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   .Luis Pardo
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J.I.J.U.N.A
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Autor : José Diez Canseco
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I
.Tambo   de La Buena Mano. Llantenes chiquitos festonan los zócalos de paja y   barro que emanan úricos miasmas de chicheros. Tambo de La Buena Mano.   Damajuanas señoronas de preñados vientres y delgadas botellas   empolvadas. Anaqueles medio desnudos, y, entre un marco de madera negra,   un buque que naufraga en un mar tempestuoso. Encima de un ventano, el   escudo del Perú con banderas flamígeras. Vuela una sombra gigante de   mariposas nocturnas. En el tambo se alza un vaho lento de humazos   imposibles, y los ojos del propietario —Antonio Lang— se entreabren   cuando alza el vuelo un tanto enérgico y peruano: 
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— Jijuna...
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Alrededor   de una vasta mesa florecen ponchos bajo el candil de querosén. La  noche  se ha derramado, lo mismo que la chicha de Huarmey, por las  arenas  todavía calientes del sol costeño. Lejos, zumba el mar. Fuera  del tambo  relinchan caballos próceres. Pero alto, enhiesto, levantisco,   camorrista, un zaino se sacude el relente resonando el apero:
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— Jijuna... 
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La   voz no tiene una inflexión colérica. Modula cacha zafia y crudelísima.   De rato en rato, los gruesos vasos resuenan sobre el tablero de la  mesa  en brindis mudos. Las candelas de los cigarros agudizan las  aristas del  bronce cholo de los rostros. El chino Lang destapa la  cuarta botella de  chicha. Unas moscas rebullen sobre los restos de la  cena.
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Por   aquellos lares andaba don Santos. Era, don Santos, el dueño del zaino   pleitista. Zaino de paso llano y anca redonda, para asentar a la que   quiera arrunzarse con uno. Resuena el apero del potranco, con tintines   de plata. Allí, en la noche, las hebillas de las riendas, los cantos de   los estribos, relucen como los ojos húmedos del Cura. Cura, así se  llama  el potro, por irreverencia de don Santos y porque se lo hurtara  al  señor párroco de Casma. Y todavía tenía, el muy indino, la  insolencia de  pasear por la plaza del puerto a lomos del cuerpo del  delito. Cholo  bandolero de esas tierras, sin más ley que su pistola,  sin más amigo que  su potro. A él cantaba, en las lentas peregrinaciones  de los arenales,  las más mimosas coplas querendonas. Para su Cura eran  las rudas caricias  de sus manos asesinas y sus consejos de baquiano  sabihondo porque por  las patas del potro salvara muchas veces de tanto  gendarme sinvergüenza.  
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Se lo están contando:
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— Jijuna...
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Pues,   sí, era cierto. Fue después del almuerzo que el sub-prefecto le   ofreciera a don Ramón Santisteban, hacendado de muchas tierras de   sembrío y pastos. Don Ramón había desenfundado la pistola y roto unas   botellas.
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— Menos mal q’estaban vacidas... 
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Y después, contaba el chismoso, don Ramón había prometido: 
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—   ¡Cómo quisiera encontrármelo! ¡En la frente le meto su jazmín, mi   subprefecto! ¿Ha visto cómo tiro? ¡Y yo no teng’un pelo! ¡Lo adelanto!   Palabra, Autoridá...
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Era   en aquel tambo la charla chismosa. El amigo, compañero de  barrabasadas,  le confiaba a don Santos estas cosas. ¿Don Santos? Sí,  hombre, sí;  Santos Rivas, ése del incendio de Molino Grande; ése de la  muerte de don  Eustaquio Santisteban, el hermano de don Ramón; ese de  las quinientas  cabezas de ganado de la hacienda de Paso Grande; ése de  la mujer del  doctor Jiménez, después de la fiesta del 28; ése del tren a  Recuay; ése  del duelo con don Miguel Páucar y del festejo con tanta y  tanta botella  de pisco; ése de... ¿quién se va a acordar de todos esos  líos?
