martes, 21 de abril de 2015

UNA NOCHE EXTREMA EN LA IGLESIA DE CHIQUIÁN - POR AGUSTÍN ZÚÑIGA GAMARRA (ACUCHO)

 
UNA NOCHE EXTREMA EN LA IGLESIA DE CHIQUIÁN
Por Agustín Zúñiga Gamarra

En los pequeños pueblos del interior de nuestro Perú, las iglesias son ambientes henchidos de historias, entre las más usuales está  aquella que dice que fueron cementerios, pero sólo para ciertas personalidades destacadas de la localidad, y también para algunos párrocos, por eso sus almas dejaban sus ataúdes por las noches, para penar por las calles del pueblo, de ahí que muchos pobladores aseguran haber visto ingresar a la iglesia fantasmas con hábitos que les cubría hasta la cabeza, y se desplazaban con mucha rapidez casi como si no pisaran el suelo, prácticamente levitaban dejando en su recorrido olor a azufre.  También se dice que en ellas enterraban a niños  abortados por religiosas, o por jóvenes embarazadas por los párrocos. Sus pequeños espíritus se manifestaban en llantos tenebrosos, con gritos desgarradores de dolor, clamando ayuda, esos lamentos se oían saliendo desde dentro de la iglesia, por eso nuestras madres nos aconsejaban no caminar en la noche por la vereda en frente de la iglesia, sino alejarse de ellas.

Esas tétricas historias, encajaban en las inmensas construcciones, que eran las iglesias, de  paredes anchísimas, techos elevados, sin ventanas, con poco acceso de luz y aire. Un entorno favorable para que en las noches salieran a merodear a sus víctimas en vuelos rasantes y calculados los murciélagos. En sus paredes generalmente estaban los santos, para todas las ocasiones, los estelares tenían grutas especiales, vitrinas con candado, tal es el caso del Santo Sepulcro o de la Virgen María Dolorosa, estas imágenes tenían muchas joyas, regalos de fieles agradecidos por algún hecho milagroso.

No dejaban de haber confesionarios uno a cada lado del interior de la iglesia, el aroma era a flores de procesiones y velorios.  Ese era el ambiente de la iglesia de mi pueblo de Chiquián, una antigua construcción tal vez de inicios del siglo pasado, se mantenía erguida a pesar de los sismos. Cuando asistía a las misas, veía como  era su distribución, para qué servía cada cosa, al fondo casi pegado a la pared estaba el altar, donde el párroco hacía la misa dándole la espalda al público, ahí en cada lado estaban las imágenes de los patronos de Chiquián: Santa Rosa de Lima, y San Francisco de Asís, al centro la Eucaristía, y sobre ellos se mostraban adornos de yeso en color dorado de ángeles, que subían al cielo.
 

Cerca al altar, y a los costados habían 2 puertas de tamaño intermedio que daban a habitaciones de diferentes usos, el de la derecha entrando por la puerta principal, se utilizaba como sacristía, allí estaban las ropas del padre que se vestía según la ocasión, estolas, guantes, también estaban las que usaban los acólitos, blanco y negro o rojo para los menores, también habían utensilios, para acompañar la misa: el cáliz, agua, vino, campanillas, incienciarios, báculo, biblias, misales y otros. Este cuarto tenía internamente otra puerta, más grande que daba hacia un patio, que no se usaba para nada, podría haber sido jardín, pero estaba casi abandonado, sus paredes inmensas solo servían de tragaluz, y en el mes de mayo estaba copado de cebadilla y trébol. Usualmente paraba cerrada con  un candado y una piedra inmensa en la parte baja, como un seguro adicional.

Simétricamente en el lado izquierdo, también había otra habitación similar, incluso en tamaño, pero se usaba para guardar las estatuas de santos, y apóstoles que se sacaban en la Última Cena, entre ellas las de dos mujeres que tenían los brazos extendidos sujetando un plato, simbolizaban la atención en la mesa.

