Plazoleta de Quihuillán
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AMPAY
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AMPAY
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Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
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El
reloj marca la medianoche. El pueblo duerme arropado por el poncho
nocturno. Es lunes, primero de junio de 1957. En la penumbra el viento
chicotea mi piel sin piedad. Durante el día no he probado bocado, tampoco
un sorbo de chinguirito. En Tapacocha los carros están varados por un
derrumbe carretero, y mi chamba de cargador de bultos se ha frustrado.
Estoy
sentado en una banca de la plazoleta de Quihuillán, junto al monumento
de Pancho Bolognesi, mudo amigo de mis monólogos imaginarios. Felizmente tengo
unos puchos que recogí de la cantina de Penco,
con los que me estoy abrigando del frío que hinca sin piedad mis carnes.
Miro
a todos lados, ni siquiera el ánima de Juan Sánchez Dulanto camina
buscando un entierro, sólo el céfiro pasa y repasa gimiendo como los
silbidos de los enamorados sin esperanza.
A
la distancia una sombra viene por el jirón Comercio como andas de
procesión. No logro ver bien, el humo del pucho me lo impide. Habrá que
esperar que se acerque un poco más...
Ya
está cerca, es un jinete. Baja de su caballo y camina dando trancos. Está
con poncho y lleva puesto un sombrero negro como la noche. Pasa por mi
lado, lo saludo y no me contesta. Es un hacendado conocido y va
convertido en un torrente de tribulaciones. Trepa el muro y salta a la
chacra de mi amigo Papaseca. Me acerco a verlo, está descendiendo por
el alfalfar con pasos agigantados, camina como alma en pena que rueda.
La
curiosidad me invade. Bordeo la plazoleta por la vereda de Alberto
"Limonta", pues soy muy chato para saltar desde el muro. Lo sigo con la
mirada y se me pierde en la oscuridad. "Debe estar buscando un tesoro", pienso. "Ojalá sea un entierro, así me gano alguito, nadie sabe, de repente es mi noche de suerte"...
Camino pegadito a la pirca orlada de shinua, cuidándome de las hualancas y las pencas. En eso lo observo recostado sobre un montículo de piedras, ¿qué le habrá pasado?, me pregunto, "seguro se ha caído",
digo para mis adentros. Debo asegurarme, medito y me dirijo de
puntillas hacia un viejo aliso solitario. Trepo y para mi sorpresa el hacendado está
mirando a un hombre y una mujer en pleno "canchis canchis", "cóncavo y convexo", dirá un experto en geometría horizontal.
En
el ambiente dos gemidos se alternan: uno de placer que viene de la
pareja y otro de dolor que emana del astado. Los rayos plateados de la
luna atraviesan las nubes, revelando las curvas de la damisela y el
zarco cuerpo del bandolero.
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El
vaivén es armónico en el maizal que se ha tornado en mullido lecho.
De pronto vibran y luego se quedan quietos. A diez metros el rostro
del "corneado" parece cirio de velorio pobre, tan pálido como la memoria de
los sesos que han sido tocados por las alas de la muerte, como cae la
pollera de la noche en la parda tierra, como se desovilla el huáchcu de
un meón entre las acelgas y el tapial.
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Con los ojos extenuados de tanto mirar bajo la macilenta luna, el silencio se hace lamento. El destino le ha robado al hacendado el placer que esperó hallar en la piel de su torcacita, a su retorno al pueblo. Seguro encontró el nido vacío y salió a buscarla al maizal, donde alguna vez fue suya hasta el delirio.
Con los ojos extenuados de tanto mirar bajo la macilenta luna, el silencio se hace lamento. El destino le ha robado al hacendado el placer que esperó hallar en la piel de su torcacita, a su retorno al pueblo. Seguro encontró el nido vacío y salió a buscarla al maizal, donde alguna vez fue suya hasta el delirio.
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Retorno
a la plazoleta y enciendo el último pucho que me queda en el bolsillo. Por el humo pasan escenas
similares que cada medianoche veo en Cochapata, Capulipata, Calapata y
todas las patas que se puedan meter y sacar, y asoman a mi mente las
palabras filosóficas de los parroquianos de Penco: 'padre es quien
lo cría, no quién lo engendra; además, somos hijos de la misma tierra,
siempre haciendo el bien sin mirar sobre quién y amándonos los unos
sobre los otros... Salud compadre'.
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En este "macondo de pisanamaría",
veo tantas cosas en las noches sin estrellas, que me siento más
miserable que la miseria misma. Gracias a Dios todavía no hay muchos
embajadores del caprino "tabalozos",
sino pobre chico, estaría más deshilachado que bolsillo de
invidente... Así es la vida shay, medito viendo Umpay Cuculí que a la
distancia se hunde en el oconal.
De
pronto siento una palmada en el hombro. Es el hacendado: 'hola
Shaprita', me dice y camina hacia el potro que lo ha estado esperando.
Baja una alforja y me encarga que lo lleve a la casa de su costilla,
indicándome: "dile que un carro minero lo ha traído de mi parte". Monta su caballo, me obsequia un par de soles por el mandado, y desciende Maraurán con paso tullido.
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"Tan profunda ha sido la cornada, que le ha desfigurado el semblante",
pienso, mientras reviso la alforja, hallando cinco bolas de requesón y
dos docenas de choclos. Luego de unos minutos pasa la damisela bordeando la plazoleta, a una distancia prudencial camina el atrasador. Dejo un
requesón debajo de la banca y sigo con cautela las huellas del pecado hasta su
morada. Después de unos minutos toco la puerta y entrego la alforja
según lo convenido con el hacendado. Felizmente tengo los ojos sordos y
los oídos ciegos como todo buen heraldo del silencio...
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Ya asoma la madrugada, la luna duerme en su aposento, y una honda calma va adormeciendo mis
sentidos. Pero antes de irme a dormir, debo recoger el requesón que dejé bajo la banca, estoy que me muero de hambre...
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Es martes 3 de junio de 1969, han pasado 12 largos años desde lo
ocurrido, y los tres personajes de este relato viven todavía. Uno de
ellos camina lento con un lazarillo de palo por Chakinani, cubriendo de añoranza sus
sueños cansados de insomnio por los hijos que el papel sellado le ha
quitado. Va lerdo entre la sombra y el silencio, como las estrías sin
memoria que yacen en los porongos secos...
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Cordillera Huayhuash
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Fuente:.
Relatos campesinos, de Nalo AB.