martes, 4 de julio de 2017

MAESTRO TARAPAQUEÑO ANATOLIO CALDERÓN PARDO - EN EL DÍA DE SU ONOMÁSTICO - POR ARMANDO ALVARADO BALAREZO (NALO)

 
 
CHIQUIÁN: 
 
CLUB ATLÉTICO TARAPACÁ

Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

El lunes 27 de noviembre de 1939 se fundó bajo el ala entusiasta de un grupo de jóvenes chiquianos: el CLUB ATLÉTICO TARAPACÁ, nombre que simboliza el valor de un heroico puñado de soldados peruanos que lograron la más célebre hazaña militar en bien de la Patria. Aquel día Chiquián renovó su espíritu deportivo para continuar irradiando su calidad futbolística a lo largo y ancho de Áncash y Huánuco.

Esta pléyade de talentosos jugadores, benefactores, dirigentes e hinchas, que hicieron posible su nacimiento, fueron: (en orden alfabético): Abel, Alberto, Alejandro, Anatolio, Antonio, Apolinario, Arcadio, Armando, Artidoro, Arturo, Belisario, Benjamín, Bonifacio, Calixto, Carlos, César, Crisólogo, Daniel, Elías, Ernesto, Eusebio, Félix, Felipe, Germán, Gregorio, Gudberto, Hernán, Hortencio, Jacobo, Jorge, José, Juan, Icha, Leonidas, Luis, Magno, Manuel, Mario, Mateo, Moisés, Oscar, Pedro, Perico, Raúl, Rómulo, Rubén, Segundo, Sulpicio, Teobaldo, Teófilo, Víctor, Virgilio y William, entre otros paisanos que pusieron la primera piedra (Fuente: Armando Alvarado Montoro).

Aquellos pioneros jugaban como buenos hermanos, sin falsos egos, envidias, desavenencias banales ni pregones de éxitos fugaces. No había “macheteros”, tampoco “cirujanos canilleros”, sólo los impulsaba compartir una pelota en la cancha, durante 90 minutos de sagacidad, picardía y sudor, para el deleite del público asistente.

Si bien es cierto que su brillante historia está jalonada de décadas cosechando copas y gallardetes, dentro y fuera de Bolognesi; también es cierto que los primeros años no fueron nada fáciles para ellos, pues tenían que darle forma y consistencia al equipo. Además, los adversarios de talento, humanidad y gran entrega que tuvieron, fueron forjados en el calor de la misma fragua deportiva.

Doy una mirada al pasado y recuerdo aquellos años de finales de década de los 50 e inicios de los 60, donde se yerguen las figuras señeras de cuatro jugadores excepcionales que dejaron huella imborrable en el piso de cascajo del estadio de Jircán:

GUDBERTO IBARRA LOZANO (GUDBI)

De intachable capacidad defensiva como zaguero de altura, e impresionante fortaleza en el marcaje zonal, confianza en el repliegue, gallardía y gran sentido de anticipación. Salida clara, frontal y precisa. Jugador de gravitante personalidad, garra y entrega total. De excelente visión de juego e imparable shot gracias a la rudeza sobrenatural de su pie derecho que parecía ser de concreto armado. 

Un caballero a carta cabal con los delanteros oponentes. Un formidable maestro en la escuela y en la cancha, por su importante cometido en el aula y con los chimpunes. Sin lugar a dudas el mejor baluarte defensivo que vieron mis ojos en Chiquián. Limpio y silencioso en el juego elevado, a media altura y al ras del piso. Culminaba el partido con la camiseta impecable y todos los cabellos en su sitio, con su imponente estampa de actor de cine Azteca. El estadio de Jircán debería llevar con sumo orgullo el bendito nombre del noble zaguero de Quihuillán.

Cada vez que Gudbi se ponía tras el balón para ejecutar un penal con la cabeza levantada, el arquero prefería ponerse a buen recaudo para evitar ser desfondado por el proyectil de cuero del "francotirador". Ni qué decir de los tiros libres, pues la barrera, resignada a su suerte, se ponía de espaldas con las barbilla lo más pegada posible al manubrio del esternón; de ahí que, por precaución, antes de seguir con la crónica amable lector, apártese un poco más de la pantalla o puede caerle un misil de Gudbi, que juega un partido de final de campeonato en el cielo, con sus compañeros del Tarapacá.