En la amplia nave, estaban las bancas que se distribuían en dos columnas, dejando por el centro un espacio para el tránsito en caso de fiesta, suficientemente amplia para cuando las autoridades ingresaran. Entre el altar y la puerta de entrada había unos 70 metros. En la pared del lado derecho, destacaba un pequeño altar hecho para el Santo Sepulcro, que siempre permanecía iluminado, y era Jesucristo echado, era inmenso y solo dejaba este reposo en la Semana Santa, cuando el Viernes Santo lo subían a la cruz y luego en la procesión de la madrugada del viernes. La puerta de la entrada de la iglesia, era inmensa de unos 4 a 5 metros de alto, por unos 3 de ancho, lo necesario como para que saliera e ingresara con comodidad las inmensas andas de las procesiones.

Encima de la puerta de entrada se erguía la torre donde se ubicaban las campanas, el campanario, de 3 niveles de torres, tenía 3 a 4 tipos  de campanas, la grande y más grave, y otros pequeñas más agudas. Para llegar a este campanario, se usaba una escalera que no era de pisos fijos, sino una común sencilla que se sujetaba al muro del segundo piso, con una soga, los usaban solo los especialistas, o el sacristán.

El templo no solía estar abierto por las noches, salvo las épocas de rezos que terminaban generalmente a las 7 de la noche, y se extendía a más cuando se estaba en los tiempos de cuaresma. La administración del templo corría a cuenta del sacristán, quien llegaba antes que todos y también era el último en salir, luego de cerciorarse que todo estaba cerrado.

En mis años de infancia, se llamaba don Julio, y vivía a la salida del pueblo, cerca de la hacienda de don Raúl Espejo en el bello paraje de Husgor, andaba siempre solo, callado, y rápido, sus llanques parecían patines en el hielo.

Esa añeja iglesia derrochaba alegría y elegancia en las fiestas  de agosto,  y también extrema tristeza y recogimiento en la Semana Santa. Los niños íbamos a las actividades religiosas acompañados de nuestras madres, cuando crecíamos como a los 10 a 12 años hacíamos actividades de preparación para la Primera Comunión dentro de ella.  El pueblo era muy creyente, y a los santos los consideraban muy milagrosos, particularmente a los patronos, Santa Rosa y San Francisco. Los niños, naturalmente, seguíamos ese mismo comportamiento, copiábamos todas las costumbres que veíamos.


Así, cuando tenía unos 7 años, corría el mes de mayo de 1962, casi las 5 pm, hora en la que leía mis favoritos cuentos del tesoro de la juventud, las fabulas de Esopo, o construía cosas siguiendo la sección juegos y pasatiempos. Habrían transcurrido casi una hora, la oscuridad ya se había iniciado, mi madre había estado en cama todo el día, se encontraba mal, cuando ocurría esto y alguien se enfermaba, venía Miguelina a apoyar  a la casa en todo lo que significaba la cocina y atención de la misma, era muy estricta y de tez muy blanca, le teníamos mucho miedo. Mientras realizaba mis actividades, noté que ingresaban más personas desconocidas al dormitorio, traían inmensos pañolones, con sombreros blancos y cinta negra, sólo dejaban ver sus ojos intrigantes.

Había notado que Miqui, entraba y salía del dormitorio con más frecuencia, me percaté que sus ojos pardos estaban rojos y cargados de lágrimas, concluí que algo andaba mal, o peor de lo que estaba, así que aprovechando las ocupaciones de Miqui, quien me había advertido no ingrese, me escabullí  y entré al dormitorio, allí dentro mis ojos vieron lo inimaginado y doloroso para un niño, ví a mi madre casi desfalleciente en los brazos de una señora, la curandera, que le pasaba paños humedecidos en un recipiente, por la frente y estómago, observé claramente que sus esfuerzos parecían infructuosos, miré el rostro de las otras tres señoras que la acompañaban, y en todas percibí que decían que todo estaba perdido.

Así que sin esperar más tiempo decidí ir a la iglesia y pedirle a Santa Rosita un milagro, curar a mi madre. Subido sobre una silla, alcancé a coger una vela del estante del comedor, corrí hacia la cocina y tomé los fósforos, y con eso en el bolsillo salí desesperado hacia la calle Comercio, rumbo a la iglesia, temía que estuviera cerrada. Me dio mucha alegría y alivio cuando vi que estaba abierta, sin perder tiempo y ni percatarme si había gente o no, avancé directo hacia la imagen de Santa Rosita, allá, en el otro extremo en  la parte alta del altar había iluminación eléctrica, tenue pero se veía lo necesario.

