miércoles, 25 de febrero de 2015

YANA ÑAHUI - POR ARMANDO ALVARADO BALAREZO (NALO)




YANA .ÑAHUI


Por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
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No recuerdo con exactitud, cuándo vi por primera vez a la dueña de aquellos ojos negros, tan negros y bellos como el silencio en una noche oscura. Lo que sí recuerdo, es que la veía seguido al finalizar las clases del día, mas no me acercaba a ella, solamente la contemplaba de lejos, sobre todo los sábados en horas de la tarde haciendo compras en las calles del pueblo. En cambio los domingos no aparecía por ningún lado; y ese día, rojo en el calendario, se tornaba gris para mí.

Así, poco a poco, se fue convirtiendo en el aire que necesitaba para respirar, al extremo de que ni bien finalizaba las clases en mi escuelita Primaria, salía corriendo como un venado para verla salir del colegio donde estudiaba. Yana Ñahui ni cuenta se daba de mi presencia en la esquina, quizá porque era mayor que yo, y los muñecos de trapo habían dejado de interesarle al ingresar a la Secundaria.

La última vez que vi su rostro en el pueblo fue el domingo 31 de diciembre de 1910. Estaba observando a unos niños campesinos que ingresaban a la iglesia, cuando algo me hizo voltear, hallándola parada a unos metros de distancia. Haciendo de tripas corazón caminé decidido a saludarla, y de paso, despedirme de ella, pues el martes salía de viaje por un tiempo indefinido. A medida que me acercaba mis latidos aumentaban, lástima que se escuchó un silbido, ella volvió la vista, era su papá, se le acercó e ingresaron al templo. Yo me quedé como un monolito en el centro de la plaza. Dos días después emprendí viajé con unos arrieros hasta Paramonga, y de ahí por diferentes medios hasta Lima. La carretera Panamericana Norte no existía en aquel entonces.

Ya en Lima, con el paso de los años y las preocupaciones por el porvenir, su imagen se desvaneció de mi mente y no pregunté más por ella; mis vacaciones las pasaba lejos del pueblo, y se perdieron en las olas del tiempo las oportunidades de volverla a ver.


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Después de varios quinquenios en Lima, tuve que radicar en Áncash. Llega a la memoria un fresco día de agosto. La tarde iba madurando más allá de mis sueños que rozaban la pollera blanca de la Cordillera, y el Sol se marchaba de puntillas del Callejón de Huaylas, cuando apareció como un espejismo caminando por la calle principal de Huaraz. Para mi sorpresa me saludó con una sonrisa, y detuvo su andar frente a mí, que por poco me da un vahído. Estaba bellísima, luciendo sus hermosos ojos negros. Había venido por unos trámites en un juzgado.

Lo poco que quedaba de la tarde y parte de la noche, conversamos en una plazoleta sobre mi infancia y su adolescencia, como si lo hubiésemos hecho toda la vida, a pesar de ser la primera vez que dialogábamos. Dijo que yo era un niño muy curioso y huraño a la vez. Que me veía observándola cerca de su colegio; inclusive recordó haberme visto mientras se tomaba fotografías en la plaza, junto al tieso caballito de un fotógrafo de feria, y que en su próxima visita a Huaraz me regalaría la foto. A las 11 de la noche, cuando la tierra de Atusparia dormía mecida por el viento de Marián, nos despedimos en la puerta de su alojamiento. Ni siquiera un beso en la mejilla le di, demostrándole así mi respeto inmaculado.

Los meses fueron pasando uno a uno, y los paseos nocturnos se hicieron frecuentes cada vez que Yana Ñahui visitaba Huaraz. Hasta me hice su confidente, pero dominando mis impulsos como el primer día; en tanto, Eros, jugaba sus cartas a orillas del Quillcay.

Así pasaron tres calendarios, siempre despidiéndome con cortesía; hasta que llegó fin de año, y se acercaba inexorable la fecha en que tenía que viajar a Lima, con boleto de ida, solamente.

El 27 de diciembre de 1933 vino a Huaraz. Sentados en una banca de la plaza le conté sobre mi viaje sin retorno. Sus bellos ojos negros se humedecieron. Para animarla la llevé a la esquina donde vendían emoliente en taza; fue miércoles, lo recuerdo bien, víspera del Día de los Inocentes, y entre risa y llanto nos tomamos cuatro ruedas de emoliente con punto. Luego de unas horas llegó la medianoche y le ofrecí dejarla en su alojamiento. Me pidió quedarnos una hora más, que al final se duplicó, al igual que se duplicó el emoliente con punto. Entrada la madrugada llegamos a la puerta de su alojamiento, con las mejillas encendidas. Me despedí como de costumbre, pero esta vez sin fecha para volvernos a ver, se acercó sensual, me susurró al oído, las palabras sobraron y Eros hizo el resto...
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