CHIQUIÁN:
VIERNES SANTO EN LOS SESENTAS
Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
Pasar
el VIERNES SANTO en Chiquián, cuando alboreaba la década del sesenta, fue un permanente descubrir al Nazareno
en las pupilas del pueblo. Cada minuto que discurría sigiloso
triunfaba el bien sobre el mal, la victoria de Jesús frente a Satanás, con aroma a cantutas, retamas y malva.
Hoy, caminando sus callecitas alfombradas de fe, uno comprende con mayor claridad que de nada sirve ser ciudadano del mundo si en el pecho no arde la heredad nativa; que el amor por los creyentes y los no creyentes es la única llave que abre la puerta del cielo y el milagro que sana los recuerdos luctuosos.
En aquellos años no solamente ayunábamos carne, también sorbos amargos de gritos y agravios. Imperaba la quietud en la primera cuadra de Leoncio Prado del barrio de Jircán, en los patios solariegos, en los zaguanes... Ningún niño hablaba lisuras ni hacía travesuras, conscientes de ser protagonistas de primer orden en las actividades religiosas programadas por el clero, la municipalidad y la comunidad campesina.
Los principales soportes humanos de nuestra fe, fueron, entre otros queridos paisanos: Lolito Rivera, fabricante de velas y escultor de imágenes sacras con madera, carrizo, yeso y tela encolada; Cástulo Rivera, coordinador general de las tareas religiosas; Julián Soto, generoso hacedor del Huerto de Judas; y los Santos Varones, leales amigos de Cristo y encargados de mantener el orden en las procesiones.
Todas las fisuras ocasionadas por malos entendidos y falsos rumores se soldaban por obra de Dios. Es decir, se ponía en práctica la dulce expresión del perdón que libera ataduras, reconcilia y brinda paz interior.
Grandes y chicos nos mostrábamos compasivos con los seres vivos, alados o de cualquier especie. Los animales de tiro descansaban de la faena diaria. Callaban las campanas, el bombo, las mandolinas y las guitarras, sólo se escuchaba el crepitar de los cirios y del incienso fragante; hasta los pequeños runrunes de lata y los trompitos huancachos dejaban de dar vueltas, ocultando filos y púas bajo un raído pañal.
El sonido de las matracas de madera invitaba a guardar silencio. Todos caminábamos sin hacer ruido y hablábamos en voz baja, muy baja, lo más pegadito posible al oído de algún chiuchi amigo durante las vigilias, los rezos y las procesiones, uniéndonos así al padecimiento y a la muerte de Jesús, a la espera de su retorno, anunciándonos el triunfo de la Resurrección y la vida eterna.
La pila de agua bendita para que se persignen con unción los fieles se agotaba y renovaba, una y otra vez. La inmensa puerta de entrada permanecía despejada; sin embargo todos los rincones de la iglesia, y hasta los reducidos espacios bajo las andas estaban ahítos de niños y ancianitos empuñando velas y cirios.
Las manos encallecidas de los carpinteros reposaban su fatiga. Similar actitud adoptaban los chacareros y artesanos. Imperaba la calma en los potreros, las pircas, los sembríos, los caminos... Sólo se escuchaba el rumor del arroyuelo, del puquial y la cascada.
Cada poblador, emulando a Simón de Cirene, permanecía presto a poner el hombro ante cualquier contingencia.
En todo momento reinaba la hermandad, la solidaridad, la misericordia y la armonía. Herencia de vida que pasa de generación en generación, hasta nuestros días.
No se desperdiciaba ni una sola gota del líquido elemento vital de los pilones esquineros. Todas las puertas del de Jircán permanecían abiertas de par en par para brindarle al peregrino: comida, abrigo y el agua que le negaron a Jesús durante su Calvario.
El chinguirito y los demás "tragos virtuosos" brillaban por su ausencia. Las cantinas cerraban sus puertas con siete candados. Las tiendas comerciales preferían no atender. Los juegos de azar se esfumaban.
Los shilpis (látigo), garrotes, clavos, cuchillos y navajas permanecían lejos de las manos. La amenaza de castigo hacía mutis.
