EL DIBUJANTE Y LA CUEVA
Por Elmer Neyra Valverde
Luego de alistarse, eldibujante salió de su casa ni tan despacio ni tan apurado. Después de tragarse tres cuadras llegó al paradero cerca a emporios modernos que venden de todo y convocan aglomeraciones mayúsculas. Subió a un microbús pensando que avanzaría rápido. Al terminar el subidero de dos peldaños saludó con un chasqueante “bonyorno”, desde el fondo alguien contestó “bona yuca”. Y el pasajero, instalado en el pasillo, replicó “artimaña y buena cosa, se carga todo hasta la fosa”, algunos celebraron el reacomodo y un dicho popular fabricado por la inquieta mente del dibujador.
Al policlínico y por Villegas
Se fue al policlínico donde le dijeron que su análisis de sangre ya estaba listo, pero porque era más de las diez de la mañana, no quisieron darle una cita para comentarle los resultados y los riesgos latentes. Por ello se jugó la última posibilidad, se acercó al especialista, este se disculpó, pues su cartera de citados estaba repleta, pero le ofreció poderlo atender al día siguiente, temprano entre los primeros. Pensando en el retorno al día siguiente, se retiró e ingresó a un instituto donde se instruía en diseños y dibujos por computadora, a él le inquietaba enterarse del estilo de Armando Villegas, ese nativo de la Sierra Oriental de Áncash autoexiliado en la lujuriante Colombia.
El mencionado artista había captado la realidad y los sueños y uno de sus óleos, era el varoyoq redivivo de Andahuaylillas, admirado por el Sol andino. El instructor lo recibió con amabilidad y cruzaron saludos corteses, pero le advirtió que todas las computadoras estaban ocupadas.
Ante tal circunstancia negativa, el dibujante amasando pensamientos de autocompasión y achacando que sus santos protectores se hayan olvidado, bajó a trancazos por la larga y ancha escalera hacia la calle, desde el segundo piso donde buscó ayuda.
Grau y Arguedas
Se acordó que debía comprar telas para diseñar cubiertas de sofá y sillones, se fue atizando la posibilidad de buscar precios, colores, calidad. Qué mejor que dirigirse al Mercado Central, un tanto desempolvado y menos ambulantes; pues, con criterio desconcentrador, el gordito, jaranero, apicaronado alcalde Andrade desarticuló este hormiguero, al inventar tantos mercados centrales, cuantos conos adornan la abigarrada y amusarañada Lima. Por los cambios que ensayan los encargados del tránsito, en cada gestión que se acuerda de hacer algo por aliviarlo, se dio cuenta que, en el punto donde se hallaba, no había servicio público ydirecto de micros hacia el Mercado Central, salvo taxis. Una idea fulminante estalló en su cerebro: la posibilidad de conectar, a través de la avenida, que honra el nombre del Caballero de los mares hasta la arteria que se acuerda de un topónimo, cuyo poblado es el centro de protagonistas y acciones de los “Ríos profundos”de Arguedas. Simplificando hubiera dicho ir por “Grau”, en seguida por “Abancay”.
En efecto, así lo hizo y abordó un rápido que va por la carretera central.Tendría que dar vuelta por la plaza circular, que cobija el monumento del insigne marino que siempre mira pensativo hacia los mares y al Sur. Al cabo de muchos años, recorría y constataba que había cambiado la avenida, pero le satisfizo la rara fluidez del desplazamiento de los carros, en esta parte de la ciudad. También le agradó que le dejasen en el paradero conector, para irse por otra artería, pero en dirección de 900, respecto del itinerario anterior. Hasta se permitió decir “Abancaycito, Abancay/Huaura, Huacho, Chancay”; y lo último le hizo recordar, ya que en ese puerto, recortado entre olas dormidas y chacras de recios cañaverales y camotes, pudieron hundir al barco ‘Covadonga’, majadero por sus crueles incursiones a los puertos de la costa de un Perú saqueado y rentable.
Vio que un anciano, que subiera antes de él, reclamaba a un mozalbete un asiento preferencial ocupado por dicho reclamado, este con sus orejas taponadas por piecitas de metal, recibía posiblemente una cascada de música frenética, música también deseada por candidatos y candidatos llenos de sebo y de ofertas de pólvora de gallinazo. No le gustó que el jovenzuelo demorase en ceder el asiento; en respuesta, este hasta se atrevió a decir que adelante había un asiento desocupado. Pero con una altura casi inexistente que no permitiría flexionar las piernas. Insistió el longevo señalando la incomodidad desnuda y la disfuncionalidad del mentado “asiento”; felizmente, por la intervención de un caballero, pudo sentarse el viejito.
