domingo, 14 de mayo de 2017

EL BASTÓN DE UNA MADRE - POR JUAN JOSÉ ALVA VALVERDE (PEPE DE CHIQUIÁN)


 
EL BASTÓN DE UNA MADRE

Por Juan José Alva Valverde (Pepe)
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“Le recomiendo que sus controles médicos sean más frecuentes. Usted ya empezó a envejecer y debe cuidarse para que no tenga sobresaltos en su salud.”

Al escuchar las palabras de la doctora, Jorge se quedó desconcertado, hacía tres semanas, el 1 de Noviembre del 2008 cumplió 54 años y no tenía mayores molestias que las personas de su edad. Salió de la Clínica Larco de Essalud y caminó como un autómata, al llegar al parque Kennedy se sentó en una banca bajo la sombra de un árbol.

Los pensamientos se agolpaban en su mente, confusos, enredados, atropellándose unos a otros. Una frase le retumbaba el oído, “ya empezó a envejecer”…“ya empezó a envejecer”. La mirada de Jorge, perdida en el piso, buscaba una explicación, explicación que se negaba a crear su mente. Exhaló un largo suspiro y levantó la mirada al cielo, al infinito como buscando el por qué. Permaneció en ese trance por un buen rato, de pronto el ruido de un caminar cansino al compás de un bastón, de un señor de avanzada edad lo sacó del trance. El bastón del anciano le recordó al ser querido, que en su última visita a su tierra natal, Chiquián en agosto del 2005, era usado para sus quehaceres: SU MAMÁ; sí, su madre santa, la encontró envejecida, sin fuerzas, sin ganas de acompañarlo como antaño a la casa de algún funcionario en la Fiesta de Santa Rosa. En aquel entonces Jorge no reparó sobre la situación de su madre, él, siempre que podía viajar lo hacía en agosto, a gozar de la fiesta, salía temprano de su casa y regresaba entrada la noche. Satisfecho de beber, comer y bailar, encontraba una cama cómoda y abrigada. En los 5 o 6 días que permanecía en Chiquián, esa era su rutina. Al emprender el retorno se despedía de su mamá con un “me voy m
á, cuídate, nos vemos el próximo año”.
El cargo de conciencia por su comportamiento poco cariñoso con la aurtora de sus días, hizo que se quedara como pegado a la banca del parque. Su mente lo transportó a su infancia: se vio saliendo de su casa a la salida del pueblo, luego cruzaba el mercado de abastos donde curioseaba, afán que casi siempre lo hacía llegar tarde a la escuela 378.

- ¡Jorge! ¿otra vez tarde?

- Es que se escapó mi chancho y tuve que corretearlo para agarrarlo y meterlo al corral.

- ¿Y no se escapó ayer?

- No, ayer se escapó el carioco, el gallo que nos vendió la tía Nicasia.

- ¿Tía  Nicasia,  el carioco, el chancho?, total, siempre tienes un cuento, ¡ya, estira la mano para que recibas tus reglazos¡

Jorge creció entre la escuela y la casita materna de adobe y techo de teja, de paredes bajas, que resultaba abrigada por las camas y algunas cositas más que ocupaban el ambiente. Al costado una ramadita con techo de paja servía de cocina, donde ardía un fogón y sobre este las ollas de barro en las que hervían las papitas menudas para el cashqui (sopa de papas) o el api (mazamorra); la calana (recipiente de barro para tostar cancha) siempre ocupaba su lugar al fondo del fogón. Jorge se embelesaba con el olor del tostado, lo extasiaba, y cuando su mamá echaba la cancha al mate (recipiente de la corteza de la calabaza), se apresuraba a coger un puñado,

- ¡Acachau, acachau, fuu, fuu!

- Eso te pasa por gandido, te abalanzas como si fueras un tulpa michi (gato de fogón) -refunfuñaba la mamá.

Jorge era asiduo asistente al campo deportivo de Jircán. Todas las tardes después de llegar de la escuela tiraba el bolsón de tela sobre su cama, bolsón que su mamá le cosió para que lleve sus cuadernos. Se embolsicaba un puñado de cancha y después de ponerse sus zapatillas Bata, que su mamá sacó al crédito de la tienda del señor Bisseti, el que pagaría lavándole la ropa, se dirigía al paso ligero para poder jugar más tiempo el partido de fútbol que generalmente quedaba pendiente de revanchas.

Los domingos en la mañana subía hasta la cumbre del cerro Capillapunta donde estaba el desarenador de agua de la planta eléctrica de Chiquián. Allí se daba unos chapuzones como todo un experto nadador; de vuelta a su casa cargaba sobre su espalda, sujetas con una soguilla, ramas de arbustos y chamizas que utilizaban como leña; empujaba la puerta de eucalipto y latón, y se bañaba en el patio con el agua calentada al sol, que su mamá dejaba en una tina antes de ir al mercado a trabajar.

Cuando Jorge hizo la primera comunión, a los 10 años, preguntó por vez primera por su papá,

- Má, ¿mi papá por qué no viene a la casa?

- Hijo, tu papá no vive acá, no sé dónde estará, desde que naciste no lo he vuelto a ver.

Jorge al ver que su madre se turbó, cogió un puñado de cancha y salió a la calle.

El 8 de enero de 1,968, cuando Jorge tenía 13 años, su madre se despidió de él en la Plaza de Armas de Chiquían, pues un familiar la convenció para traerlo a Lima, como ayudante de su negocio, a cambio de casa, comida y educación. Cuando el ómnibus del señor Elías Landauro surcó la curva de Caranca, Jorge pensó volver algún día, grande y fuerte.

Volvió en agosto de 1984, y así sucesivamente todos los años hasta agosto del 2005. En esta última ocasión vio que su mamá se apoyaba en un pedazo de rama que utilizaba como bastón, en cambio el del longevo que lo sacó de su ensimismamiento en el parque Kennedy era tallado, con base resistente y empuñadura ortopédica, por eso Jorge se sintió miserable, mezquino, egoísta, unas lagrimas quemantes brotaron de sus ojos, ardiendo como lava en sus mejillas; el corazón se le comprimía produciéndole un dolor agudo; se tomó el rostro con ambas manos y lloró como un niño; lloró por su madre, porque ella cumplió con lo que pudo y como pudo; ella tal vez esperó algo de su único hijo, ese algo que nunca llegó; y lloró también por él, porque nunca fue buen hijo.

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Plaza de Armas de Chiquián.
 

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