La tarea de beneficio en el mercado de abastos y el baratillo se interrumpía por 24 horas. Solamente se expendían productos de pan llevar, frutas y pescados, sobre todo bonito y anchoveta seca.
La iglesia estaba colmada de fieles. Las casas permanecían vacías horas enteras. Los Santos Varones eran los únicos autorizados para tocar el Santo Sepulcro y al Cristo Yacente. Este día de triste recogimiento no se celebraba la Eucaristía, y el Altar tenía un sobrecogedor color gris.
Hoy, caminando sus callecitas alfombradas de fe, uno comprende con mayor claridad que de nada sirve ser ciudadano del mundo si en el pecho no arde la heredad nativa; que el amor por los creyentes y los no creyentes es la única llave que abre la puerta del cielo y el milagro que sana los recuerdos luctuosos.
En aquellos años no solamente ayunábamos carne, también sorbos amargos de gritos y agravios. Imperaba la quietud en la primera cuadra de Leoncio Prado del barrio de Jircán, en los patios solariegos, en los zaguanes... Ningún niño hablaba lisuras ni hacía travesuras, conscientes de ser protagonistas de primer orden en las actividades religiosas programadas por el clero, la municipalidad y la comunidad campesina.
Los principales soportes humanos de nuestra fe, fueron, entre otros queridos paisanos: Lolito Rivera, fabricante de velas y escultor de imágenes sacras con madera, carrizo, yeso y tela encolada; Cástulo Rivera, coordinador general de las tareas religiosas; Julián Soto, generoso hacedor del Huerto de Judas; y los Santos Varones, leales amigos de Cristo y encargados de mantener el orden en las procesiones.
Todas las fisuras ocasionadas por malos entendidos y falsos rumores se soldaban por obra de Dios. Es decir, se ponía en práctica la dulce expresión del perdón que libera ataduras, reconcilia y brinda paz interior.
Grandes y chicos nos mostrábamos compasivos con los seres vivos, alados o de cualquier especie. Los animales de tiro descansaban de la faena diaria. Callaban las campanas, el bombo, las mandolinas y las guitarras, sólo se escuchaba el crepitar de los cirios y del incienso fragante; hasta los pequeños runrunes de lata y los trompitos huancachos dejaban de dar vueltas, ocultando filos y púas bajo un raído pañal.
El sonido de las matracas de madera invitaba a guardar silencio. Todos caminábamos sin hacer ruido y hablábamos en voz baja, muy baja, lo más pegadito posible al oído de algún chiuchi amigo durante las vigilias, los rezos y las procesiones, uniéndonos así al padecimiento y a la muerte de Jesús, a la espera de su retorno, anunciándonos el triunfo de la Resurrección y la vida eterna.
La pila de agua bendita para que se persignen con unción los fieles se agotaba y renovaba, una y otra vez. La inmensa puerta de entrada permanecía despejada; sin embargo todos los rincones de la iglesia, y hasta los reducidos espacios bajo las andas estaban ahítos de niños y ancianitos empuñando velas y cirios.
Las manos encallecidas de los carpinteros reposaban su fatiga. Similar actitud adoptaban los chacareros y artesanos. Imperaba la calma en los potreros, las pircas, los sembríos, los caminos... Sólo se escuchaba el rumor del arroyuelo, del puquial y la cascada.
Cada poblador, emulando a Simón de Cirene, permanecía presto a poner el hombro ante cualquier contingencia.
En todo momento reinaba la hermandad, la solidaridad, la misericordia y la armonía. Herencia de vida que pasa de generación en generación, hasta nuestros días.
No se desperdiciaba ni una sola gota del líquido elemento vital de los pilones esquineros. Todas las puertas del de Jircán permanecían abiertas de par en par para brindarle al peregrino: comida, abrigo y el agua que le negaron a Jesús durante su Calvario.
El chinguirito y los demás "tragos virtuosos" brillaban por su ausencia. Las cantinas cerraban sus puertas con siete candados. Las tiendas comerciales preferían no atender. Los juegos de azar se esfumaban.
Los shilpis (látigo), garrotes, clavos, cuchillos y navajas permanecían lejos de las manos. La amenaza de castigo hacía mutis.
