AUTOR
DE EL ARTE
DE NAVEGAR
Danilo Sánchez Lihón
Hoy día 11 de noviembre del mes de los muertos, hace
41 años el poeta Juan Ojeda se arrojaba de frente a un auto que corría veloz en
la madrugada neblinosa y al cual esperó escondido detrás de una esquina de la
Av. Arequipa de la ciudad de Lima. Semanas antes había dejado ordenados un
conjunto de sus poemas bajo el título Arte de navegar.
1. Elevaciones
y derrumbes
La visión de Juan Ojeda en Arte de navegar, como en su
vida en general, fue apocalíptica, situando su oído en la nervadura, ora
aquietada ora bamboleante –siempre verdosa– de la barca de Caronte, poniendo su
tacto en el remo pulido por tanto castigar a las almas estremecidas de llanto.
Almas que proyectan su gusto a la boca siempre abierta
de aquel esperpento, porque bajo su lengua se deposita la moneda que pagan los
condenados para ser conducidos y luego echados a la grieta inconmensurable.
Juan recurre al fabulario clásico de la mitología
greco–latina para representar sus intuiciones y conceptos, así como sus
sentimientos y alucinaciones.
Los significados de su poesía son todos aquellos que
pueden estar presentes en el trance que hay en cruzar de una a otra orilla en
esa barca macabra atiborrada de almas. Y su actitud es sólo aquella que cabe en
esa navegación suprema de la vida hacia la muerte y su eterna expiación, con
sus olvidos y virtudes, con sus banderas y traiciones, sus elevaciones y
derrumbes.
2. La lluvia
y la noche
Ahora bien, a veces desaparecen las orillas, también
la barca y su timonel; y es como si se estuviera pasmado en alta mar, donde no
hay paisaje ni historia, ni personajes, ni sus consecuentes emociones y
desesperanzas.
Tampoco expectación ni sucesos. ¿Qué ocurre? Es que
nos enfrentamos solos ante el misterio, a la incertidumbre en la que navegamos,
frente al destino desolado, a la ausencia de Dios y al vacío existencial:
Esa quieta cesación del sentido...
Acontece como cuando estamos en alta mar, en donde es
muy lejano mi origen e ignoto mi punto de llegada; estoy solo con el precario
mundo que cargo.
Y con el otro que me compone desde dentro, donde soy
un desterrado o un expatriado. Y siento que únicamente el agua y el aire me
componen e integran, siendo esos elementos tan impersonales como mi único
sustento.
No la tierra estéril y empobrecida, tampoco el fuego
que anima y apasiona; solos el agua y el viento, que baten o detienen a su
arbitrio nuestra nave mientras los demás elementos contemplan absortos y
ajenos.
3. Deleite
en el castigo
De allí que se necesitará unción del alma para
ingresar al rigor de los versos de Arte de navegar, de Juan Ojeda.
Debiendo primero curar y sanar nuestro espíritu,
porque ésta es morada de muertos, y no es impune descender y hollar ese recinto.
No es esta poesía para la complacencia, ni para
adornar el mundo o solazar la vida. Quizás sí para recomponer la historia.
Pero más para meditar y alcanzar una premonitoria y
urgente sabiduría, que tanto requerimos en estos tiempos agraces y aciagos.
Con roles eminentes y soberanos: son el sol, la lluvia
y la noche que se acrecienta.
Porque lo más estremecedor es lo que también está
escrito en los pergaminos del infierno:
Que allí los réprobos ya no ven ni sienten su daño y
su horror sino que, más bien, se deleitan con su castigo, que es lo que nos
puede estar ocurriendo ahora en esta vida y en este preciso instante.
4. Los reinos
de lo oculto
Juan, en toda esta alegoría, es el ánima viva, el ser
consciente que ha visto. Y es quien sabe de la vida y de la muerte.
