martes, 21 de septiembre de 2010

PAISAJE DEL MES DE SEPTIEMBRE - PLAN LECTOR: "ALUMBRA LA LUNA ESTA NOCHE" - POR DANILO SÁNCHEZ LIHÓN

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INSTITUTO DEL LIBRO Y LA LECTURA, INLEC DEL PERÚ,


Y CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA


PLAN LECTOR


PAISAJE DEL MES DE SEPTIEMBRE



PLIEGOS DE LECTURA

ALUMBRA LA LUNA ESTA NOCHE




Por Danilo Sánchez Lihón



"En esta noche rara
que tanto me has mirado"
César Vallejo

1. Su túnica azulada

En septiembre la luna repentina emerge por la cumbre de los cerros, inmensa y plena, de una blancura fantasmal que todo lo asusta, estremece y sumerge en hondo misterio, quizás por lo tupidas e intrincadas que han sido hasta hace unos instantes las sombras.

Y nosotros dos sentados primero a oscuras en la escalera que sube de la cocina al mirador, en donde está la boca del terrado, y habiendo estado hablando de difuntos, guardamos profundo y ungido silencio.

La luna ya desenreda su túnica azulada que se quedó hace un momento atrapada en las ramas de los eucaliptos y boga ahora imponente en el cielo sereno.

Se posa primero con su luz nívea en el borde del tejado y de allí baja hacia el piso de tierra, alumbra las silletas y luego, poco a poco, va subiendo por el fogón ya apagado.

Trepa a la hornilla de fierro, deja nítida la leña a medio encender y sube iluminando las paredes de cercha donde están colgadas las ollas quietas en sus clavos.


2. El piído de algún gorrión

Se desliza ya por tu falda de bobos con greca, y guirnaldas verde amarillas sobre el raso blanco de lino. Y por mis pies desamparados.

Después va subiendo por nuestros brazos que se azoran con su resplandor blanquecino.

Tú, alzando tu rostro encantado, y mirando más allá de los aleros, los pilares y cumbreras de los techos, exclamas:

– ¡Qué clara alumbra la luna esta noche!

Y siento cómo tu cuerpo, levemente estremecido, hace temblar el travesaño en el cual estamos sentados.

Mientras, la luna boga sigilosa entre las nubes, ladra un perro en la hondonada, se oye un rebuzno lejano y el piído de algún gorrión en la enramada.

Sin pensarlo se buscan nuestras manos y se quedan enlazadas. Primero, una posada encima de la otra, haciendo un techo sobre otro techo, una colina sobre otra colina, una casa sobre otra casa.


3. Una absorta en la otra

Entonces, se precipitan a chorros cataratas de tu sangre y mi sangre suicidas, traspasándose por los bordes y las orillas de las dos manos en un fragor desbocado.

Luego se voltean para quedar palma con palma. Tu mano más pequeña que la mía, doblegada suavemente dentro de mi puño que la aprieta suavemente. Y allí se quedan, la tuya como una paloma malherida.

Y pareciera que se duermen ala con ala, vientre con vientre, boca con boca.

Luego se extienden horizontales y quedan otra vez una frente a la otra exactamente, coincidiendo, yema con yema.

Se buscan y encuentran. Hacen un eje acorazonado en el centro y giran. Y se agitan hasta la extinción de sus alientos.

Pronto la mía se aleja y la tuya se abraza hundiendo su pecho lo más profundamente que puede.

Y tus dedos se clavan desesperados volteándose hasta el dorso. Y se quedan las dos, bebiéndose juntas, una absorta en la otra; ambas extasiadas.


4. Solo asombro y estupor

La luna ha girado tanto que solo se ve afuera desvaída en los tejados. Y otra vez nos han envuelto las sombras.

Tu mano voltea hacia arriba como una copa o flor que ofrece sus corolas y sus pétalos. Y mi mano voltea hacia abajo para entrelazarse con la tuya.

Todo para que ahora me rodeen desde lejos, eternas e insomnes veladoras de mis sueños.

