"Ocurra lo que ocurra
aunque me
muera".
César
Vallejo
1. Escondida
en su pecho
– ¡Retírense niños! ¡Retírense!
Pasa un adulto ensanchando el círculo y cuidándose del
hombre que arriba yace abrazado al madero con la bandera escondida en su pecho.
– ¡Va a caer! ¡Lástima! ¡Va a caer!
Eso dice, gravemente, el hombre más viejo en torno al
mástil plantado el día de ayer en el centro de la Plaza de Armas de Santiago de
Chuco, muy cerca a la pileta de fierro y bronce en donde docenas de hombres,
jalando y soltando desde las cuatro esquinas, han logrado poner de pie el
madero que ostenta en su cima la bandera que va a presidir la celebración del
Aniversario Patrio y la Fiesta del Patrón Santiago siempre en la mitad del mes
de julio.
– ¡Niños, retírense! ¡Por favor, retírense! –Repite
nervioso, pasando delante de nosotros, haciéndonos retroceder y mirando al
hombre que se ha quedado inmóvil, habiendo pasado ya más de la mitad de la
longitud del madero, más arriba ya de todos los techos de las casas, a más
altura incluso de la cúpula de la iglesia.
2. Este
día
– ¡Nunca vi un mástil tan grande! –dice Armengol,
cuando hemos salido de la escuela y entramos por una de las cuatro esquinas a
la plaza. Aquí se eleva ante nuestros ojos, el madero majestuoso; mucho más
alto que la torre final del campanario hasta la cual sólo llegan los jilgueros
y algunas palomas incorpóreas; casi de la altura de las colinas cercanas que
rodean nuestro pueblo.
– Y, ¿cómo colocarán la bandera? –Pregunto al ver que
el árbol no tiene las soguillas o la cuerda para izarla.
– Sube un hombre elegido de algún caserío que lo
solicite. Y tiene que hacerlo a pulso, sin garfios ni clavos, sin pico ni
correas para sujetarse. Esa es una prueba de valor.
– Y, ¿si falla?
– Se viene abajo. Aquel que lo ha pedido o ha sido
designado se dejará morir, cayendo desde lo alto, antes que decidirse a
fracasar o desistir en el intento de alcanzar la punta. Pero esta vez nadie
podrá llegar, salvo un águila. Si mañana te levantas temprano vendrás a ver.
3. Mirando
sobrecogidos
– ¿A qué hora?
– A las cinco de la mañana.
Eso he hecho. Despertarme, levantarme y venir a la
plaza casi a oscuras. Por eso estoy aquí.
– Se ha desmayado. –Advierte uno.
– ¡Algo le pasa! –Insiste otro.
– Debe estar cansado. –Asegura el más optimista.
De entre su pecho sobresale la franja roja y blanca de
la bandera nacional que minutos antes el Alcalde le ha entregado en sus manos.
– ¡Retírense niños! ¡Por favor, retírense! ¡Puede
caer!
– ¿Va a caer?
Abrimos un círculo más grande mirando sobrecogidos
hacia arriba.
– ¿De dónde es? –Pregunta alguien.
4. Camisa
blanca
– De Cotay. –Contesta uno.
¡De Cotay! Cuyos caminos se hacen hondos porque crecen
tanto las cañas de los maíces o las espigas de cebada, o las retamas de flores
amarillas, que sólo en los atajos se ven los sombreros de las mujeres que pasan
arreando sus pollinos.
Cuando he llegado a la plaza el Alcalde y el Mayordomo
de la fiesta le han entregado la bandera. Él ha abierto su pecho, acomodándola
entre el tocuyo de su camisa y su piel desnuda. Oí que le aconsejaba un hombre
viejo:
– ¡No mires hacia abajo! ¡Ni hacia arriba ni a los
costados, porque te dará vértigo!
Él ha escuchado atento sin responder. Se aprieta la
cintura con una faja roja que ha dado varias vueltas en torno a la pretina de
su pantalón de bayeta, se ha remangado las bastas casi hasta las rodillas,
abotona su camisa blanca y con la bandera en el pecho ha abrazado el árbol
pulido y resbaloso. Lo ha tentado con sus manos varias veces y luego ha
empezado a treparlo.
5. Hay
un grito
Vemos cómo se le hinchan las venas y los músculos que
se le tensan en el esfuerzo de subir.
Ahora, el muchacho con el cual ha venido lo mira hacia
arriba con el rostro concentrado, tenso, como de un puma en el momento del
acecho, previo al ataque.
– ¿Quién es él? –Le pregunto.
– Mi amigo. Los dos somos de Cotay.
Parte de la bandera se ha ido deslizando y pende como
un coágulo de sangre.
