo AB - DIC 1982 
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Los días de neblina en Tupucancha significaban pronósticos de buena caza del tupuc chiquito (ave parecida a la tórtola). Era cuestión de que la neblina esté casi transparente para observarlos comiendo en grupos y bastaba un hondillazo y luego otro y otro hasta cazar media docena, quedando garantizado un suculento tallarín con pichones para los escuálidos comensales, a excepción del gordito Patuco que sancochaba medio kilo de papas roqueñas para tranquilizar a su engreída 'solitaria'. También cazábamos cerguillitos, quillicshas, liclish, ácacas, huaychos y otras aves pequeñas que abundan en el páramo chiquiano.
 
 A fines de febrero de 1962, aprovechando que mi abuelita salió con los pastores en busca de nuevos pastizales por la meseta de Recrec (4250 m.s.n.m.), nos apoderamos de una docena de conos de hilo para ponchos y polleras que guardaba en un armario rojo.

Después de plantar sobre las pircas decenas de palos de magueyes secos y carrizos a lo largo de uno de los corrales, los unimos con hilos tensos formando una gran malla. Una vez fabricado el gigante pentagrama espantamos a las torcazas que estaban comiendo en el interior del corral, logrando que algunas cayeran atrapadas.
 
Lo agridulce llegó veloz. Cuando mi abuelita retornó de Recrec se quedó atónita, al ver a cierta distancia varios pájaros “sentados en el aire”. Se acercó para bendecir el “milagro”, pero para su sorpresa descubrió que no estaban sentados en el aire, sino en la ingeniosa trampa de hilos habanos que horas antes habíamos fabricado.
 
Entrada la noche nos dio de merendar y se despidió con una sonrisa. Nosotros hicimos lo propio, y sin presagiar nada dormimos sin sobresaltos hasta el amanecer. Tomamos desayuno entre risas, queso mantecoso, trocitos de chicharrrón, panes y quaker con membrillo y canela.
 
Minutos después del sabroso desayuno mi abuelita me entregó una carta dirigia a mi madre. Esa misma mañana, antes de preparar el desayuno, había tomado la sabia decisión de expulsarnos del paraíso tupucanchino...
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Fuente: 
Un trocito del Capítulo IX "DEL MISMO TRIGO".
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GRACIAS MAESTRO JUAN



Así como un niño recitando una poesía por el Día del Maestro es un recuerdo imborrable para un educador, del mismo modo guardo en mi corazón la imagen señera de mi Maestro JUAN ALDAVE OYOLA: mediano de estatura, pero grande de espíritu, un verdadero misionero del saber y venerable apóstol del conocimiento inicial. Pulcro en el vestir con su impecable terno gris, su camisa blanca, su corbata guinda y sus calzados tan relucientes como los espejos de los diablitos de Corpus Christi. Su cabello ligeramente ondulado y tras unos lentes de carey con cristales de fe, brillaban sus ojos de esperanza.


Ni qué decir de su inteligencia innata, siempre dispuesto a compartir su semilla, enseñando tras cada campanada con el recto ejemplo del deber magisterial, pero tierno y dulce a la vez, encarnando de lunes a sábado la imagen sagrada de los maestros chiquianos; es decir, un digno premio a la vocación, como hay mil en Bolognesi, otrora fecunda cantera de los educadores ancashinos. Él nació en Huacho el 17 de marzo de 1910, hijo de don Miguel Aldave Palacios y de doña Silvina Oyola La Rosa. Estudió en la Escuela Normal de Cajamarca junto a su tocayo, el maestro chiquiano Juan Fuentes Bueno. En dicha Escuela obtuvo su primer premio de literatura con su obra 'JACAPUCULLAY', un singular relato sobre las corridas de cuyes en los poblados menores de nuestra provincia.

Al igual que en su periplo magisterial por Cajamarquilla, Corpanqui, Pacllón y Huasta, mi Maestro Juan fue en el 378 un verdadero cruzado de la bondad y la ciencia, lleno de iniciativas y renovando permanentemente el acervo de sus conocimientos para compartir con alegría nuestro trabajo creador, presentándose cada día con el ánimo fresco y el corazón colmado de esa serena y viril alegría que le daba su magna profesión. Él actuó en el aula como un estudiante más entre sus alumnos, sin considerar como una humillación el garabatear apretando nuestra mano guiando el lápiz mongól sobre una hoja 'suave vista' de nuestros cuadernos 'Minerva'.

Recuerdo que el silbato de finalización de labores era un sonido más al que no prestábamos mucha atención, pues preferíamos terminar de escuchar sus palabras, incluso, lo acompañábamos felices por el jirón Comercio hasta la puerta de su casa donde su esposa Ernestina Garro Montoro lo esperaba con una sonrisa. En mi mente tengo guardado su ejemplo de rectitud, su moral y alta conciencia para impartir justicia en sus calificaciones y apreciaciones, sin humillar ni vanagloriar a nadie, ya que nunca fue afecto a la 'franela'. Siempre digno, sintiéndose niño y filósofo a la vez, encausando nuestra inteligencia y sentimientos con su sacrosanta misión.