– ¿Tienes miedo? –Pregunto.

– No, contigo. ¿Y tú?

– Solo asombro y estupor.

– ¿De qué?

– Acerca de lo que la vida y el mundo es. Y no es.

– Yo también.

–Pero, ¡no llores!


5. Como las sienes de las adolescentes

Septiembre es el mes de las convalecencias en que nos dejan los vientos, los fríos y las heladas del mes de agosto.

O los dolores de vientre por alguna mala comida de los santos y cumpleaños de tantas Rosas y Rositas que hay en nuestro pueblo.

Y que se celebran y festejan cada treinta de agosto, tanto y en tantas casas que estallan en el cielo cohetes como en la fiesta del Patrón Santiago.

Por eso, ¿di, mamá?, iba yo a traer de los campos la higuerilla roja-azulada.

Porque hay otras que no sanan, como la blanca que no tiene poder ante tanto quebranto, desmayo y sufrimiento.

La virtuosa y misericorde es la de hojas sarmentosas como manos abiertas, nudosas y tiernas.

Y de hojas aureoladas como las sienes de las adolescentes avergonzadas.

Y que tú untas de manteca caliente, o de sebo extraído de relleno de chancho.


6. Es malo llorar

Y, como cataplasma, –¡chas!, ¡chas!– dejas caer con manos certeras en el vientre de la enferma.

Encima la cubres con un paño blanco y luego la arropas.

¡Si venían de tus manos, cómo no iban a curar, madre!

En las lentas mejorías el rostro de la gente que sufre es dulce y sus miradas mansas y piadosas.

Ayudarlas a pararse de la cama, sostenerlas nuevamente haciendo que caminen es amparar desde su principio otra vez la vida incipiente.

Yo siempre he estado a tu lado en esos oficios llorosos, madre, porque tus ojos enternecidos eran dos manantiales cargados que en cualquier momento parecían desbordar. Y por eso te decían:

– Es malo llorar delante de los cuyes, niña, porque se acaban.

Yo me sonrío de ser un recurso casero, solo por consolarte a escondidas las mujeres de la casa.

Y te agradecen con una mirada de bondad infinita el que le hayas sanado al hijo o hija, al hermano o hermana tierna.


7. Su canto lastimero

Pero, madre, detrás del solar de aquella casa en donde aquella niña muriera, voy a contarte algo que aquel día pasó.

Y recién lo cuento porque papá ya está muerto, porque quien debió habértelo contado es él. Pero no quiso hacerlo.

Hay allí un patio abandonado, desde donde se eleva un inmenso y añoso ciprés.

Esa tarde, antes que llegara a nuestros oídos el alarido de las mujeres ya aferradas al cadáver de su ser querido, que en ese momento recién acababa de fenecer, escuchamos aquello. Te diré.

Estaba con papá limpiando el hollín de la chimenea, de pie sobre la cumbrera. Yo sujetaba un recipiente y él rascaba el tubo con una vara donde estaba clavado un tarro donde se depositaba la hulla y las limallas.

La tarde era límpida y serena.

Cuando de un modo imprevisto vino a posarse delante de nosotros, te cuento ahora, la paca-paca agorera y desde ahí lanzó su canto lastimero, en dirección de no sabíamos qué casa.


8. Ninguna piedra cayó arrojada

Papá permaneció estático, escuchando atentamente con el rostro conmovido.

Fue un silbo atroz, por hondo y afilado.

El canto de la paca-paca mojaba con su rocío de muerte los tejados, las paredes y las malvas. Y fue cuando la casa se llenó de conversaciones. Era un bullicio la sala, el comedor, el dormitorio. ¿Por qué? Como si en ella hubiera un convivio o una asamblea. Pero, ¿de quiénes? ¿Si todos estábamos afuera?

Lo raro es que nadie más de los vecinos escuchó nada.

Sólo papá y yo.

Porque nadie se sobresaltó, ningún vecino salió a espantar al ave de mal agüero.