ANATOLIO CALDERÓN PARDO (ANACHO)

Buen toque, fuerza y coraje como buen descendiente del legendario Luis Pardo. Habilidad y férrea pegada, inteligencia de gran nivel, marca, puntería, atento al juego y jugador versátil que podía desempeñarse en cualquier lugar de la cancha. Hizo goles de magnífica factura con su temible cabezazo de sobrepique. 
 
Pieza clave en el equipo, de rápida definición dentro del área. Considerado una pesadilla por los contendores de turno. Más de uno imploró a Papalindo y a Santa Rosita para que no llegue a tiempo al terreno de juego. Al respecto, comentan, que los hinchas más acérrimos de un equipo contrario, dejándose llevar por una “volada”, no chaccharon para enterrar la cabalística bola de coca en el arco tarapaqueño. La emoción por el dato obtenido en el mercado de abastos fue tan grande que también se olvidaron del sapo y los grillos, y perdieron por goleada, porque el artillero Anacho hizo su entrada triunfal en el segundo tiempo bajo los acordes de Silverio.

A juicio del respetado comentarista chiquiano Facundo Ramírez, Anacho fue un jugador orquesta en todos los sectores del campo. Dominaba el balón con la elegancia de un albino alfil y la capacidad de entrega de un morocho peón. Es decir, una máquina humana del fútbol, en el mejor sentido de la palabra.  
 
“Servía el balón en bandeja, haciendo que sus compañeros nos luciéramos en el área chica. En los pases cortos y largos nadie más generoso que Anacho, siempre emulando a los pioneros del juego colectivo. Todas sus Jugadas eran de alta ingeniería”, decía mi padre.

GUDBERTO GUTIÉRREZ QUIROZ (BLAKAMAN)

Portero elástico que tapaba más que sotana de gigante en cuerpo de pigmeo. De manos ágiles, fuertes y seguras que no necesitaban guantes, elemento de uso corriente en la actualidad. Infranqueable guardameta, de impresionantes reflejos y nervios de acero en los penales, siempre emulando al formidable guardavallas del equipo cervecero y de la Selección Nacional, don Rafael Asca Palomino, llamado con justicia alguna vez “El mejor arquero del Planeta” por sus vuelos espectaculares y sus atajadas con una sola mano. Don Rafael, nacido en Magdalena del Mar el 24 de octubre de 1924, acaba de celebrar 92 años de vida.

“Rápido para resolver en los momentos cruciales del partido. Bien parado bajo el travesaño, tan acróbata como Tarzán entre los palos. Un felino de Matara en los despejes aéreos con sus puños de lloque”, así recuerda la performance de Blakaman, el chiquiano más querido de todos los tiempos: Papi Rivera Anzualdo.

“Más imbatible que huevo duro”, a criterio de un trejo cocinero del baratillo. “Más seguro que cuncu de piedra”, a pauta de un picapedrero de Lirioguencha. “Blakaman se jugaba la vida en cada partido. No he vuelto a ver en nuestro medio un arquero tan comprometido con su equipo”, subraya con el mayor desprendimiento chiquiano un veterano delantero del Sport Jaimes.

Magistral en los saques olímpicos, la dirección y la colocación de los defensas en los tiros libres. Blakaman patentó una nueva forma de contribuir en el juego, siendo el primer arquero chiquiano en abandonar su área para meter un gol de media cancha. Sus salvadas venerables influyeron sobremanera en las generaciones venideras de porteros, resultando también determinantes para lograr empates honrosos frente a rivales superpesados.

Su gran sentido de anticipación evitó goles cantados en coro por las trémulas tribunas, manteniendo su valla invicta durante centenas de minutos del cuadrangular. Todo un record provincial, de un nacido para ser portero genial, con una voz de mando sin igual. Una tranquilidad de monasterio otorgaba a la zaga albiverde con sus increíbles atajadas; por eso y mucho más, fue pieza irremplazable en tres quinquenios seguidos, siendo considerado por los fanáticos que aún quedan: el mejor arquero de la historia chiquiana en la mitad del siglo XX.