Cuando estuve a punto de prender la vela, todo se oscureció, del susto solté la vela y el fósforo, y en seguida se oyó fuerte que la puerta se cerraba, lancé un grito de desesperación mientras me levantaba del piso donde había caído al saltar sin ver nada, “Estoy aquí, no cierre, estoy aquí, no cierre”, pero mi voz estaba débil, mis lágrimas que no habían parado desde que salí de mi casa,  no me dejaron pronunciar con claridad, corrí por el pasadizo central, lo más rápido que pude, chocándome con las bancas, y llorando y balbuceando, alcancé la puerta, la inmensa puerta.

Atisbé por las ranuras, afuera sólo divisaba parte de la plaza de armas, las personas que pasaban de rato en rato, lo hacían lo más lejos de la iglesia, casi por el centro de la plaza, imposible que pudieran escuchar mi gritos y menos los puñetazos que con mi corta edad golpeaba la enorme puerta. Caí de rodillas, sentí que mis posibilidades de salir se esfumaban, luego me senté y lloré todo lo que pude, de pronto recordé la razón de mi visita a la iglesia, y reponiéndome, exclamé,  “Santa Rosita, estoy aquí, por mi madre, sánala, eso es todo lo que te pido”, repetí una y otra vez, con todas mis fuerzas, muchas veces. No sé cuánto tiempo habría transcurrido, hasta que retomé fuerzas  en lugar de abandonarme, reparé los lugares por donde podría salir, mis ojos comenzaron a ver los contornos de los objetos, de modo que podía caminar sin problemas.

Debe estar abierta la sacristía, pensé, por ahí podría salir a la calle o al menos mirar el cielo, no había otra posibilidad, era el único acceso hacia la luz y al aire libre. Caminé rápido, abrí sin esfuerzo la puerta de la sacristía, luego me aproximé a la puerta interna que daba a un corral, moví como pude la piedra grande, pero cuando jalé la puerta esta tenía un candado inmenso, asegurado. Frustrado y con el llanto casi oscurecedor, recordé la habitación simétrica, tal vez su puerta estaría abierta, pero cuando ingresé y avancé hacia la pared del frente, donde quedaría la puerta interna, sorteando las estatuas de los apóstoles, sentí que alguien me brindaba su brazo tocándome la cabeza, volteé con alegría, pensado que sería el padre, pero fue la sirvienta de la Ultima Cena, que tenía el brazo extendido. No pude llegar a la pared del frente, estaba repleto de objetos, estatuas, listones de madera rotas. El tiempo transcurrido aumentaba mi desesperación, y mis fuerzas desaparecían, menos mal que era tan niño que no sabía de las historias contadas de las iglesias. En mi mente sólo estaba el deseo de salir.


Nuevamente volví hacia la puerta principal, miré por los intersticios hacia la plaza y aunque veía que transitaban aún personas, muy esporádicamente, no podía avisarles. Entonces casi abandonado, apoyé mi cabeza sobre la puerta, y me puse a llorar en silencio. Caminé pegado a la pared como dando vueltas, casi cayéndome, me resistía a desfallecer y echarme, en eso sentí que me choqué con algo, lo palpé y noté que era la parte baja de una escalera, cuyos andamios eran palos delgados, recordé que era la escalera que llevaba al campanario por donde los ágiles campaneros subían a la torre.


Un soplo de salvación vino a mi mente, y me volvieron las fuerzas, palpé el segundo nivel, luego el tercero, comencé a avanzar, pero para dar el siguiente paso para el cuarto, me balanceé y perdí el equilibrio, caí al piso menos mal que un poco menos de un metro. Supe que no sería fácil avanzar en la oscuridad, pero si quería hacerlo debería tener mucho cuidado y mantener el equilibrio, así que comencé a subir nuevamente, con los brazos y pies más sincronizados, ni muy a la derecha ni muy a la izquierda, siempre por el centro,  me dio buen resultado en los primeros andamios, cuando estaba por la mitad casi pierdo el equilibrio, pero me pude recuperar, estaba ya a casi 2 metros de altura, de caerme habría sido letal, el susto pasó y conforme avanzaba hacia arriba, se iba aclarando mi visión de la escalera,  ingresaba algo de luz, pues la torre abierta, dejaba pasar un poco de iluminación, entonces me permitió observar que estaba llegando al extremo superior de la escalera, la que se aseguraba al piso de la torre, por sogas. Cuando agarré la soga me sujeté lo más que pude, ahora estaba seguro que así se diera vuelta la escalera no me caería, hice mi último esfuerzo, y logré subir el último peldaño, y alcancé el piso, me eché como pidiendo algo de descanso,  estaba a unos 4 metros sobre el suelo.