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El   mozo escuchaba en silencio. Con el rebozo del poncho se cubría apenas   el rostro duro y sólo los ojos sonreían. De rato en rato, pitaba su   “amarillo” y modulaba la sonrisa: 
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— Jijuna... 
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Cuando Cosme terminó el relato, apenas si sonrió Rivas: 
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— Ya l’encontraré algún día... Y solitos... En cuantito salga’e viaje, me avisas, ¿quieres?
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— Yaqu’ermano... 
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Y   como se hacía tarde se despidieron. El chino retiró las botellas y   vasos apuntando el precio. Los hombres se confundieron con la noche. De   pronto, una voz seca: 
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— ¿Cura?
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El potro respondió en su lengua. Montó don Santos, y ambos amigos, hombre y bruto, se metieron en las sombras.
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II 
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En   el parral, un chirote silbaba largo. El viento palomilleaba entre los   álamos altos, correteando sobre las vides que desparramaban su verdor   más allá de las bardas desiguales. Se mecían los pámpanos como una   marejadita de la rada de Huarmey. Estaba alegre la madrugada, pero ya   cansaba esta cuesta que Santos Rivas hacía sobre el Cura, acortando la   distancia; tres leguas en hora y cuarto... Guapo el Cura para arrancar   arriba. Arriba...
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Arriba   esperaba la china Griselda Santisteban. Y, claro, el Cura apresuraba  el  paso trepando por el valle hacia el casal de la hacienda donde la  china  vivía. ¿Estaría fuera? A lo mejor arrancó también para la sierra   acompañando al cholo bruto de su padre. Don Ramón no gustaba de estos   líos y por ello ofreciera “su jazmín” para don Santos. Ese hombre fue   quien tendió a su hermano y ahora le enamoraba a la hija. ¡Barajo y baso   q’era sinvergüenza el mozo! Pero mejor estaba así, llevándose a su   chinita para la sierra porque él ya estaba viejo.Santos, en cambio, era   más joven y por muy trejo que uno juera, el otro tenía más vista y la   mano más pronta.
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Santos   comenzó a silbar con impaciencia. El Cura apresuró el paso hasta  llegar  a la ranchería de la hacienda que, a esa hora, se alumbraba a  querosén.  
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La   ranchería —paredes rojizas, estrellas mugrientas de los faroles en las   esquinas, tambos con bullas a la sordina y un eco de guitarra—  aparecía  medio dormida. Lejos, pero bien lejos, dos quenas cantaban  tristezas  peruanas. Y el chirote bandido seguía el silbo largo,  saltando entre el  follaje que apenas susurraba como quitasueños de 28  de julio. 
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La   noche todavía estaba enterita. Ni estrellas ni luna. El río ladraba   lejos. Los cerros devolvían los foscos insultos de perros panfletarios.   Una lechuza comenzó a despedirse de la noche con el estribillo   consabido, y don Santos se santiguó bajo el poncho, por si acaso.
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¿Estaría Griselda? ¡Claro que estaba! Allí, en el caserón suntuoso, la lumbre de su cuarto avisaba tranquila su presencia.
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— Amos, Cura, amor juerte... 
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Pasó el portalón tuerto y arrumbó a la casa. Al pie del ventanuco largó un silbo mochuelo. La otra contestó asomada: 
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— Chino... 
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— Vine pa’despedirme, vidita... Como te vas pa la sierra...
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— Yo, no. Mi’apá que se va pa Huacho... 
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— ¿A Huacho? ¿Cuándo? 
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— Mañana, en la mañanita... 
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—   Yo también, mi vida... Me llev’una repunta’eganao... Doscientas   cabecitas y un torazo grande... ¡Ja, ja! Pa regresar pronto vidita...   ¿No bajas?
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— No puedo. Mi’apá me pilla si abajo... 