“Mientras en estadios moscovitas “La Araña Negra” (Lev Ivanóvich Yashin) defendía su portería de fierro con sus “ocho brazos”, en Chiquián lo hacía “Blakaman” (Gudberto Gutiérrez Quiroz) en el canchón de Jircán, atrapando la pelota a vuelo de huinchus, acariciando con sus cabellos el trepidante larguero de eucalipto. Ningún arquero chiquiano fue tan diestro con los pies como Blakaman, sobre todo en el corte de jugadas peligrosas dentro y fuera del área, motivando un fulminante contraataque. Al igual que su contemporáneo Yashin, Blakaman solía estudiar lápiz y papel en mano a cada goleador oponente, para evitarse sorpresas de último segundo, sabedor que un acierto te puede convertir en héroe, pero un error te envía a las frías galeras del olvido con los chimpunes al hombro, porque el puesto de guardameta es el más ingrato de todos, generalmente postergado en los triunfos y los empates, pero condenado a la horca en la derrotas”. Repetía mi padre enternecido hasta las lágrimas al calor de las tertulias jubilares de noviembre con mi hermano Felipe.

ARTURO BARRENECHEA NÚÑEZ (PAPASECA)

Cintura de goma, canillas eléctricas en el juego de candela, de velocidad envidiable, saltos con impulso y cuarto, y amagues que dejaba birolo al rival, "lo ha hipnotizado shay", era el comentario en las tribunas de piedra, champa y tierra. 
 
Los potreros de la familia chiquiana Barrenechea Núñez fueron la engreída superficie de entrenamiento del pequeño pelotero hacedor de goles de punta, empeine, rodilla, taquito y metatarso, matizando los entretiempos con lecturas bíblicas bajo un coposo aliso, y recorriendo con la mirada las curvas peligrosas de la revista Playboy en los plácidos caminos de Chururo.

Vivaz en los cambios de ritmo, habilidoso, inquieto e imparable en el dribling, un definidor cabal, un hacedor de estragos en la defensa rival como notable caudillo tarapaqueño. A muchos dejó sentados en el piso con sus quicas modelo pinquichida, siempre haciendo de las suyas con su risa cachacienta para sacar de quicio al contrincante de turno. ¡¡¡AURASILO!!! (ahora sí) era el grito desgarrador femenino que manaba volcánico de la barra oponente cada vez que corría como huayco arrasador hacia el arco.

Ser humano que fuera del estadio alegraba a sus amigos con su chispa innata, se consagró en el Rosas Pampa de Huaraz con un gol de palomita torcaza casi de media cancha, que todos vieron menos el árbitro que ya había sido aceitado con su caliche y su chancay de yapa.

Contaba mi papá Armando, que Arturito, llamado así por sus íntimos, fue cedido en calidad de préstamo sin cargo alguno a un equipo chiquiano para enfrentar como centro atacante a la poderosa defensa de Aquia que jugaba de local. Faltaban 15 minutos para la culminación del partido con cero a cero en el marcador; de pronto un potente disparo hizo que la bola desaparezca en las turbulentas aguas del Huamanmayo, ocasión que los jugadores aprovecharon para paliar su cansancio con naranjas y “concordias”, sólo que a Arturito alguien le pasó una jarrita con aromático anisado. Se reinició el partido, y a los cinco minutos corría como si tuviera cinco pulmones. Estando en el centro de la cancha recibió de rebote una bola disparada por el entreala derecho y embaló endemoniado en zigzag, seguido por varios jugadores aquinos que en vano intentaron detenerlo con carretillas y jalones de casaquilla, contentándose con ver el “9” en su espalda, sentados en el piso, número que Lolo Fernández, “Manguera” Villanueva y Valeriano López, hicieron famoso en el coloso de “José Díaz”. Y cuando todos pensaban que iba a golpear el balón con un recio puntazo, frenó en seco en plena carrera, motivando que sus seguidores sigan de largo, casi esquiando en el escaso gramado; y aprovechando que estos le restaban visibilidad al portero, lanzó una milagrosa hoja seca que ingresó besando los maderos del ángulo superior izquierdo. Fue tan perfecto el gol que un profesor de Física que se encontraba entre los espectadores, gritó: “Con este gol tenemos que replantear las leyes de la gravedad”. A diez minutos para el pitazo final el partido iba un tanto a cero, y Arturito seguía devastando el área rival, a pesar que un jugador “alaracoso” a quien ni siquiera rozaba con el pétalo de una flor, daba vueltas como rodillo en cada caída, deteniendo momentáneamente el partido. Para sorpresa de todos, en el último minuto cambió de puesto con el entreala izquierdo, tomó el balón y corrió llevándolo al ras de la línea de cal desbordando a la zaga hasta la raya final. Ya en el área chica bailó a su antojo al arquero haciéndolo gatear. Finalmente solo, con la portería desguarnecida, detuvo el balón en la línea del arco y lo tomó con maternal ternura abrigándolo bajo la casaquilla. Adivinando la reacción “del respetable” no tuvo otra elección que correr hacia la chacra aledaña para no ser linchado; y como narra la leyenda: "de jugar al fútbol pasaron a jugar a las escondidas". Desde entonces su fama de goleador interandino sigue creciendo en el valle del Aynín, como crecen las sombras que hicieron célebre en Pucará al pensador patriota don José Domingo Choquehuanca y Béjar.

