jueves, 10 de noviembre de 2016

EL HIJO DEL RELÁMPAGO - POR ARMANDO ALVARADO BALAREZO (NALO)



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  EL HIJO DEL RELÁMPAGO
Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

Camino a Tinya se alza un bosque de rocas con perfiles que llenan de asombro, por las caprichosas formas de sus crestas que coronan las cimas. En una de las paredes del lado Sur hay una pequeña cueva formada por la unión de dos moles de piedra, lugar donde me guarecía de la lluvia durante mis correrías de niño caminante.

Un atardecer muy nublado, temeroso del estallido de los truenos que advertían un fuerte aguacero, corrí a tientas buscando la cueva; de pronto el fulgor de una descarga eléctrica en el horizonte me permitió ubicar el sendero que conduce a la cavidad rocosa.

Al dar vuelta un recodo quedé fascinado, viendo la cuevita iluminada por un resplandor de vistosos colores. Nunca antes había visto un espectáculo de luces tan bello lejos del firmamento. "Debe ser un pequeño relámpago que se ha extraviado en su primera tormenta cósmica y ha llegado al suelo sin querer", pensé, pues mi abuelita Catita, años atrás, me había dicho que el relámpago, a diferencia del rayo, no topa la superficie de la Tierra.

Disfruté un par de minutos la luminosidad; luego, para evitar que el pequeño relámpago detecte mi presencia y huya, me acerqué con cuidado, casi rampando, y con mi poncho cubrí lo más rápido que pude la entrada. "Mañana temprano lo llevaré a casa para que ilumine la habitación y pueda leer los libros que he traído de Chiquián", cavilé, mientras emprendía el retorno a casa con las primeras gotas de lluvia cayendo del cielo.

Minutos después, en Tupucancha, le comenté a  mi abuelita lo que había visto y sentido en el bosque de rocas; claro, sin decirle nada sobre mi deseo de traer al pequeño relámpago. Ella permaneció callada, sólo asentía con la cabeza cuando le pedía confirmar algo; pero antes de dormir se despidió así:
 
"Debe ser el hijo del relámpago como dices, y qué bueno que hayas dejado tu ponchito cubriendo la entrada de la cueva, así no sentirá frío. Ya cuando sea grande, cada vez que llueva con rayos y truenos donde te encuentres, te agradecerá enviándote señales de bengala. De madrugada iré a Sapahuaín. Mañana después de tomar tu desayuno vas a la cueva y traes tu poncho".

Tomé desayuno, y a las 8 de la mañana llegué al desfiladero contiguo a la cueva. Mi ponchito no estaba donde lo dejé. Con cierto temor me acerqué a la entrada que estaba iluminada por la luz matinal. Para mi dicha el ponchito aguardaba bien dobladito dentro de la cueva.

No sé a ciencia cierta si mi imaginación me hizo percibir el bello fulgor dentro de la cueva, mientras tronaba el firmamento y caían rayos en los cerros cubiertos de piedras y pajonales.

No sé si la melodía de luz fue del lamparín a carburo de un minero que entró a la cueva para protegerse de la lluvia.

No sé si mi abuelita, camino a  Sapahuaín, descolgó el poncho y lo dejó dobladito dentro de la cueva. Nunca me lo dijo, por más que imploré días enteros. Lo cierto es que, 11 lustros después, faltando un año para celebrar su siglo de vida, me dijo que no interrumpía cuando le narraba mis experiencias infantiles, porque la fantasía, como buen aliado de la inocencia, nutre el alma del niño, y que por nada del mundo debemos arrancarle la imaginación si no queremos que madure antes de tiempo. Finalmente, con una sonrisa en los labios, me relató esta breve historia: 
 
 
"Durante mi infancia en Tupucancha, Luis Pardo visitaba la casa, y al calor de la leña nos relataba sus experiencias de vida. Él, a pesar de que era todo un jovencito tenía alma de niño. Recuerdo que una vez nos comentó, que descendiendo las alturas de Toca con su caballo color limón, el trueno descargó toda su furia sobre el glaciar Tucu Chira, anunciando la llegada de la lluvia a la Pampa de Lampas. El frío era insoportable en esos momentos, por lo que sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa, pero por más que buscó la cajita de fósforos no la encontró; para su buena suerte pasó un rayo casi rosándolo y aprovechó para encender su cigarro", y se rió a carcajadas mi linda abuelita de los ojitos pícaros.

Fuente:


Relatos de la Puna