Es quien ausculta y compara. Quien ingresa a la muerte
en busca de sabiduría. Y que ha vuelto. Y que al final, con su muerte,
testimonia lo que gravemente nos decía.
Porque morir es el conocimiento total, debido a que al
pasar a ese estado se deja todo lo que es eventual y contingente alcanzándose
totalidad
Y, eso sí, reconociendo que moría más solo y
desamparado que el Dante premunido de poderosos guías como son: Virgilio,
Beatriz y hasta la Virgen María.
Juan no tiene báculos ni hombros donde apoyarse; ni
nombre de mujer, o novia difusa, que pronunciar en los labios.
Tampoco una voz de consuelo, arisca o indulgente, de
algún maestro. Y hemos evocado al Dante porque el capítulo del Infierno, en la
excelsa Divina comedia. Y que es a lo que más se parece la poesía de este santo
o genio demoníaco, trashumante en los reinos de lo oculto, que es Juan Ojeda.
5. Ribas
dialécticas
Otro elemento recurrente en la poesía de Juan es la
continua referencia a las “ribas” u orillas, el lugar de donde se parte y
adonde se llega.
Donde termina la tierra y empieza el mar, y viceversa;
símbolo también de ese desgarramiento y alumbramiento dialéctico que es su
poesía.
Ellas no son un mero enunciado, ni un recurso retórico
y menos un simple telón de fondo.
Las “ribas”
son, inclusive, más que el puerto atrabiliario y congestionado, más que el
conglomerado citadino y comercial, elemento estridente de la modernidad y del
mundo de los vivos.
Las “ribas” son el símbolo del lugar por donde avanza
la humanidad doliente que tiene que traspasar de una a otra orilla.
En ellas el paisaje es neblinoso, como una realidad
difusa que se pierde en las sombras.
Porque a ese brillo y fulgor que deviene de la luz incierta de las aguas del
Aqueronte, a ese sonido que hace el golpeteo del oleaje es que Juan rinde su
tributo enajenado.
6. Los ríos
infernales
Es a ese sonido acompasado del río en los flancos de
la barca que transporta a las almas afligidas, que dejan la vida fugaz por la
otra interminable, desde donde se proyecta en las ribas el reflejo de los actos
vividos.
Riberas empañadas como un telón de fondo pasmado e
inescrutable. En las orillas del río, se divisa el hambre, las enfermedades,
los vicios, el dolor.
Allí la estación siempre es invernal, y es donde surge
–dejando a un lado o superando a Caronte– el personaje esencial de Juan, que es
la humanidad doliente.
Sean los inspiradores –o referentes a partir de
quienes se habla– Mencio, Boecio, Swedenborg.
Leopardi, Van Gogh, o la coetánea Suely Rolnik, todos
ellos son puertas abiertas para sumergirse en el Hombre como especie, como
realidad antropológica y hasta como entelequia.
Y tiene, siempre al fondo, la niebla como el típico
paisaje de los ríos infernales, porque ella es el halo natural de la angustia,
lo deforme y esperpéntico.
7. ¿Hay
un Dios?
En la niebla se esbozan los seres horrendos, quienes
vuelven a la clemente niebla, retornan para poder soportar el breve instante de
ser contemplados:
Así, para el que despierta, todo es niebla quieta
Que el viento arrastra entre los duros cepos.
El lugar del castigo eterno, en la literatura griega y
latina, es el infierno, lóbrego, oscuro y subterráneo, adonde tenían que ir las
almas después de muertas; lugar de fuego y escarnio en la doctrina cristiana.
Sin embargo, el infierno de Juan es más tremendo: es
la ausencia de sentido, la quiebra de la racionalidad, el desquiciamiento y,
más aún, el vacío, la uniformidad y el tedio:
Y todo allí será crujiente abismo
sentirás estremecerse aullantes esferas rígidas:
impenetrable río
tiempo inmóvil
pavoroso rostro de lo hueco.
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