viernes, 29 de abril de 2011

29 DE ABRIL: DÍA MUNDIAL DE LA DANZA - PLAN LECTOR: ALA CON ALA - POR DANILO SÁNCHEZ LIHÓN

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CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA

Construcción y forja de la utopía andina


EN ABRIL CAE LA SEMILLA
A TIERRA FECUNDA,

POR ESO
HA VUELTO A LA PACHA MAMA

CARLOS EDUARDO ZAVALETA



GUARDAN SILENCIO LOS JILGUEROS E INCLINAN SU FRENTE LAS CLAVELES


PEREGRINACIÓN
A LA TIERRA DE VALLEJO


ENTRE EL 27 Y 29 DE MAYO EN SANTIAGO DE CHUCO


SÁBADO 30 DE ABRIL, 2011 MAGNO EVENTO EN LURÍN:

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IV FESTIVAL VALLEJO EN EL PATIO Y LAS AULAS

INSTITUCIÓN EDUCATIVA JOSÉ FAUSTINO SÁNCHEZ CARRIÓN


Jr. Castilla. Cuadra 5, s/n. Lurín

REALIZA UN TALLER DE ARTE

Inscripciones para participación:
Prof. Segundo Vara: 994-836-801
Teléfonos Capulí: 420-3343 y 420-3860

planlector@hotmail.com


CALENDARIO
DE EFEMÉRIDES:

29 DE ABRIL


DÍA
MUNDIAL DE LA DANZA


PLAN LECTOR
PLIEGOS DE LECTURA

ALA CON ALA


Por Danilo Sánchez Lihón

1. Un aire secretamente altivo

Los maestros integrantes de la orquesta de cuerdas empiezan a llegar a la sala de la casa cuando soy llamado por mi padre para tocar la batería.

Los instrumentos hace días que se afinaban y los ensayos se han hecho continuos para una velada literario-musical, organizada por los planteles educativos.

– Esta noche viene al ensayo el hacendado de Tulpo, –informa mi padre.

Hemos interpretado ya algunas piezas cuando llega un señor alto y jovial, de ademanes desenvueltos, de barba y bigotes castaños, de hablar fuerte y risueño.

Saluda a mi padre con cariño y a todos les tiende la mano, poniendo sobre la mesa una botella de pisco "del bueno", "para abrigarnos", dice con una amplia sonrisa.

Junto a él han ingresado dos niñas, casi señoritas, que permanecen de pie y a quienes yo nunca he visto antes. Tienen un aire secretamente altivo, de rasgos hermosos por la firmeza de sus gestos y lo profundo de sus ojos.


2. Crepitación de latidos

Mientras el hacendado ya en su asiento ríe y sirve, alargando sus rodillas y estirando sus brazos, expresa:

– Estas son mis hijas, don Pascual. Veremos si acompasan en el baile.

Tienen ambas un gran parecido, pero la mayor posee una belleza acaramelada, ojos vivaces y rasgos muy definidos. La menor de grandes ojos negros. Y el color capulí en su rostro es de un brillo tornasolado.

Después de los brindis, mi padre dirigiendo una mirada a la orquesta indica:

– Vírgenes del sol.


Marcando el compás con un leve movimiento de cabeza y hundiendo luego su brazo para levantar el arco del violín, da la orden de empezar.

Unos bordones profundos de guitarra, de mandolinas y violines resuenen en la sala. Yo, con el bombo, sigo los acordes del fox incaico que, como una crepitación de latidos, desciende hasta los abismos y luego se eleva hasta los picachos más empinados.


3. Notas que yo jamás había escuchado

Las dos muchachas salen hacia adelante, haciendo primero una honda inflexión y luego siguiendo la danza con un compás libre y ungido a la vez.

Avanzan con una actitud agraciada y ceremonial; con una faja de arco iris que cogen con una mano y, en la otra, un pañuelo que agitan en el aire.

Ambas tienen faldas negras con flecos de colores, cosidos a los bordes. Sus pantorrillas, al hacer los giros, se ven límpidas y perfectas.

Es tan hermoso el ritual, los pasos, los movimientos de sus brazos y el revuelo de sus faldas, que su padre las mira orgulloso.

Alzando su vaso en silencio el señor brinda con los maestros-músicos que tocando siguen la escena.