Yo vuelvo mis ojos al contorno de los cerros sembrados
de maíces, cebada, trigo y arvejas. Ahí recién el sol se pinta y amarillea en
el campanario del pueblo, sin bajar aún su brillo ni posarse en las paredes ni
ventanas de El Cabildo, ni en el musgo de las vigas de la vieja iglesia.
De pronto, mueve una mano y junta el rojo y blanco de
la seda que pende.
Hay un grito unánime de júbilo en la gente:
6. Los gorriones
saltan
– ¡Está bien! ¡Está bien! ¡No le ha pasado nada!
Un suspiro de alivio invade nuestros corazones.
Arregla la bandera contra su cuerpo, como si recogiera
sus entrañas, da una brazada con la mano izquierda y otra con la mano derecha y
sigue avanzando.
– ¡Está ágil! ¡Está fuerte! –Exclama otro.
– Y a esa altura será más fácil porque el palo es más
delgado y debe estar más seco –arriesga a decir un señor con anteojos, con el
rostro entusiasmado al ver que ahora sube con presteza.
Una que otra muchacha barre a esa hora frente al
pórtico de algunas casas donde viven. Y los gorriones saltan desde los pinos y
eucaliptos que emergen del patio de las casonas, cubiertas sus tejas de
líquenes y sus balaustres de viejas enredaderas.
7. Casi
doblado
Es en este momento cuando desde abajo vemos el
peligro: el madero se ha inclinado en la punta con el peso del muchacho y el
viento lo mece haciendo crujir el mástil por el centro.
– ¡Se va a romper! –Grita nerviosamente alguien.
– ¡Avísenle que baje! ¡No es culpa suya! ¡El madero ya
no resiste!
– ¡Que baje!
Y dicho y hecho, el madero se dobla peligrosamente en
el pináculo como un bastón temblequeante y el hombre arriba cuelga hacia un
lado perdiendo el equilibrio.
Un grito lacera nuestros oídos, agachándonos a esperar
el golpe seco sobre las piedras.
Cuelga, aún, de las manos con todo el cuerpo en el
aire y allí hace un esfuerzo supremo.
Apoyando los codos se abraza al palo que se mece con
el viento. Luego sube el tórax y hasta el vientre sobre el mástil casi doblado
en la cumbre.
8. Nos
abrazamos
Él sabe quizás que son sus últimos minutos finales,
los últimos instantes que le quedan de vida. Por eso, estira lo más que puede
la mano para alcanzar peligrosamente el extremo y enlaza el ojal en el primer
gancho; retrocede y enlaza el segundo ojal, y se desliza con movimientos
rápidos antes que el madero se desgaje o se rompa.
La bandera da un golpe seco contra el viento y luego
flamea acompasada enrojeciendo la plaza, las casas, el sol y los cerros.
– ¡Bravo! –Gritamos todos–. ¡Bravo! –Y algunos saltamos
cogiéndonos de las manos llenos de alegría.
Aplaudimos con los ojos enrojecidos por las lágrimas,
sin habernos dado cuenta que estamos llorando.
– ¡Lo logró!
– ¡Lo logramos, hermanito!
Y todos nos abrazamos como si hubiéramos renacido.
9. Flamea
airosa
Él demora en bajar. Vemos que se da tiempo, porque lo
hace lentamente, deteniéndose a ratos, como contemplando el paisaje, la campiña
y los huertos y tejados de las casas.
Pero ya todos estamos felices y ufanos. La bandera ha
sido izada y eso nos fortalece.
El joven, descendiendo por el madero, cada vez está
más cerca de nuestras manos que intentan ayudarlo.
Ya en el suelo agradece las palmadas que le dan en el
hombro y se abraza con su compañero, vecino y seguramente amigo del alma, con
quien habrán crecido y correteado juntos; y estudiado ambos en la misma
escuelita del caserío.
Al no poder hablarle yo me acerco. Pero él no se da
cuenta de que un niño roza sus dedos en el tocuyo de su camisa, llenándosele de
emoción el alma y los ojos.
Después que todos le expresan de una y otra manera su
admiración y su simpatía, se retiran agradecidos. Los dos amigos cruzan la
plaza.
Yo los sigo hasta la esquina del campanario donde se
detienen y voltean, mirando con ojos brillantes la bandera blanca y roja que
flamea airosa.
10. El fondo
albo
– ¿Y por qué te quedaste inmóvil como si te hubieras
desmayado? ¡Pensamos que te habías
muerto!
Le reprocha cariñosamente el que lo ha esperado abajo,
tenso y conmovido.
– ¡Ah! ¿No se ve desde aquí?
– ¿Qué? ¿Qué ha de verse?
– Prendí la cinta del cabello de mi Dorila en la
bandera.
– ¿De mi hermana?
– ¡Sí! Por eso me detuve.
– Y ¿dónde la prendiste?