Con el vendedor de telas
Los paraderos son fijos, puntuales y la gente se va acostumbrando. Bajó al frente de la Biblioteca Pública, ese local que se quemó en uno de los años cuarenta del siglo XX, tanta tinta corrió, tanto interés por saber por qué, cómo las llamas devoraron lo que quedaba después del saqueo de los sureños. Sin embargo, sigue rondando el misterio que cubre el origen del siniestro, algunos dicen por tapar tantas ignominias de esa familia que parió dos presidentes y de gestiones dudosas y algo más condenables. Se acordó del padre con intereses en ambos países y recibiendo un honorario del agresor y…para remate, con una excusa increíble dejó su país al garete. Por fin se apeó y se fue a una tienda repleta de toda clase de telas, pidió presupuestos, pero le dijo que por el momento no compraría y se atrevió a pedir un descuento. El vendedor habló, entre otras cosas, que cada quien pensaba en sus propias conveniencias. “Cómo qué, para que me ilustres” le pidió. “Ah… hay muchos ejemplos y bastaría un caso. No es admisible ni imaginable, no obstante ocurrió así, fue en Ica, después del terremoto de Pisco 7.7 a un desventurado sobreviviente le asaltaron en su rancho detablillas y de mantas y se llevaron todo… lo dejaron sin nada de nada, eso es el colmo” terminó diciendo, el vendedor de sueños de colores y telas cautivantes, con muecas de disgusto y una sorda indignación.
Tierra de terremotos
Ofreciendo regresar cuanto antes, se retiró el diseñador; luego pasos adelante, lanzó una pregunta a un custodio policial, buscando por una oficina cercana del Banco de la Nación. “La más próxima está en la plaza mayor” –escuchó como respuesta– y allá enrumbó sus pasos, ese día en que el Sol se erguía como ascua, que calentaba más al subir más. En el camino se acordó que hace tiempo un profesor vecino le había contado que en el Colegio Guadalupe, con motivo del aplastante sismo del 70, que estropeó Áncash, con lodo, bloques de hielo y una dantesca desolación. Entonces el director, ese buen hombre, llamado Eleazar, reunió a todos los trabajadores en el salón de profesores y dijo que se iba a organizar una colecta de dineros, ropas, frazadas, medicinas y los docentes naturales del malhadado departamento, tenían una licencia de una semana para ir a su tierra y dar asistencia a los salvos o buscar los restos de sus deudos…Sin embargo, su amigo Jorge Díaz, como él aficionado al arte y a las letras, quien había trabajado en una universidad, precisamente en la facultad de educación le había contado un caso, paradójicamente distinto, pero de igual motivación.
Ocurrió el sismo de Pisco en 2007, él, el día 17 de agosto, asistió a la reunión de apertura, los docentes estaban en la biblioteca. El decano habló de los contenidos, evaluación y el uso de la tecnología de las computadoras y la informática, cada profesor tenía su clave o su ‘login’, para ingresar las notas de sus cursos… Díaz,como si él fuera de Ica, esperaba que el decano dijese algo sobre el sismo, no escuchó nada. Ante “tamaña omisión”-él pensó así-, se decidió preguntar cuál iba a ser la actitud de la facultad ante tantos compatriotas que necesitaran auxilio urgente de lo que fuere, con tal de mitigar sus carencias y desventuras. Simplemente, el jefe de la facultad, y con una mirada glacial, contestó que había una cuenta a nombre de la universidad y podían depositar los aportes en efectivo.
Oirá sobre la cueva
Faltaba, posiblemente media hora para las doce del día, el pintor ya pasaba delante de altas y numerosas rejas que escoltaban un edificio con un patio desnudo, como losa deportiva sin uso; al fondo, hombres uniformados, erectos como postes cercanos, brillando contra el Sol con uniformes de colores vivos y bien contrastados; pocos turistas con su caras pálidas rastrillaban sus flashes para captar esa escena irrepetible en otros lugares. Había ya pasado un portón de gruesas y altas varillas de metal, cuando en eso escucha: “cueva de mentiras”, voltea y se encuentra con un agente policial de servicio, quien se descosía de risa franca y saltarina, y le pregunta qué escuchó y el interrogadole espeta, “lo mismo que tú”, en eso alguien pasaba raudamente, y les dijo “no se preocupen, no es un secreto, siempre ha sido así”.