Todos están sorprendidos, fascinados, arrancando de sus instrumentos notas que antes yo jamás he escuchado.

A mi padre muy pocos hechos y asuntos llegan a satisfacerle plenamente. Cuando algo verdaderamente le conmueve, abstrae su mirada hacia el cielo raso de la sala, sin dejar de tocar y sin decir una sola palabra.


4. Se afinan las mandolinas

Pero, yo le conozco bien, cuando algo le hace gozar muy en lo recóndito de su alma: se le acentúa un haz de arruguitas en torno a las sienes, que es para mí su sonrisa íntima, señal de que ocurre algo extraordinario dentro de él.

En dichos momentos la mirada se le va a las nubes, como si estuviese en un espacio y en un tiempo inalcanzable.

Esta vez cuando termina la pieza hay un silencio de arrobamiento.

– Bailan precioso las niñas, –se atreve a decir don Panchito Miñano, rompiendo el encantamiento.

– Nunca había sentido tan bella esta danza –acota, con la dulzura en sus ojos, y visiblemente entusiasmado, don Luchito Donet, que abraza a su mandolina.

Mientras los maestros se sirven y afinan otra vez sus mandolinas y guitarras, las dos hermanas han tomado asiento con los rostros arrebolados y siempre con el embrujo de sus ojos de ensueño mirando a lo alto.

Es hermosa la altivez de ambas, como vicuñas que erguidas otean el horizonte desde las cumbres intactas.


5. Sobre los abismos

– ¡La pampa y la puna!

Dice con énfasis mi padre. Noto en su voz una inusitada agitación, rara dentro de su talante calmado y severo. ¡Tan inusitado es en él que deje trasparentar una emoción!

Nuevamente los instrumentos arremeten con fuerza, pero esta vez con una cadencia y profundidad que oprime el pecho. Desde la batería yo comprendo que todos somos arrollados por las aguas de un río turbulento y recóndito, por un destino solemne e inextricable.

Otra vez las hermanas avanzan al centro, bailando con un compás de mujeres que afrontan su designio; enlazándose y separándose con el ritmo de sus pasos.

Envolviendo la faja en sus cinturas, colgándola levemente en el extremo de sus hombros, juntando con ella sus caderas y dando ágiles vueltas, como si sortearan peligrosos remolinos.

Son dos flores y espigas de luces y colores primorosos pendiendo sobre los abismos.

– ¡Maravilloso! –musita esta vez don Julio Geldres, distendiendo su gesto adusto y retraído y a quien hasta ahora nunca lo había oído decir "ésta boca es mía".


6. Loco y hechizado

– ¡Viva el Perú, carajo! –Se exalta con toda justeza el hacendado–. ¡Es grandioso nuestro pueblo! ¡Es único! –voltea a decirme convencido.

A mi padre se le han puesto los ojos como unos manantiales. Cuando para la música, al recibir su copa, la levanta verticalmente y vacía el licor directo a su garganta haciendo un ruido áspero y pleno.

Nunca lo había visto hacer eso. Pasa el puño por los labios mientras ordena:

– India bella.

Trinan las mandolinas. Se hacen elevaciones y descensos en los diapasones de las guitarras. Los dedos vibran en las cuerdas de los violines, ¡y yo atrueno en el redoblante y en los platillos!
Me he puesto casi de pie para golpear el pedal del bombo, tamborilear hasta con los dedos de mis manos en el redoblante. Golpeo la madera de los aros de la tarola hasta con los codos.

Y con el envés de las baquetas hago volar los platillos, extrayendo sonidos de clarines y en otros momentos vagidos susurrantes.

Definitivamente estoy loco y hechizado.


7. Mirar tan hondo a la vida

La faja que ahora ellas levantan en el aire es de mil colores. Y las hermanas la cogen en lo alto, con las dos manos. Se empinan alzándola más arriba de sus cabezas. Ora dan saltos en fuga, ora son lentos y maternales; a ratos con la cabeza erguida, a ratos profundamente inclinadas hacia sus senos y vientres.

¿De qué oquedades aflora esa gracia y ese genio bravío? ¿Cómo es posible que surja repentina tanta belleza absolutamente perfecta?

He podido mirar en ese momento tan hondo a la vida, sentir su pulso y su talle. Y estos rostros de almendra, como frutos supremos de nuestros árboles, de nuestros campos y de nuestras peñas, ¿cómo es que han brotado?