Mi maestro fue un auténtico motivador, guía y facilitador en nuestro proceso de aprendizaje, demostrando conocimiento cabal sobre las potencialidades individuales, que las armonizaba con paciencia y perseverancia. Para él, la observación directa del educando fue mejor que la Nota, de ahí que después de los exámenes, repasábamos todos los flancos débiles hasta internalizarlos todos por igual; y si no era así, la próxima sesión tenía que esperar, sin importar el tiempo.

Los sábados fue de limpieza general y revisión obligada de cuadernos y carpetas que lo hacíamos con alegría. Cada vez que veía mis cuadernos con apuntes menuditos hasta en las contratapas, garabatos que nada tenían que ver con la asignatura, sino con mis vivencias diarias (relatos e hilachas), mi maestro Juan pasaba por alto estos apuntes con un comprensivo movimiento de cabeza, mientras decía: "el próximo sábado no te salvas", felizmente el próximo sábado y los siguientes repetía la misma frase. Nunca me puso un rojo en revisión de cuadernos, me aprobaba con 11, mas un sábado obtuve 12, un punto más y un abrazo, porque al día siguiente, domingo 15 de junio de 1958, cumplía siete años. En cambio mis compañeritos eran muy cuidadosos y tenían sus cuadernos impecables, sus notas fluctuaban entre 18 y 20, a excepción de "Cholito Corazón" Miguel Barrenechea Ibarra, que no pasaba de 15 por las puntas dobladas de su cuaderno "Minerva, suave vista". Muchos de mis cuadernos de Educación Primaria contienen párrafos tras párrafos de anécdotas de vida que escribía añorando mis vacaciones escolares en la Puna, también palabras nuevas que iba aprendiendo en el aula y la calle, o la descripción de algo desconocido camino a casa, todo en letras confitadas, que desde hace unos años vengo compartiendo en la red, en recuerdo de Mamá Eni, quien guiara mis primeros pasos en el camino de la narrativa de tierra adentro. Llevo muy metida en mi mente la imagen de mis compañeritos del 378 de Chiquián, lijando al aire libre, en plena calle, los tableros de las carpetas para que no quede ni un vestigio de 'jeroglíficos' que delate un 'taco'. Era una fiesta de fin de semana que nadie se perdía, ante la mirada de satisfacción de los buenos vecinos: Pancha Vicuña, Balvina Aldave, Rucu Feliciano, Cuca Doctor, Bonifacio Peña, Hortensio Balarezo y del popular Víctor Aldave el 'gallo rojo'.

También guardo en mis latidos la forma cómo mi Maestro Juan fortalecía la unidad en el aula donde fuimos tan felices como en nuestra propia casa: Albino de Lirioguencha, Alejandro de Alto Perú, Anchita de Jircán, Alejo Alfonso de Huasta, Aquiles de San Cristóbal de Raján, Cali del Cercado, Carlos Enrique de Aquia, Cholito Corazón de Agocalle, Félix de Aquia, Gregorio de Puente Cantucho, Hildebrando de Dos de Mayo, Hualín de Fragua, Hugo Lorenzo de Umpay, Joel de Tranca, Juvencio Hermenegildo de Corpanqui, Macshi de Aquia, Marcelo de Figueredo, José Luis del Mercado de Abastos, Oscar Román de Cruz del Olvido, Pablo César de Yarush, Pantaleón Boliche de Oropuquio, Ricardo Feliciano de Lirioguencha y Wily de Agocalle.

De similar manera llevo muy dentro de mi pecho al excelente director Fabián Cano Osorio y a los ejemplares maestros Albina Aldave Alva, Eduardo Aldave Reyes, Eleodoro Gamarra Salinas, Germán Romero Yábar y Pedro Gutierrez Barreto, quienes se constituían en nuestros ángeles guardianes a la hora del recreo, las formaciones, actuaciones y los desfiles, tarareando nuestro sagrado Himno '378 de Chiquián marcha con altivez, llevado siempre el compás, uno dos y tres...'. 

En esencia, del recuerdo de mi Maestro Juan aprendí que las personas no son todas iguales, porque algunas son especiales y mágicas, y eso las hace únicas y eternas. También aprendí que la fantasía es real, porque pude darme cuenta que lo real es pura fantasía. Del mismo modo aprendí que me falta mucho por conocer y que me puedo quedar ciego, sordo y mudo, mas mi mente y mi alma tendrán siempre un lugar para aprender. Finalmente aprendí, que si tomo una hoja y un lápiz es porque mi corazón ha tomado la decisión de escribir hoy, y no mañana.
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RENACER

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Vuelvo a ti bendita Alma Mater,
para renovar mi espíritu aventurero,
hoy todo florece en un mágico sueño
como en los traviesos años de la niñez.

He revisado mis viejos cuadernos
y los renglones me hablan de paz y amor,
sus hojas amarillas sonríen con ternura,
como el padre sonríe al hijo pródigo.

Es temprano y escucho campanas,
estoy alegre como aquellos días felices,
me alisto y voy saltando a mi escuelita,
con mi cartapacio de fantasías y sueños.

Veo a mis compañeritos del 378,
fulguran sus ojos y sonrió en ellos,
mi maestro Juan pasa lista en el aula,
en el patio brillan los apodos en quechua.

Llegan a mi mente gratas visiones lejanas,
estoy marchando en el patio de tierra,
abro los ojos y río de felicidad,
¡la primavera ha vuelto a renacer!
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Nalo A.B - Chiquián, 28 JUL 77
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