– Mírala pues. En el fondo blanco de la bandera. En el
borde de arriba. Mírala bien, desde aquí se nota.
– ¡Ya la vi! Pero estás loco para haber hecho eso.
– Mírala, mírala si no es bella esa cinta de todos los
colores en el fondo albo, como el arco iris resaltando en el blanco de las
nubes.
11. Lo que hay
en el mundo
– ¿Ella misma te dio?
– Sí. Se desamarró su pelo y me dio esta cinta que yo
la he puesto en la bandera.
– ¿Cómo pudiste
prenderla?
– Está sujeta con espinas de pencas. Por eso me he
demorado, porque las espinas no querían entrar en la tela y se incrustaban en
mis manos.
– ¿Por qué has hecho eso? ¿Es una promesa?
– No Ignacio, es una despedida. Hoy me voy de Santiago
de chuco.
– ¿Adónde te vas?
– Muy lejos. Me voy muy lejos.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
– Yo tengo que ir a ver lo que hay en el mundo,
Ignacio. Tengo que conocer; tengo que dar la vuelta a todo. Y después regresar,
pero sabiendo qué es lo que hay afuera. Dorila es muy niña para ir conmigo. Y
yo soy muy joven para quedarme.
12. Es
cuando
– Ella, ¿sabe?
– No. Está esperando que hoy vuelva.
– ¿Sabes que anoche pidió permiso a mi madre y estuvo
rogando en la capilla para que no te ocurra nada malo?
– Creo que a partir de ahora si me quiere irá a rezar
más a la capilla cada día.
– ¿Dudas que te quiere?
– No. Pero, cuéntale Ignacio: Dile que mire dónde yo
he puesto la cinta de su cabello, en el blanco de la bandera que es como los
pétalos de una rosa o de una flor, y que en ello sepa cuánto yo la adoro y la
venero.
Dile que sólo la fuerza de su amor me hizo capaz de
llegar hasta la cima. ¿Alguien más lo hubiera podido hacer? Jamás. ¡Nunca!
¡Nadie!
Dile que ahora es cuando más necesito su ayuda, que me
acompañe con su cariño. Que me dé valor por los caminos.
13. Mi vida
se queda
Dile que yo resistiré hasta el final y venceré, así
muera en el intento, porque la llevo conmigo y la tendré siempre a mi lado.
Dile que llevo sus ojos en mi alma y con ellos cruzaré
barreras, precipicios, océanos.
Dile que no esté triste, que venga a la fiesta y que
vea en la bandera lo que es suyo y lo que es mío, juntos; reunidos y flameando
en lo alto.
Dile que yo ya no soy cuerpo. ¡Tú habrás visto! Mi
sangre hoy se ha derramado y ha caído. ¡En realidad he muerto!
Que si sigo vivo es por ella. Ahora soy viento y quizá
destino. Y entonces así, para siempre, estoy a su lado.
Dile que mire la bandera; que si ella flamea en lo
alto es porque las fuerzas me las dio ella. Dile que he salido vivo, pero de
otra manera y para siempre.
Dile todo eso, Ignacio, en mi nombre. Dile que me duele
en el alma dejarla. Y que mi vida se queda con ella.
14. Dile
todo eso
En ese momento se acerca un hombre que lo palmea
efusivo y fervoroso:
– Felicitaciones, muchacho. ¡Eres valiente! ¡Todo un
hombre! Yo, al ver el mástil tan alto creí que era imposible izar la bandera
este año. He apostado cien a uno a que nadie podía subirlo. He perdido dinero,
pero estoy contento. Da coraje saber que hay hombres intrépidos como tú en
nuestro pueblo. Ha valido la pena esperarte. Pero ahora vamos. Los pasajeros ya
están impacientes. Despídete ya. Para mí será un gusto llevarte hasta Trujillo.
Y se adelanta. El carro bufa encendido.
– ¡Adiós!
Abraza otra vez a su amigo a quien se le humedecen los
ojos y los sollozos ahogados sacuden su espalda.
– ¡Ignacio! ¡Dile todo eso a tu hermana!
15. El cielo
infinito
– Le diré, le diré.
– Dile, Ignacio, que si nunca vuelvo es porque nunca
me he ido.
Corre para alcanzar al vehículo y de un salto entra
por la puerta que luego se cierra. El ómnibus avanza a toda velocidad por la
calle empinada y desaparece al voltear una esquina.
El sol ya ha bajado y dora las paredes de las casas.
Hay gente que circula. Hay comercios que recién se abren.
Hay mujeres que vienen del mercado cargadas las
canastas de verduras y frutas. Niños que van camino a la escuela.
Más arriba de la torre del campanario y del reloj que
da las horas, más allá del vuelo de las palomas, en el fondo del cielo infinito
flamea la bandera, con una diminuta cinta de colores en el borde blanco.