Un tarapaqueño de viejo cuño lo recuerda así: “Arturito fue el mejor dribleador de su época. Figura clave en el equipo. Un arrollador nato. Los pasodobles con sabor a huaylisheada empezaban soberbios cada vez que metía un gol de palomita. El resto es silencio, como dice Shakespeare en Hamlet”. Otros todavía añoran sus temerarias chalacas con la redonda al viento ingresando sedita al arco. Bastaba una rendija de error del adversario para meterse hasta el rincón de las ánimas bola y todo, comentan emocionados los viejos hinchas tarapaqueños. Un día, a puertas de Navidad, estando a escasos tres metros del arco, agarró de empalme un balón que bajaba con efecto, lanzándolo con tanto vigor entre los maderos que el esférico desapareció pasando Tranca. Para disculparse dijo: “Aprovechando que no hay red, he enviado la pelota como regalo navideño a los niños de Huasta”.

Otro de los grandes episodios protagonizados por el reputado delantero tarapaqueño, da cuenta que una fría tarde de agosto, en los últimos jadeos de la década del cuarenta, con un estadio abarrotado de emponchados, el once albiverde ganó el torneo en honor a Santa Rosa de Lima, patrona de Chiquián, con goles de Arturito que cargaron en paila los arqueros rivales. Durante la premiación como el goleador de la liga provincial, el capitán del equipo sentenció: “Ahora que eres el Rey Arturo del fútbol bolognesino, ¿quieres un trono o un anda”. Arturito contestó: “Ninguno de los dos, prefiero que los caballeros de la mesa redonda me lleven en hombros hasta Jaracoto”. Cerro viril, que setenta años después, el escritor de la añoranza chiquiana Juan José Alva Valverde ha bautizado como la “Octava Maravilla del Mundo”.

Recuerdo que a pocos días del fallecimiento de don Segundo Robles Valverde, entrañable compadre y gran amigo de mi papá, visitamos su casa de Sol de Oro. Allí, entre puñados tras puñados de reminiscencias de aquellos años felices, escuché de labios de don Segundo, expresivas anécdotas tarapaqueñas que quedaron registradas en mi libretita andariega. Aquí dos de ellas, relacionadas con Arturito:
 
1.

El  25 de enero de 1944, un grupo de tarapaqueños visitaron un pueblito del interior de la provincia, para atender una invitación deportiva de la comunidad campesina del lugar. Cuando se reiniciaba el segundo tiempo del partido, con 6 goles a favor del Tarapacá, todos ellos anotados por Arturito, y ninguno en contra. El susodicho, que estaba más embalado que nunca, de un taponazo nada compasivo anotó el sexto de la tarde, motivando un diluvio de lágrimas a orillas de la canchita; de repente oscureció, y los lugareños pensando que se trataba del Juicio Final culparon a Arturito, amenazándolo con llenarle de filudas hualancas de la cabeza a los pies. Para suerte del goleador, en su equipo habían dos maestros, ambos conocedores que se aguardaba un eclipse solar total para esa fecha. Los maestros explicaron el fenómeno, el eclipse terminó en unos minutos, y continuó el partido.
 
2.