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— Sonsa... 
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—   Endeveras... Mira que l’otra noche casisito nos pesca... Y v’a a ser  un  lío si nos encuentra juntos...Rivas palanganeó una sonrisa: 
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— ¿Endeveras? ¿Lío? ¿Endeveras que tu’apá mi’ase lío? 
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La china hizo una guaragua de ternura: 
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— Mira, Santos, con mi’apá no vas a ser guapo, ¿no?.. 
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—   Sonsa... ¿Guapo? Con naides soy yo guapo, vidita... Un instante se   retiró la moza del ventano. Murió la luz. El Cura se sintió libre del   jinete que fue hasta el portalón. Chirrió el postigo y, destocándose el   pajizo, el tarambana se perdió en la sombra casera. Y, hembra y mozo,  se  dieron los “buenos días” con las húmedas bocas temblorosas. 
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Parece   que el sinvergüenza salió como dos horas después. El Cura se repuso  con  la gramilla del patio. El cielo se despejó un poco y comenzó el día  por  encima del Huascarán lejano. Al despedirse acanelaron las voces  con  criolla sandunga:
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— Ta’ pronto, Chino... 
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— Ta’ pronto, vidita... 
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III 
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¡Cholo   fresco! A don Eustaquio Santisteban lo tendió de un tiro cuando la   feria de Huayanca, y ahora venía a enamorar a la sobrina, a la hija del   hermano. Pero quién sabe por qué encono consigo mismo, Rivas se sentía   casi buena persona a la vera de la moza que le alocaba con la ternura  de  sus ojos rasgados, con el aroma de sus trenzas, con sus manitas   adornadas con piochas de plata y turquesas del norte. ¿Cómo fue que fue?   ¡Sabe Dios! Acaso las cosas comenzaron por los tonderos bailados una   tarde, sin conocerse, después de la procesión del Sábado de Gloria. La   chicha hizo el resto, inspirando a Santos Rivas el floreo picante que la   otra no rehuyó sino que, muy por el contrario, agradeció con la mejor   de sus sonrisas. Y ya por la noche, cuando la guitarra comenzó con los   tristes esos: 
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Papel de seda tuviera
Plumita de oro comprara
Palomitay...
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Ya la muchacha enrojecía de tal guisa, que la señora Cárdenas atortoló la papada mantecona: 
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— Pichoncita... 
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Y   pichoncita mansa fue para el gavilán arrogante que puso pavor en todo   el valle del Santa, por las tierras lindas de Ancash, con sólo el tino   de su pistola y la perspicacia de su ojo infalible. Pichoncita mansa,   sí, pichoncita serrana, más dulce que todas las hembras, con ese mimo   del arrullo, del abandonado querer que no resiste, de los silencios   pequeños que en estas hembras peruanas son la joya más preciada, porque   callan y miran. Y allá por los valles, cuando la luna apunta por la   cordillera inmensa, cuando la calandria chola comienza el variado trino,   ese silencio y esos ojos enloquecen hasta a los limeños mastuerzos. Y   el mejor de los dúos —brisa y ave—encuentra vida en las pupilas  humildes  de las chinas mimosas del Perú.
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Lastima   no más que tuviera que irse. Porque claro que se iba. ¿No aprovechar  el  viaje del padre, de ese don Ramón que se había atrevido a ofrecerle   jazmines?.. No, se iba tras él, a Huacho, para hacerle ver que tiritos   no se meten, así no más, a los hombres. Se iba para decirle que, hombre  a  hombre, muy gallo tenía que ser el tipo que le pisara el poncho.  Cosme  también se lo había avisado al regreso:
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— Mañana, en la mañanita, don Ramón sale a las tres pa Huacho... 
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— Gracias hermano, pero ya lo sabía. 
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— Y tú, ¿te vas? 
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Rivas no respondió. Encendió un «amarillo» y murmuró apenas: 
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— Jijuna... 
