sábado, 21 de abril de 2018

MOLIENDO CAFÉ EN CHIQUIÁN - POR JAVIER EUGENIO CERRATE NÚÑEZ "PUNCUPA SURIN"


 
MOLIENDO CAFÉ EN CHIQUIÁN

Por Javier Eugenio Cerrate Núñez "Puncupa Surin"

Dedicado con mucho cariño a mi hermano Marcelo Cerrate

Hace rato que empezó a llover, las gotas de lluvia caen cantarinas y presagian un largo aguacero, el monocorde ruido de las gotas al golpear sobre las viejas calaminas, saben producirnos un adormecimiento de los músculos y la conciencia, con el interminable tin,tin,tin,….tac,tac,tac, pero el frío serrano mantiene nuestros cuerpos alertas, a lo lejos el restallido de los truenos, precedidos por la luz de los relámpagos nos avisan que será para largo su letanía.

Abuelita, doña Emiliana, ya retomó su hábil quehacer, que había interrumpido por un sonoro trueno cercano, seguido de un “¡…. Santa Bárbara doncella, líbranos de esta centella!....” dicho con recogimiento por ella.
    
– Hijito, tú que todavía tienes buenos ojos, ven y ayúdame a escoger el café.
    
– Bueno “mamá” –contesté con alegría, sabía del valor de la futura recompensa.

A lo lejos se siente una guitarra, que se impone a la ahora armónica cadencia de la lluvia, mientras llegan lejanas a mis oídos unas entrecortadas voces entonando una cerril tonada, de las que sólo adivino las letras; al poco rato el aroma del café que tuesta “mamá” invade mi alma, nadie sabe como ella el secreto del mejor torrado. No puedo con mi ansiedad y me acerco a la mesa donde el aroma es más intenso, pues un tenue vapor se alza todavía del plato, donde se están enfriando los aromáticos granos, sin empacho alargo mi brazo y tomo algunos de ellos aun calientes, mientras sacudo mi mano para no quemarme; se van enfriando, no tardo nada en masticarlos y sentir su sabor agridulce y placentero, mientras mi dulce abuela, mi madre, ya está preparando el molinillo de antiquísima procedencia, que al igual que ella permanece firme y servicial todavía, sin sentir todavía el paso de los años. Procedo a molerlos ante su atenta mirada.

Sin decir palabra ella sigue con el ritual tantas veces por mí observado, limpia con atención la cafetera, pone la cantidad exacta en la cámara de filtrado y vierte luego el bullente líquido; al poco rato nos sentamos a la mesa, saca un pedazo de queso y algunas “cemitas”. Sirve ceremoniosamente el agua hirviente, en las albas tazas, de formas armoniosas que hoy todavía rememoro con nostalgia al ver parecidas formas. Luego agregamos el café recién filtrado y bebemos en silencio, remitiéndonos a lo más profundo de nuestro agasajado espíritu.
 

A lo lejos restalla un trueno y nos devuelve a nuestra cotidiana realidad, el embrujo de la taza de café ya pasó, ahora tenemos que seguir con nuestras vidas. La lluvia ruge todavía y el suelo se vuelve un lodazal, y tengo que subir a Purampún.       

El fuerte aguacero me acompaña durante un largo trayecto, mi sombrero de pana se torna cada vez más pesado, mientras mi grueso poncho de lana empieza a ser un estorbo,  eso no impide que mis pasos sean ágiles y de trancos largos. Todo cuesta arriba llego al bosque de eucaliptos de don Crisólogo Ramírez, en muy breve tiempo, pero si bien dejó de llover, las sombras ya se multiplican, lo que por ahora no me preocupa, sigo subiendo por el serpenteante y fangoso camino de la escarpada ladera. Sin resbalar ni una sola vez llego a las chacras de las Lincarnas, donde es una meseta; casi a la carrera llego a Rucustana, donde la papa crece y da con lujuria. La noche ha caído y el resplandor de la ciudad alumbra el camino, cruzo rápidamente la acequia que baja de Putu, subo hacia la casa y allí enciendo un lindo fuego; me saco la ropa mojada y preparo unos cuayes, los que acompañaré con el pedazo de queso que guardé el día anterior, tengo ya la cena resuelta, la noche será larga y con sobresaltos, pero no tengo ni una pizca de miedo, la vieja carabina Winchester, de truculenta procedencia me acompaña, por si las moscas, no vaya a ser que los ladrones de papas me subestimen. 

Me quedo dormido al calor del rescoldo, el cansancio hace también lo suyo; a eso de las tres de la mañana me despierta el aullido de un zorro y el viento frío que baja de la cordillera que se cuela por los resquicios de las viejas paredes de adobe de la casita. Siento la urgencia de salir a orinar, mientras lo hago miro la chacra cuidada y veo o creo ver unas sombras que se mueven; entro a la casa, prendo la linterna y busco mis petardos guardados; tomo un leño aun ardiendo y enciendo la mecha de uno de ellos, la explosión retumba en la lóbrega abra, enciendo otro y lo tiro lejos, miro hacía la chacra y las sombras ni se mosquean, no me queda más remedio que tomar mi vieja carabina y ver qué ocurre, cruzo la acequia sin poder evitar pisar un charco, confundiéndolo en la oscuridad con una laja, no puedo evitar mis exabruptos, me acerco con cautela a la pirca de piedras que rodea la chacra, subo sobre ella y aguzo la vista: efectivamente hay tres bultos que se mueven entre las matas de papas, …. Las están cosechando, ¿Qué hago? Apronto mi arma y salto sobre una mata de acolchado pasto, los bultos se sobresaltan pero al instante se apaciguan y siguen con su tarea, son mis tres viejos burros que como siempre se las ingenian para causarme problemas, se han tomado el trabajo de encontrar un punto débil en el cerco, por donde entrar para comer unas cebadillas turgentes, a la vera de la acequia.  Ya la aurora se viene anunciando, y el nuevo día está por llegar.


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