Ninguna piedra cayó lanzada desde un corredor o ventana, arrojada por una mano aterrorizada.

– ¡Es la muerte! –Dijiste, entonces, papá. –Es la muerte que está allí parada.

Y entornaste los ojos como no queriendo ver. Y al abrirlos y volver a mirar repetiste:


9. También me hirió, pero de otro modo

– ¡Es la muerte!

– ¿Porqué dices eso?

Protesté. Y me abracé a él. Cuando otra vez volvió a oírse el canto como un puñal que se hunde, dejamos todas las herramientas en el techo y bajamos.

Descolgó su mandolina y se puso a tocar una música ineluctable, antes jamás escuchada.

Y se quedó con los ojos empozados y detenidos en un sitio que no era ni de este mundo ni de ningún otro.

Y allí se oyeron en seguida el llanto de los deudos y el correr de la gente por la calle.

A partir de entonces papá cambió. Aquel ser fuerte e indoblegable se volvió trémulo.

Solo unas veces más lo encontré con esa mirada empozada en la lejanía. Hasta que él murió.

La muerte también aquella tarde me hirió a mí, pero de otro modo.


10. Y, ahora, ¿qué te apena?

Han pasado muchos años. Ahora yo regreso a la casa abandonada.

Aquí está la cocina. Solo quedan rastros del fogón y la hornilla. Arriba siempre el terrado impávido.

Tanto he recorrido el mundo. ¡Tanto he arriesgado y sigo arriesgando la vida por los senderos! ¡Hay tantos caminos hendidos bajo mis pies fugitivos!

Y ahora estoy nuevamente a oscuras, en el mismo travesaño de la escalera donde hace muchos años estuve contigo.

Aparece la luna en el horizonte y otra vez estás aquí, con la misma falda de bobos y grecas y de flores verde amarillas sobre el raso blanco de lino.

Aunque mis zapatos sean otros. Y aunque mi corazón esté lleno de heridas.


– Pero el candor y la inocencia son las mismas. Por eso te he esperado.

Y me extiendes otra vez tus manos sensitivas.

– Y, ahora, ¿qué te apena? –Inquieres.


11. A decirte eso he venido

– ¡Lo que no hemos vivido ni viviremos jamás! –Digo.

Todo ello, ¿dónde se queda?

¿Hay un paraje, un reino, una mansión en donde se refugian y esconden nuestras vidas posibles?

¿Pena allí aquello que no fuimos? ¡Esto es lo que más nos hace morir. ¡Y ello es más muerte que cualquier otra muerte!

Mirar sin poder entrar. Salvo desde un umbral, o desde una puerta a medio cerrar, ver las vidas que no las tuvimos.

¡Y todo, solo y quizá, por una ligera brizna que se cruzó en el camino!

¡Aquel ser con quien estaba deparado tener los hijos que no tuvimos!

¡No cruzó la calle ni fue al sitio donde debíamos conocernos!

¡O nosotros mismos no fuimos donde ella nos esperaba solo por un leve soplo de viento!

Ese lugar de lo no vivido es donde mi alma velará eternamente afligida.

A decirte eso he venido.


12. Han elevado sus corolas

La luna ha enredado en el perfil de los cerros todo el encaje de su vestido de plata. Y el sigilo duerme entre los árboles apacibles.

Mientras, tus ojos y mis ojos se miran por primera vez, quietos y ensimismados.

– ¡Adiós!

– Espera. Lleva esta mandolina que permanece aquí desolada. Es de tu padre.

– Y, ¿sus cuerdas?

– Están rotas, pero dentro de ella hay música que tú debes desentrañarla. Llévala.

– ¡La tendré perenne conmigo!

– Y siempre que vengas yo estaré aquí esperándote.

Y desaparece al tiempo que musito:

– Me bastaría, amor, tu rastro que permanecerá ya eternamente en esta casa.

Los nardos y las azucenas han elevado a lo alto del cielo sereno sus corolas.

Y ya amanece.


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