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IV
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De   trecho en trecho, los postes del telégrafo. Recién se les adivina en  el  medio claror de la madrugada. Las lomaditas ya estaban peladas, con   unas cuantas matas de grama que crecen porque sí. Las arenas comenzaban  a  invadirlo todo, aventadas por los vientos primeros del otoño, y de  rato  en rato, fulguraba una salina perdida. Igual y rítmico, el  cuádruple  paso trotón de unos caballos. Las siluetas se perfilaban  envueltas en  los ponchos, como unas carpitas que los pajizos remataban.  Eran don  Ramón Santisteban y su paje. Los hombres marchaban en  silencio,  atisbando la lejanía, porque los encuentros feos son  frecuentes en esta  tierra. 
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Andaban.   En Huacho tendría que feriar ganado y volverse unos días después con  el  cinturón bien gordo de billetes. Eso sí, pedirían campaña al cuartel   del cuerpo rural, porque setecientas libras no se las pueden alzar así   como así. Don Ramón apresuraba el paso. Una vaga desazón, esa cosa   indefinible que se siente en los desiertos peruanos cuando se les   atraviesa de noche; ese cantar de las paca-pacas que, por muy templado   que uno sea, siempre molesta; ese zumbar del viento que no tiene   barreras y que se desgarra en los tunales o en los hilos del telégrafo,   todo eso fastidia. Y, más todavía, cuando se ha soltado la lengua a   propósito de Santos Rivas, la cosa se empeora, porque el tipo ése no   entra en vainas. ¡Culpa de la chicha, por los clavos! 
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Porque   él, claro está, no iba a entenderse con ese hombre. El se habría   vengado haciéndole pegar cuatro garrotazos por los peones de su   hacienda, y el cuerpo habría ido a parar a cualquier acequia que le   cubriese de lodo. Después... ¡cualquier cosa! A él, ricachón y con esos   peones, ¿quién le iba a decir un cristo? Entonces, ¿por qué habló? Esos   tragos demás, caramba, esos tragos... 
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Iban   en silencio. Los pajes saben que siempre que un viajero habla tiene   miedo. Por muy baquiano que uno sea, si habla en el desierto, es porque   siente que algo se descompone. Algo que no se sabe qué es, pero que se   siente. Miedo a esa tremenda soledad, al despeche de la bestia, a  quedar  desmontado por culpa del maldito calor que raja los cascos de  las mulas  más bravas, de los potros más recios, si se tiene a mano un  poto de  aceite. 
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Las   anchas rodajas de las espuelas tintineaban en los estribos de cajón.  El  pellón sampedrano daba calor ya, y, bajo el poncho, las manos se   agarrotaban, una sobre las riendas, otra sobre la cacha fría de la   pistola que, poco a poco, iba tomando el calor de esa mano. ¡Qué vaina!   ¿Cuántas horas faltarían? Ya aclaraban las tintas de la noche con  lindos  colores cholos. Morado, rojo, verde, oro purito, como un poncho  que  tendieran desde la Cordillera Blanca, cuya nieve fulguraba  extrañamente.  Y de pronto, uno, dos, tres, cuatro cóndores pasaron  zumbando su vuelo  destemplado. Ya era día. Dentro de una horita se  vendría el sol íntegro,  y eso consuela. Pero antes que el sol se vino  un eco raro:
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— ¿Qué jué?
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— No sé, taita. 
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¡De   fijo que era el bandido! ¿Quién, si no, iba a galopar sobre sus  huellas  a las cuatro de la mañana? Y él no podía volver la cara —¡eso  nunca!—  para mirar quién le seguía: 
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— Mira, a ver... 
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El paje endureció los ojos bajo el faldón del pajizo. Medio cerró un ojo y sentenció después: 
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— Don Santitos, patrón... 
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— ¿Por aónde? 
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— Por cinco hondas, lo muy menos, patrón...