¿Y al fondo, detrás, al infinito, el cielo que vuelve a crearse en una conflagración de ventarrones, truenos y arcos iris?

– ¿Este chico es su hijo, don Pascual? ¡Qué bien marca el compás y hace maravillas con la batería! ¡Es de oro puro, oiga usted!


8. Sus latidos con mis latidos

Eso dice el hacendado con un talante cordial y transparente, mirándome orgulloso.

Es ese instante que siento como un fulminante esos ojos negros y lentos de la hija menor, que atraviesan mi pobre corazón totalmente inerme.

Desprevenido e ignorante yo de que pudieran haber relámpagos más intensos y enceguecedores que los que caen en las tempestades de febrero y de marzo.

– ¡El cóndor pasa! ¡El cóndor pasa!

Clama literalmente, esta vez sí obsesionado, mi padre.

Todos los instrumentos juntos se elevan como un viento huracanado, y ellas entonces sólo son alas y pañuelos en el firmamento, más allá de las paredes estremecidas de la sala de mi casa y más allá del cielo infinito.

He podido morir en ese vendaval, porque se pierde la tierra bajo mis pies. Todo se vuelve eternidad y el instante se convierte en una torcaza envuelta en miles de colores, que baila rozando sus alas con mis alas, sus latidos fundiéndose con mis latidos, su destino con mi destino, en el espacio infinito y en el relámpago crucial.


9. Bajo la bóveda sideral

Cuando termina la música estamos exhaustos. Un silencio imponente nos embarga, pasmado más aún por el estallido de los instrumentos que han cesado tajantes.

Solo los rostros de las hermanas permanecen fulgurantes y diáfanos.

Y los ojos de la menor detenidos para siempre dentro de mis ojos, como si hubiera un misterio que me perteneciera desde el principio y el final del tiempo.
Los maestros tienen aún la mirada arrobada y húmeda de emoción cuando alzando nuevamente las copas el hacendado dice gravemente:

– ¡Brindemos!... ¡Por el Perú!

– ¡Por el Perú eterno! –dicen todos a una voz.

Terminados los saludos de despedida, el padre y sus hijas, que se echan unos pañolones a sus hombros, salen al frío y a la oscuridad de la calle empedrada bajo la bóveda sideral.


10. Encontré esos ojos

Esta noche al irme a dormir, me sorprendo encontrarme vivo. Me lacera tanta felicidad. Siento ser dueño de algo inconmensurable que jamás he soñado ni imaginado que existiera en el mundo. Es una emoción profunda, mezcla de hondo dolor y de un gozo sin límites.

Aún escucho en mis tímpanos los sonidos agudos de los violines y el ritmo de esos pasos como cruzando precipicios. Como si la ternura se atreviera a retar y vencer lo aciago de la vida, del destino y de la muerte.

Hoy amaneció radiante y he salido a mirar largamente los balcones de recios balaustres de la casa grande y vetusta que tiene la hacienda Tulpo en el pueblo de Santiago de Chuco.

Varias veces paso delante de sus ventanales y cuando me decido a regresar, al voltear la esquina y alzar la mirada, en uno de ellos encuentro esos ojos negros en ese rostro encantado.

Es ella, envuelta en un pañolón verde oscuro que hacen su frente y sus mejillas más encendidas todavía, con un mechón de su cabello que cae hacia un costado.


11. Nunca acaban, ni con el fin del mundo

– ¡Hola! –digo, ahogándome.

– ¡Hola! –contesta sonriente. Y después de unos segundos interminables pregunta–. ¿Cómo estás?

– Bien. Y tú, ¿siempre vienes a Santiago de Chuco?

– Siempre. Pero mañana ya nos vamos.

– ¿Y volverán pronto por aquí?

– Ya no. Y a mí me da pena. –Y se queda en silencio mirándome. Y yo mirando no sé qué, quizá lo simple y fatal.

Hay vértigos y precipicios en que el ave venturosa del destino aletea sobre nuestras cabezas, pero no tiene dónde posarte, porque debajo hay un torrente incontenible que todo lo envuelve y sepulta.

Sobre ellos se erigen soplos, alientos, temblores o quietudes que son una eternidad, de una lentitud inacabable en la tarde silente y lluviosa.

O miradas que nunca acaban, ni con el fin del mundo.


