martes, 11 de agosto de 2009

AMPAY

.Chiquián: Plazoleta de Quihuillán

.Por: Armando Alvarado Balarezo (Nalo)

El reloj marca la medianoche. El pueblo duerme arropado por el manto nocturno. Es lunes, primero de junio de 1957. En la penumbra el viento chicotea mi piel sin piedad. Durante el día no he probado bocado, menos un sorbo de chinguirito. En Tapacocha se han quedado varados los carros por un derrumbe, y mi chamba de cargador de bultos se ha frustrado.
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Estoy sentado en una banca de la plazoleta de Quihuillán, junto al monumento de Pancho, mudo amigo de mis monólogos imaginarios. Felizmente tengo unos cuantos puchos que hace unas horas recogí de la cantina de Penco, con los que me estoy abrigando del frío.
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Miro a todos lados, ni siquiera el ánima de Juan Sánchez Dulanto camina buscando un entierro, sólo el viento pasa y repasa gimiendo como los silbidos de los "templados sin esperanza".

A la distancia una sombra viene por el jirón Comercio como anda de procesión. No logro ver bien, el humo del pucho me lo impide. Habrá que esperar que se acerque un poco más...
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Ya está cerca, baja de su caballo y camina dando trancos. Está con poncho y lleva puesto un sombrero negro como la noche. Pasa por mi lado, lo saludo y no me contesta. Es un hacendado conocido. Va convertido en un torrente de tribulaciones. Trepa el muro y salta a la chacra de mi amigo Papaseca. Me acerco a verlo y está descendiendo por el alfalfar con pasos agigantados, va como alma en pena.

La curiosidad me invade. Bordeo la plazoleta por la casa de Alberto Limonta, pues soy muy chato para saltar desde el muro. Lo sigo con la mirada desde la vereda de Automaría y se me pierde en la oscuridad. Debe estar buscando un tesoro escondido. Ojalá sea un "entierro", así me gano alguito, nadie sabe, puede que sea mi noche de suerte.
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Camino pegado a la pirca, cuidándome de las hualancas. En eso lo observo recostado sobre un montículo de piedras, ¿qué le habrá pasado?, me pregunto, "seguro se ha caído", digo para mis adentros. Debo asegurarme, medito y me dirijo de puntillas a un viejo aliso. Trepo y para mi sorpresa el hacendado está mirando a un hombre y una mujer en pleno "canchis canchis".

En el ambiente, dos gemidos se alternan: uno de placer que viene de la pareja y otro de dolor que emana del astado. Los rayos plateados de la luna atraviesan las nubes, revelando las curvas de la damisela y del zarco cuerpo del bandolero.
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El vaivén es armónico en el tierno maizal que se ha tornado en lecho de delirio. De repente vibran y se quedan quietos. A diez metros, el rostro del "corneado" parece cirio de velorio, tan pálido como la memoria de los sesos añejos que han sido tocados por las alas de la muerte, como cae la pollera de la noche en la parda tierra, como se desovilla el huáchcu de un meón entre los manojos de acelgas y la pirca.
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Con los ojos extenuados de tanto mirar bajo la macilenta luna, el silencio se hace lamento. El destino le ha robado al hacendado el placer que esperó hallar en la piel de su palomita a su retorno al pueblo. Seguro encontró el nido vacío y salió a buscarla al maizal, donde alguna vez fue suya.
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Retorno a la plazoleta y enciendo el último pucho. Por el humo pasan escenas similares que cada medianoche veo en Chaclapata, Cochapata, Capulipata, Calapata y todas las patas que se puedan meter y sacar, y asoman a mi memoria las palabras filosóficas de los parroquianos de Penco: 'padre es quien lo cría, no quién lo engendra; además, somos hijos de la misma tierra, siempre haciendo el bien sin mirar sobre quién y amándonos los unos sobre los otros... Salud compadre'.

En este 'macondo de pisanamaría', veo tantas cosas en las noches sin estrellas, que me siento más miserable que la miseria misma. Gracias a Dios todavía no hay muchos embajadores del caprino "tabalozos", sino pobre chico, estaría más deshilachado que bolsillo de invidente... Así es la vida shay, medito mirando Umpay Cuculí que se hunde en el oconal.

De pronto siento una palmada en el hombro. Es el hacendado: 'hola Shaprita', me dice y camina hacia el alazán que lo ha estado esperando. Baja una alforja y me encarga que lo lleve a la casa de su costilla, indicándome decirle: "que un carro minero lo ha traído, de su parte". Monta su caballo, me obsequia un par de soles por el mandado y desciende Maraurán con paso tullido.
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"Tan fuerte ha sido el impacto de la corneada que le ha desfigurado el semblante", pienso, mientras reviso la alforja, hallando cinco bolas de requesón y dos docenas de choclos. A la distancia veo pasar a la damisela. Dejo un requesón debajo de la banca y sigo las huellas del pecado hasta su casa. Después de unos minutos toco la puerta y entrego la alforja según lo convenido. Felizmente tengo los ojos sordos y los oídos ciegos como todo buen heraldo del silencio...

Ya la Luna duerme en su aposento y una honda calma va adormeciendo mis sentidos. Pero antes de irme a dormir, debo recoger el requesón para paliar mi hambre...
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Hoy es martes, 3 de junio de 1969, han pasado 12 largos años desde lo ocurrido, y los tres personajes de este relato viven todavía. Uno de ellos camina lento con su lazarillo de palo, cubriendo de añoranza sus sueños cansados de insomnio por los hijos que el papel sellado le ha quitado. Va lerdo entre la sombra y el silencio como las estrías sin memoria que yacen en los porongos secos...

Cordillera Huayhuash
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