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¿Diez   cuadras? No importaba. Todavía podía apresurar el paso hasta la Cruz  de  Yerbateros y eso era ya distinto. Pero el galope proseguía igual,   reventando la cincha de la bestia, clavadas de fijo las roncadoras en la   panza del bruto: 
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— ¡Qué modo de reventar bestias!.. ¿Y ahora? 
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— Cuatro hondas, taita... 
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—¡Ah,   barajo y paso! ¡Que venga, sí que venga! ¡Que sepa ese canalla quién  es  don Ramón Santisteban! ¡Lo adelantaba, por diosito que lo  adelantaba! 
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— ¿Y ahora?
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— Tres, no más, tres... 
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El   galope se adelgazó un poco. Seguro era un respiro para el caballo.  Pero  el paso llano apresurado no interrumpía su son igual. Ya no  galopaba,  pero siempre le iba a alcanzar.
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— Pica un poco. 
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— Mejor corremos, patrón, mejor... 
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Las   dos bestias torcieron los hocicos con las riendas tensas. Ahora, alta   ya la mañana, la figura del jinete se hacía nítida. Venía en el Cura,   con su clásico poncho amarillo y rojo. El jipijapa tenía alta la falda,   delantera por el viento que empujaba para el norte, descubriendo el   rostro duro y burlón de don Santitos. El potro levantaba las arenas con   el rotundo paso farolero. Venía con la cabeza alta, sacudiendo las   crines, cubriendo el pecho de su amo que se inclinaba sobre la cruz   evitando el aire. 
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— ¿Y ahora? 
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— Cerquita, no más... 
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Don   Ramón no titubeó: bajo el poncho desenfundó la pistola y la tiró a la   arena. Santos Rivas no atacaba a un hombre desarmado. Pero el mozo, al   pasar, advirtió el pavón de la Colt reluciendo de negro sobre la arena   de oro. Sin desmontar, apoyado en el estribo, recogió del suelo el arma  y  de un golpe se puso a la vera del hacendado: 
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— Mira, pues, don Ramón, se le cayó el canario. 
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Y con la diestra desnuda, fiera diestra de bandido, alcanzó al señorón el arma inútil. 
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Y con el inmenso desprecio de los guapos, volvió grupas y arrumbó al norte. 
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Se   fue solo, solito, como los trejos, sin volver la cara como cuando pasa   una mujer bagre, sin temer un tiro atrasado, ondeando el poncho como  una  bandera de valentía; no había de castigar en un cobarde la  insolencia.  Regresó aflojando el paso del Cura, que meneaba la cabeza  jugando con  las riendas. Allá volvió, hacia el valle de sus hazañas, en  donde le  esperaba el mismo zandunguero de su china, el respeto de los  guapos, la  admiración del mujerío. Se fue así, alto y rotundo,  sonriendo bajo el  rebozo del poncho terciado sobre los hombros fuertes:  
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— Jijuna...
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 . Luis Pardo - Foto: Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
PRÓLOGO DE JIJUNA
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 Por José Diez Canseco
Lima, 06 OCT 1904 / Lima 4 MAR 1945
....   Yo estaba, en 1931, aislado en la legación del Brasil, gentilísimo   hospedaje de Vasco Laitao de Cunha, y conmigo estaba José Leguía Swayne,   hijo del ex presidente del “nefasto” oncenio, ambos perseguidos por la   zoocracia sanchezcerrista. Pepe Leguía me relató el episodio de la  vida  de Luis Pardo, el famoso bandido norteño , relato absolutamente   histórico; mas no queriendo yo dar el nombre del bandido, homónimo de un   distinguido político civilista, porque temía la suspicacia de la gente   que habría visto una injustificada agresión de mi parte, inventé a   Santos Rivas y con este nombre y con ese episodio escribí mi “Jijuna”.