Cierto día, a fines de 1945, un jugador novato acompañó al equipo tarapaqueño a un pintoresco villorrio, cuya canchita estaba al borde del abismo. Como uno de los jugadores titulares se ampolló los pies durante el viaje por el camino de herradura, el capitán del equipo incluyó al novato en la nómina. Ni bien empezó el partido, el generoso Arturito le pasó el balón para echarle una mano. El novato avanzó unos metros, tropezó y cayó. Se paró al toque como "muñeco porfiado" y corrió bola en pie sin marcación alguna, encajando un gol olímpico. Volteó gritando emocionado con los brazos abiertos a la espera de un abrazo, pero a cambio recibió una andanada de mentadas de ….. A causa de la caída se había desorientado, equivocándose de arco. Tres minutos después chutó con fuerza, pero desviado, cayendo el balón al abismo. Es decir, árbitro y jugadores se quedaron tirando cintura a cinco minutos de iniciado el partido, pues no había pelota de repuesto, ni siquiera una de trapo.

* * *

Pero no solamente el Tarapacá brilló en el deporte "rey", también lo hizo en vólei, donde figuras como nuestra recordada Chuli Garro Montoro, hermana del formidable jugador de fútbol "Pollito", lució en alto el gallardete tarapaqueño. De la hinchada ni qué decir, todos brindaban lo suyo: masajes, banderolas, naranjas, triplekolas, cantos, alegría por un holgado triunfo, un nudo marino en la garganta en un partido de pronóstico reservado y una hidalga tristeza frente a una derrota que nunca falta en el campo de carretillas, huachas, trancas y artilleros.

Muchos años de esplendor están grabados en la memoria del pueblo chiquiano. Empuje y coraje a toda prueba, desde Umpay hasta Quihuillán, desde Parientana hasta Tulpajapana. Siempre respetando la integridad física del adversario, fue y sigue siendo el norte de generaciones de tarapaqueños que se suceden desde los tiempos de los chimpunes con puente, los balones huancachos con paños cosidos a mano, blader de jebe y pichina ahorcada con duro tiento de cuero. Todavía resuenan los ecos de las hurras de algarabía de las barras al son de las bandas de músicos, y el grito ahogado de las tribunas cuando uno de los arcos entra en pánico de gol por una hoja seca o un sombrerito a la pedrada.

Cuántos chuluc (grillos) fueron sacrificados por los chiuchis vaqueros bajo el grito agorero !huisca, huisca, huisca¡, nadie lo sabe. Cuántas bombachas y calzoncillos terminaron pichidos al final de un clásico Cahuide / Tarapacá, tampoco nadie lo sabe. Cuántos goles de chalaquita con raspada de matanca, de taco sin tiza, de puntazos sin piedad y de cabecita con gorra incluida, están registrados en las retinas telúricas; cuántas anécdotas frotan su historia con "Charcot", maletines y camarines al aire libre, mientras los bajitos nos entreteníamos dominando balones de pucash y dos curpas como arco, no aptos para chacreros.

Las fotos en blanco y negro donde los jugadores aparecen con gorritas de lana, canilleras, musleras y suspensores hasta la barriga, dan cuenta de una época de oro del fútbol macho, y que el 27 de noviembre de cada año recordamos con cariño. Día que por cosas que sólo ocurre en el Perú de mis amores, no es feriado aunque sea laborable, nos queda elevar una plegaria por los bravos soldados peruanos que se fajaron en Tarapacá, y cantar emocionado el himno del equipo:

Tarapaqueño soy,
camisa verde
bien de adentro soy;
todos me quieren,
todos me odian
¡porque soy campeón!

Con esta nota de gambetas y tiros raspando el travesaño, no de pies utilizados como bisturí ni taladro, rindo mi más cálido homenaje a los valerosos soldados peruanos que el 27 de noviembre de 1879 impregnaron de sangre, sudor y lágrimas el campo de batalla de Tarapacá. Del mismo modo a cada uno de los aguerridos jugadores e hinchas del blanco y verde TARAPAQUEÑO de todos los tiempos, que con su coraje, pundonor y entusiasmo, supieron dejar en alto el glorioso nombre que adoptaron con cariño.

 Tarapaqueños de noble cuño.
Todos están en el cielo
¡Benditos sean por siempre! 

Fuente:

Charlando con papá 


 

 
Tío ANATOLIO CALDERÓN PARDO, que nuestro Señor de Conchuyacu, Santa Rosita y San Francisco de Asís, guíen sus pasos.

A nombre de mis hermanos,

Nalo
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Maestro tarapaqueño Anatolio Calderón Pardo, en círculo
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CHIQUIÁN - Foto: Jesús Bolarte Ramírez




 


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