Con cuidado y viendo que la luz iluminaba el piso, llegué al centro de la torre desde donde pude ver toda la plaza de armas, estaba desolada, me puse muy contento, ahora podía gritar y llamar a alguien. No sabía de las horas transcurridas, había perdido el sentido del tiempo. Busqué piedras sobre las que me paré para sacar mi cabeza sobre el nivel del muro y poder gritar con más facilidad, mi metro de talla era muy poco para sobrepasar el muro.

Inquieto, miraba cada centímetro cuadrado del parque y no aparecía nadie, cuando mi desesperación comenzaba a crecer, noté que desde el sector de barrio arriba ingresó a la plaza una señora, ella, como las demás personas se fue caminando por el centro de la plaza, por la diagonal, y no por la vereda más próxima a la iglesia, en esa diagonal demoraría lo suficiente para escucharme, esta es mi única y última oportunidad, me dije, entonces grité con todas mis fuerzas, “señora, señora, ayúdeme”, dos a tres veces, en eso noté que ella quiso alejarse del sonido que salía de la iglesia, “una llamada de auxilio desde la iglesia, eso solamente hacen los fantasmas y aparecidos, o las almas en pena”, habría dicho.

Me desesperé cuando noté esa acción, mas en el único segundo que ella giró para mirar acia la iglesia, la identifiqué, es mi tía Amanda Chávez dije, ella vivía cerca de mi casa. Entonces jugándome la última carta le lancé el grito desesperado, “tía Amanda, tía Amanda, soy Acucho, soy Acucho”, repetí todas las veces que pude, hasta que frenó su alejamiento, entre dudando miró hacia la iglesia, y le grité con más seguridad, “soy acucho, tía, me han encerrado, ven tía, ven, ayúdame”. Ella al identificar mi voz, y que era su sobrino, un niño pequeño, y no un fantasma, se aproximó hasta cerca de la torre, y me dijo, “Acuchito, papachito lindo, no te desesperes, voy a buscar al sacristán para que te abra, ahorita vengo”.

Tan pronto se fue comenzaron a llegar unas personas, seguro que mi tía les contó, y venían a cerciorarse de este extraño hecho, yo arriba desesperado notaba que no venía el sacristán, unos decían que no lo habían encontrado en su casa de Husgor, otros me decían que bajara mediante la cuerdas de las campanas, y que luego me suelte para que me agarren abajo con un poncho extendido, no intenté, sin embargo otro, me dijo, “la única manera para obligar a que venga el sacristán es tocando la campana, trata de hacerlo Acuchito, utilizando el salto triple, como en el fútbol lo hace Arturito”. Mi tamaño no era lo suficiente para coger las cuerdas de las campanas con comodidad y hacer sonar, de modo que apilé unas piedras y parado sobre ellas casi de puntas como en el ballet, cogí la cuerda de una de ellas, la hice repicar, era la más pequeña, la más aguda. La gente de abajo me gritaba “otra vez, otra vez”, “no te rindas Acuchito, ya falta poco”. Hice lo posible, estaba completamente exhausto, ya no daba más, así que me senté apoyando mi espalda en la pared, y me desvanecí. Volví a la razón cuando me despertaron unos jóvenes en el campanario, había llegado el sacristán y ellos subieron a recuperarme del encierro involuntario, escuchaba que le reprendían al sacristán, que a decir verdad el responsable era yo,  bajamos, en seguida me llevaron a casa donde mi madre me esperaba muy recuperada. Nunca supe si fue un milagro de Santa Rosita o la habilidad de las curanderas...
 
LA PLUMA DEL VIENTO