La tarea de beneficio en el mercado de abastos y el baratillo se interrumpía por 24 horas. Solamente se expendían productos de pan llevar, frutas y pescados, sobre todo bonito y anchoveta seca.
La iglesia estaba colmada de fieles. Las casas permanecían vacías horas enteras. Los Santos Varones eran los únicos autorizados para tocar el Santo Sepulcro y al Cristo Yacente. Este día de triste recogimiento no se celebraba la Eucaristía, y el Altar tenía un sobrecogedor color gris.
Cómo olvidar el cartelito con el acrónimo INRI (IESVS NAZARENVS REX IVDAEORVM:
Jesús de Nazaret, rey de los judíos), que Poncio Pilato (Poncio
Pilatos), autor ejecutivo del suplicio y muerte de Jesús, ordenó poner
en la Cruz como causa de condena, intentando expiar sus culpas y de paso
ceder por conveniencia personal ante el inefable Caifás y su suegro Anás,
y demás conspiradores.
Cómo
olvidar también el grito unánime de la muchedumbre pidiendo la libertad
del condenado a muerte Barrabás, y en su reemplazo crucificar sin
compasión alguna a un inocente. De ahí la importancia que tiene
para el cotidiano vivir, reflexionar sobre el significado de: “Lavarse las manos”, “Las 30 monedas de plata”, “El beso de Judas” y “El canto del gallo”.
El Viernes santo nadie se ponía ropa de colores llamativos ni se atrevía a contar algún chiste. Los chiuchis graciosos orábamos contritos, pidiendo la absolución de las culpas, por tanta chacota y chanzas en triple sentido, contados en la vereda del barrio. El poncho y el pañolón se convertían en humildes símbolos de fe y sentimiento de luto, como una manera de reparar el daño causado por los pecados.
Los niños mirábamos el Divino Madero como señal de salvación y esperanza, reflexionando silentes sobre las Siete Palabras pronunciadas por Jesús durante su penosa agonía, sintiendo en carne viva el misterio de la Santa Cruz, junto a nuestros padres, abuelitos, hermanos y amigos. Porque el Viernes Santo es un Acto de Amor: la muerte de un hombre sin mácula alguna, que fue entregado por uno de sus más cercanos amigos, condenado injustamente por el único pecado de ser generoso. Un hombre que fue avergonzado ante sus seguidores, escupido, castigado sin piedad y crucificado sin pronunciar reclamo alguno contra sus verdugos, por quienes pidió perdón antes de expirar; que en suma representa el perdón de nuestros pecados y así podamos estar más cerca de Dios.
Ahora que vienen vientos misioneros del Vaticano, ungidos con el óleo de la humildad del Buen Pastor de Hombres, elevo mis oraciones por el Papa Panchito, de quien estoy muy orgulloso, no porque pagó su cuenta de alojamiento el día que fue elegido Papa, ni porque ese día rechazó subirse a la limusina papal y prefirió viajar junto a los cardenales rumbo a su residencia, tampoco porque prefiere la modesta madera al fulgor del oro, o porque maneja su Renault de 1984, en austera sencillez de pecador como todos los mortales, sino por emular a Cristo: servir con amor las 24 horas del día sin esperar nada a cambio y dar la vida por los demás, sin distingos de ningún tipo.
El Viernes santo nadie se ponía ropa de colores llamativos ni se atrevía a contar algún chiste. Los chiuchis graciosos orábamos contritos, pidiendo la absolución de las culpas, por tanta chacota y chanzas en triple sentido, contados en la vereda del barrio. El poncho y el pañolón se convertían en humildes símbolos de fe y sentimiento de luto, como una manera de reparar el daño causado por los pecados.
Los niños mirábamos el Divino Madero como señal de salvación y esperanza, reflexionando silentes sobre las Siete Palabras pronunciadas por Jesús durante su penosa agonía, sintiendo en carne viva el misterio de la Santa Cruz, junto a nuestros padres, abuelitos, hermanos y amigos. Porque el Viernes Santo es un Acto de Amor: la muerte de un hombre sin mácula alguna, que fue entregado por uno de sus más cercanos amigos, condenado injustamente por el único pecado de ser generoso. Un hombre que fue avergonzado ante sus seguidores, escupido, castigado sin piedad y crucificado sin pronunciar reclamo alguno contra sus verdugos, por quienes pidió perdón antes de expirar; que en suma representa el perdón de nuestros pecados y así podamos estar más cerca de Dios.