12. Mi largo e inabarcable camino

Esta noche hasta altas horas de la madrugada está encendida mi lámpara. Y he escrito una carta de amor ferviente y exaltado. Cada detalle que veo o sonido que escucho a esta hora, es nítido y sublime.

Tengo ganas de despertar y abrazar a todos, de ser bueno y generoso con la crisálida que a esa hora se posa en el vidrio de mi ventana, con la herida en la pared que deja ver el adobe carcomido.

Ser bueno con el gusano que horada la madera de la mesa donde escribo, con las estrellas de la noche hacia donde me asomo tratando de entender algo de la inmensidad del universo.

He vislumbrado lo bello y lo cierto. Sus ojos son mi largo e inabarcable camino. Su rebozo y su falda son mi abrigo bienhechor y mi defensa perfecta.

Hoy día es sábado y a mediodía salimos del colegio por la calle del campanario. Nos hemos detenido a conversar un grupo de amigos en esta esquina de la Plaza de Armas, frente al local del Municipio.

– ¡Mira, es la camioneta del hacendado de Tulpo! –dice Octavio.


13. El relámpago atroz y lento

Disimulo como puedo mi sobresalto.

– Está viajando con sus hijas a Estados Unidos, ¿sabes? No quiere que estudien aquí. –Acota Tito.

El vehículo se detiene frente al correo. Baja el hacendado y con pasos largos entra a la oficina.

¡Luego baja ella y avanza a la vereda que contornea la plaza! Y, pronto, la sigue la hermana mayor.

– ¡Mira! ¡Qué bonitas son! –Dice Isidro embelesado.

– Parecen vicuñas. –Acota tímidamente César.

Visten casacas y faldas ceñidas y unos pañuelos de colores intensos se mecen en sus cuellos.

Pronto vuelve el padre introduciendo en sus bolsillos unos papeles. Arranca el motor de la camioneta y antes que ella entre por última vez el relámpago atroz y lento de esos ojos negros se eternizan para siempre en mis ojos.


14. Manantiales prontos a desbordar

– ¡Oye, has visto cómo te ha mirado hasta aquí esa chiquilla! Acaso, ¿te conoce?

Yo me despido casi sin hablar, por el nudo que me oprime la garganta.

Al subir hacia mi casa avanzando por la esquina del Convento me encuentro con Alberto quien me pidió que le escribiera una carta de amor para Estela, de quien está enamorado. Ahora otra vez me insiste.

– ¿Y, por qué crees que yo podré escribirla? –interrogo abstraído y aún mirando las aguas feroces y turbulentas de ese río que es el destino.

– Porque tú eres poeta pues.

– Mira. –Le digo, para que no siga hablando–. Aquí está, ya la tengo hecha.

– ¡Ya ves! –Y, asombrado pregunta– Y, ¿desde cuándo la tenías escrita?

No le respondo por los manantiales prontos a desbordar en que se han convertido mis ojos.


15. Todo el temblor de mis latidos

Días después me habla:

– Gracias hermanito. Tu carta ha sido decisiva y ya la convenció. Pero primero me ha preguntado si yo la había escrito y le he dicho: ¿Y quién más puede sentir tanto amor y cariño como yo hacia ti? ¡Bueno!, me contestó, si tu cariño es así entonces te acepto. Ahí sentí que el cielo se me abría grande y luminoso y mi pensamiento corrió hacia a ti, poeta, para agradecerte por haberme escrito esa carta.

Alberto y Estela con el tiempo se casaron en Santiago de Chuco y formaron un lindo hogar. Me hicieron padrino de su primer hijo y ella me preguntó un día:

– ¿Alberto escribía en el Colegio? ¡Porque fue con una carta que conservo cómo él me conquistó! Esa carta la releo siempre. ¡Qué hermosa es! ¿Quieres leerla?

– No, Estela. –Le dije–. ¡No!

– ¿Por qué? –Me acosa mirándome a los ojos–. ¿Esa carta es tuya, no es cierto? ¿Para quién la escribiste?

Ella sabe, por lo menos, que esa carta estuvo en el bolsillo de mi pecho, donde la tuve guardada.

Debe ella haber sentido que se agita en ella aún el desvelo de mi corazón y todo el temblor de mis latidos.

Texto que puede ser reproducido citando autor y fuente

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