Mis   amigos, mis compañeros de letras, todos me hablaron unánimemente mal  de  ese cuento. Lo menos que me dijeron fue que yo había plagiado   escandalosamente a Ventura García Calderón, por quien mi admiración ha   sido y es superlativa, que el cuento parecía un “parte policial”, que   era un mal argumento de cinema y no recuerdo cuántas cosas más.
Yo,   desconfiando de mi capacidad de escritor, fui un día a almorzar a casa   de Alberto Ostria Gutiérrez, ministro de Bolivia en el Perú y  fraternal  amigo, cuyo juicio literario, por ser él el gran escritor que  es, tuve  siempre en gran estima, y leí ante él y ante Jorge O´Connor  d´Arlach mi  “Jijuna”. Ambos se entusiasmaron y tan sincero vi el  entusiasmo que, a  pesar de lo que me decían los otros, lo publiqué.  Nadie por su puesto,  se dio cuenta de que yo había publicado aquella  estampa.
Alentar…  Desde entonces y hasta este momento, en que la  suerte y mi esfuerzo me  han dado una situación preponderante en la  literatura y en el periodismo  de mi país, no he hecho otra cosa que  alentar a quienes comienzan  porque conozco el dolor que es escribir.
- Eso no sirve… Haga otra cosa…
Aquello   que no servía, que era un plagio, un “parte policial” y un cursi   argumento de cinema, me llevaba después a algo extraordinario entre los   escritores peruanos: ninguno que yo sepa ha ganado un concurso entre   trece mil aspirantes y tres mil escritores seleccionados, honor que sí   me enorgullece no contribuye en nada a mi vanidad que, por otra parte,   creo no tener.
Pues bien: Felipe Cossío me pidió aquel cuento   para ilustrarlo, lo que no llegó a hacer nunca porque tuvo que viajar   rápidamente a Buenos Aires, llevándose el original de mi cuento. Le dije   entonces que viera el modo de colocarlo en una revista para  conseguirme  una colaboración. Cossío del Pomar, -un pintor que según  los pintores  debe escribir y un escritor que según los escritores debe  pintar-, vio  el concurso en “La Prensa” y envió los originales de  “Jijuna”.  Naturalmente, yo no sabía nada.
Pasaron los días,  ignorando yo la  suerte del cuento, y una mañana recibí en mi correo una  carta del  pintor viajero, quien me felicitaba por el triunfo y me  pedía que  bebiese un “cocktail” a su salud. Me bebí varios porque jamás  necesite  pretexto para ello, pero me dije:
- ¡Claro! Este no tiene costumbre de frecuentar el dry martini y esta carta es la consecuencia de esa abstención…
Mas   subiendo una tarde de la Plaza de la Concordia hacia la Magdalena, en   Paris, pasé delante de la oficina de “La Prensa”, en la rue Royale.   Allí, en la última vitrina, mi cuento y mi nombre y mi retrato y… ¡la   alegría más grande que yo había tenido! No, estoy seguro: no fue   vanidad. Fue una emoción distinta, algo así como la ternura y una   profunda gratitud a la “Prensa”, a Cossío, a Buenos Aires y hasta al   presidente de la república, cuyo nombre naturalmente he olvidado.   Desaladamente eché a correr por el boulevard de la Madeleine pero… no   tenía a quien contar este triunfo. No recuerdo bien, pero creo que fue   en la terraza del Viel en donde se me humedecieron los ojos tontamente y   pedí un Whisky triple, allá estaba, con mi gloria pequeñita, mi  alegría  inmensa y solo, y a una “poule” que en una mesa cercana a la  mía,  contemplaba cómo bebía el whisky, la llamé para invitarla y  contarla:
- ¿Vous savez? Je viens de gagner le concours literaire de “La Prensa”, a Buenos Aires… ¿Quelle chance, n`est-ce pas?...
Ella sonrió y volvióse a su amiga:
- ¡Le blagueur!...
Trascripción literal por: Armando Alvarado Balarezo (Nalo )





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Plaza de Armas de Chiquián - Foto NAB .