Ahora que vienen vientos misioneros del Vaticano, ungidos con el óleo de la humildad del Buen Pastor de Hombres, elevo mis oraciones por el Papa Panchito, de quien estoy muy orgulloso, no porque pagó su cuenta de alojamiento el día que fue elegido Papa, ni porque ese día rechazó subirse a la limusina papal y prefirió viajar junto a los cardenales rumbo a su residencia, tampoco porque prefiere la modesta madera al fulgor del oro, o porque maneja su Renault de 1984, en austera sencillez de pecador como todos los mortales, sino por emular a Cristo: servir con amor las 24 horas del día sin esperar nada a cambio y dar la vida por los demás, sin distingos de ningún tipo.
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La
mañana del 1 de setiembre del 2010, en plena fiesta de Santa Rosa,
media hora antes del retorno de papá a Lima, le ofrecí volver juntos a
Chiquián para pasar la Semana Santa del 2011, sin imaginarme que antes
de los dos meses emprendería el Gran Vuelo a la eternidad. Él dio
respuesta a dicho ofrecimiento así:
Luego hizo un recorrido visual por los parajes circundantes y murmuró: "Adiós Chiquián querido, gracias pueblo bendito, pronto vendré a recoger mis pasos". A los pocos minutos mi papá estaba surcando Caranca en el vehículo de mi hermano Felipe rumbo a Lima.
Horas más tarde, cuando “La Entrada” estaba en la Plaza de Armas, pensé en sus palabras de despedida al contemplar la Iglesia Matriz. Al bajar los párpados pude verlo con los ojos del alma de la mano de Jesús. Mi entrañable amigo de la infancia, Jorge Alfredo Vásquez Veramendi, muy querido por mi papá, al notar mis lágrimas me abrazó con ternura, y me sentí protegido como en mis tiernos años. Cuando le expliqué el motivo de mi congoja sentí latir su corazón junto al mío, mientras las avellanas surcaban el cielo chiquiano, y los caramelazos de las huestes del Inca y del Capitán rebotaban como granizo de nuestras cabezas y espaldas.
En aquella visión premonitoria del 1 de setiembre, mi amado papá tenía la serena sonrisa con la que al rayar el alba el 25 de octubre del 2010 expiró su último aliento..
.Horas más tarde, cuando “La Entrada” estaba en la Plaza de Armas, pensé en sus palabras de despedida al contemplar la Iglesia Matriz. Al bajar los párpados pude verlo con los ojos del alma de la mano de Jesús. Mi entrañable amigo de la infancia, Jorge Alfredo Vásquez Veramendi, muy querido por mi papá, al notar mis lágrimas me abrazó con ternura, y me sentí protegido como en mis tiernos años. Cuando le expliqué el motivo de mi congoja sentí latir su corazón junto al mío, mientras las avellanas surcaban el cielo chiquiano, y los caramelazos de las huestes del Inca y del Capitán rebotaban como granizo de nuestras cabezas y espaldas.
En aquella visión premonitoria del 1 de setiembre, mi amado papá tenía la serena sonrisa con la que al rayar el alba el 25 de octubre del 2010 expiró su último aliento..
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.SEÑOR DE CONCHUYACU
Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
Tu rostro en la sacra roca
que la Mano Divina creó,
protege al chofer y al caminante,
y bendice la agricultura
con arroyo de agua santa.
Cuando visitamos tu Gruta,
chicos y grandes somos felices,
subimos tus gradas con fe y esperanza
y grabamos tu imagen en llos latidos.
Señor, brilla la savia grana de tu frente,
escucho el palpitar de tu corazón
y la respiración se hace brisa
bajo el sol del mediodía.
Cierro los ojos
y estás cerca del Gólgota;
no hay cirineos en tu Calvario;
me miras y vuelves a cargar la Cruz.
!Oh Dios!, que apruebas la santa veneración,
te ruego que bendigas y santifiques
a Nuestro Señor del Camino
que guía nuestros pasos.
AGO - 1988
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